¿Quién se burla de la institución presidencial?
Epigmenio Ibarra
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8909948
No escribí una sola línea sobre el supuesto consumo de antidepresivos y ansiolíticos de Vicente Fox durante su periodo presidencial, ni después de que, por la puerta trasera y luego de haberse entrometido ilegalmente en los comicios presidenciales de 2006, abandonara la primera magistratura.
Tampoco he escrito, ni en este diario ni en las redes sociales, comentario alguno sobre el supuesto alcoholismo de Felipe Calderón. Oídos sordos he prestado a un rumor que corre en los más distintos ámbitos sociales. Estoy convencido de que ese tipo de señalamientos hablan más mal del que los hace que del supuestamente ofendido.
Siendo —y las evidencias sobran— Vicente Fox como Felipe Calderón responsables de lo que, sin eufemismos, pueden catalogarse como crímenes de lesa democracia, acusarlos de enfermedades y adicciones no hace sino exculparlos ante la opinión pública y colocar en el centro de la agenda nacional el escándalo en lugar de la necesaria y urgente demanda de juicio político a ambos personajes.
Creo, por otro lado, que en un clima de crispación como el que vivimos, en este “
tiempo de canalla”, que diría Lilian Hellman, cuando desde el poder se incita al linchamiento de quienes ejercen la crítica calificándoles de enemigos de México, aliados del narcotráfico y otra serie de peligrosas sandeces, flaco favor hacemos a la democracia utilizando las mismas armas que han permitido a Felipe Calderón burlarse de ella.
Que para llegar al poder —“
haiga sido como
haiga sido”— hayan recurrido y sigan recurriendo Calderón y los suyos al insulto, la violencia verbal, las campañas de desprestigio y la predica del odio y del miedo no deben hacernos responder de la misma manera. Al contrario. Demasiado grave y peligrosa es la hora que vive la nación como para mirarnos en ese mismo espejo.
No considero —y menos todavía después de lo que estos dos hombres han hecho con ella— la institución presidencial como impoluta e intocable. En muchos países democráticos los líderes de opinión, los caricaturistas, los comediantes de la televisión son implacables con primeros ministros y presidentes y están atentos a sus más mínimos deslices para exhibirlos con extrema severidad.
El humor produce una saludable catarsis, obliga al gobernante a estar atento al más mínimo detalle de su conducta, sacude a la sociedad y la alerta, la hace mirar con más atención a aquel que ha sido elegido para servirla. Esa vigilancia se traduce en transparencia y también en el mejor antídoto para la corrupción y la impunidad.
Este ejercicio es, me parece, saludable y necesario para la democracia y no se tambalean Inglaterra, Francia, España o Italia por la mordacidad con la que, en los medios, se exhiben las miserias de sus gobernantes.
Que se cuestione o incluso, en casos extremos, se llegue a la burla frente al poder es un derecho ciudadano. El que no tiene ese derecho, el de burlarse, impunemente, del país entero es ese que está sentado en la silla y que debe servir a los ciudadanos y no jugar con el poder ni servirse de él.
Carmen Aristegui, a quien respeto y he seguido a lo largo de muchos años y con quien mantengo también respetuosas diferencias tanto profesionales como políticas, no es de aquellas, tampoco, que confunden la crítica con las campañas de desprestigio.
No hubo en el proceso de consignación de un hecho, la colocación de la manta en el Congreso por los diputados petistas, un gesto que retrata a esta izquierda incapaz de articular un discurso coherente y que cae en todas las trampas, de nada que se pareciera a la burla o la utilización de las mismas armas con las que el poder combate a los opositores y a sus críticos.
Demandó, eso sí, Carmen Aristegui, de ese hecho que es a su vez resultado de un rumor que corre hace ya mucho tiempo sin ser atajado por los propagandistas del gobierno, que Los Pinos se pronunciara al respecto y eso ocasionó su despido. Bien hizo en no disculparse. No tenía por qué.
No es este sólo un asunto privado. No se trata sólo de la ruptura de una relación laboral como se ha pretendido presentar. Se ha producido, a sólo unos meses de que formalmente se desate la contienda por la sucesión presidencial, un hecho doblemente pernicioso para nuestra, ya de por sí, malherida democracia.
Al callar una voz se callan todas las voces. Que, con su mecha corta y sus mecanismos de coacción, Calderón doble a los concesionarios y aseste un golpe a la libertad de expresión es algo que pone en riesgo incluso a aquellos que por razones de competencia, diferencias personales o ideológicas han justificado el despido de Aristegui. Tarde se darán cuenta de que contribuyen a su misma destrucción.
Pero si de golpes se trata, no ha de ser el mayor, desgraciadamente, este que se ha dado a la libertad de expresión. Largos y peligrosos meses faltan para que Felipe Calderón se vaya. Botón de muestra ha sido el asunto Aristegui de lo que un hombre aferrado al poder puede hacer, pasando sobre la ley y la voluntad ciudadana, para aferrarse a él.
:metal::metal::metal::metal: