1.-“CARITAS MARIAE URGET NOS”
Queremos ser esclavos del amor. JOSÉ, OBISPO DE LEIRIA, en el «Año Santo Jubilar de la Salvación». 1933
En innumerables leyendas de la Edad Media María aparece excitante y encantadora concediendo satisfacciones sensuales además de las espirituales, cubriendo de leche a sus amantes, dejándose cortejar o acariciar, forzando a sus devotos a abandonar a sus novias y entrar en un convento.
Precisamente los monjes más devotos eran quienes transferían a la Santísima Virgen todos los sentimientos sexuales que les estaban vedados,convirtiéndola en su «novia» y teniendo en ella un ideal sustitutorio de la mujer, una mujer a la que evitaban y despreciaban, o a la que, al menos, debían evitar y despreciar. El frenesí del amor mariano no era muy diferente del frenesí del «amor libre» de aquella época,
Bastante antes de los cistercienses, una asfixiante mística mañana hizo estragos a fines del siglo X y en el XI en Cluny, cuyo conocido abad Odilón se echaba al suelo cada vez que se pronunciaba el nombre de María. Hermann, un joven premonstratense, vivió en completa intimidad amorosa con la Virgen en el monasterio de Steinfeld. Algo parecido ocurrió con el primer abad de los cistercienses, Robert de Molesme. Gregorio VII y Pedro Damián, fanáticos del celibato y grandes misóginos, fueron también muy devotos de María (infra).
Las intimidades clericales fueron bastante más lejos. María ofreció su pecho a numerosos fieles. Así se representaba a Santo Domingo, y bajo la imagen del dominico Alano de la Roche resplandecía la siguiente leyenda: «De tal manera correspondió María a su amor que, en presencia del mismo Hijo de Dios acompañado de muchos ángeles y almas escogidas, tomó por esposo a Alano y le dio un beso de paz eterna con su boca virginal, y le dio de beber de sus castos pechos y le obsequió con un anillo» (¡hecho con los cabellos de María, según el mismo Alano afirma!) «como señal del matrimonio».
San Bernardo de Claraval —al que Friedrich Schiller, de una forma inhabitual en él, elevó a la categoría de «canalla espiritual» como promotor de «la más recia estupidez monacal, siendo como era él mismo una mente frailuna que no tenía nada más que picardía e hipocresía»— llegó a gozar igualmente de los favores íntimos de Nuestra Señora. Este «santo ósculo» —se dice en la novena homilía de San Bernardo sobre el Cantar de los Cantares, que él interpreta con peculiar amplitud de miras— «es de efectos tan violentos que la Novia recibe al punto lo que de ella surge, y sus pechos se hinchan y, por así decirlo, rebosan de leche». Bernardo se recrea en la causa de su propia «elocuencia, dulce como la miel» (el Maestro de la Vida Mariana le pinta siendo rociado por los ángeles con la leche procedente de los pechos de María). «Monstra te esse matrem» reza Bernardo ante la imagen de la Madre de Dios, y ésta, inmediatamente, descubre su pecho y amamanta al sediento orante: «monstro me esse matrem».
El útero de María también fascinó enormemente a los santos; como la circuncisión y el prepucio de Jesús a las monjas (infra). Ya en su infancia, Bernardo contempló en una visión cómo el niño Jesús surgía «ex útero matris virginis». Y más tarde explica la frase: «Jesús entró en una casa y una mujer llamada Marta le recibió». Él se desliza constantemente de la casa de Marta al «útero» de María.
Por supuesto, esta clase de amor mariano, expresión evidente del instinto sexual enmascarado por la forma religiosa, siguió floreciendo en la edad moderna, como ilustra el texto de la Futura boda perfecta: «En verdad, todo deleite de la juventud y todo supuesto placer de los novios en la carne cuenta menos que nada frente a este goce celestial (...) Uno puede tenderse confortado junto a su seno y mamar hasta saciarse, y su fuerza nos es accesible, para consumirla en un juego amoroso paradisíaco (...) En su compañía hay un placer puro. Nunca jamás podrá ofrecerse a un hombre una novia terrenal con mejores prendas, más casta, más honesta y más agradable que esta virgen digna de veneración (...) Oh, placer puro, ven y visita a los tuyos más a menudo y haz que no falten más tus emociones amorosas (...) dígnate acogemos de continuo en tu íntima presencia, única y pura tórtola mía».