Sí, soy bajito, pero no me gustan los enanitos toreros
5 Julio, 2010
J.M. Hernández
Si digo que a pesar de ser alto no juego al baloncesto, a pesar de ser gordo no practico el sumo o que a pesar de haber nacido en Astorga no como mantecadas, posiblemente a nadie le extrañaría. Aún más, si dijera que el hecho de que los castores construyan presas no me obliga a ser ingeniero, o que por muchos huevos que pongan las perdices no pienso volverme ovíparo, estoy seguro que despertaría alguna sonrisa socarrona y más de una sospecha sobre mi reciente consumo de psicotrópicos.
Sin embargo, en muchos aspectos existe una inexplicable tendencia por parte de cierto tipo de gente a querer ajustar nuestro comportamiento a lo “natural”. Esta forma de ver las cosas presenta dos modalidades muy diferentes, y casi me inclinaría a pensar que enfrentadas. Por un lado, muchas personas toman a la naturaleza como un referente moral, valorando lo que esta bien o lo que está mal con arreglo a lo que ocurre en los documentales de La 2. En el rincón opuesto del cuadrilátero, se encuentran aquellos que no son capaces de aceptar una idea “desagradable” de la naturaleza, y se niegan a aceptar que los gatos puedan matar a sus crías, porque les resulta moralmente inaceptable.
Ambas posiciones parten de la misma base: creer que nuestro comportamiento y nuestra sociedad son o deben ser reflejo de lo que ocurre en la naturaleza. El primer grupo es partidario de condicionar nuestros valores a ella, mientras que el segundo grupo está dispuesto a cambiar la historia misma de la vida si es necesario.
El orgullo de ser diferente
Uno de los ejemplos más clásicos de la primera versión del razonamiento de estos “naturofilos” es aquel que condena determinadas conductas sexuales por ser antinaturales, rásgandose las vestiduras porque dos hombres o dos mujeres compartan caricias y felicidad.
Curiosa actitud: parapetados tras unas gafas que combaten su miopía, vestidos con una serie de fibras sintéticas que les permiten vivir en lugares a los que no estamos adaptados, escribiendo tras un ordenador y a través de una red de datos mundial, vivos gracias a numerosos medicamentos ingeridos desde la niñez, y refugiándose del calor estival en una habitación aislada y dotada de aire acondicionado, el energúmeno barrita: ¡¡lo de ustedes va contra natura!!
No pienso entrar en si la homosexualidad es o no natural, en si hay pingüinos maricas o caracolas lesbianas. Aunque me interesa en el plano biológico, me da exactamente igual moralmente hablando. Lo que hagan lal lombrices de tierra me importa bastante poco a la hora de planificar mi vida sexual y el cómo se comporte una abubilla no influye en absoluto en mis relaciones personales o en mi régimen alimenticio.
Decir que debemos condenar la homosexualidad porque la mayor parte de los vertebrados son heterosexuales es una barbaridad por partida doble: en primer lugar porque trasladamos un concepto humano al resto de animales, y en segundo lugar porque si nuestra vida debe depender de cómo busca pareja un lagarto, mal vamos.
Lo dijo Dawkins en su genial obra “El gen egoista”: eduquemos a nuestros hijos enseñándoles a ser altruistas, porque en sus genes llevan escrito todo lo contrario.
No se que pensaran ustedes, pero no quiero ser egoista, machista, xenófobo, homófobo y unas cuantas cosas más, simplemente porque los leones machos maten a los hijos de la pareja anterior, porque los babuinos se curren con cualquier mono que no pertenezca a su grupo familiar, porque los gatos copulen con las gatas o porque los percebes la tengan muy larga.
También parafraseando a Dawkins, somos la única especie sobre la faz de la tierra que tiene la capacidad de rebelarse ante la tiranía de los replicadores egoístas. Hagan lo que ustedes quieran: sean esclavos de sus genes y utilicen los documentales de National Geographic como guía moral, o rebélense y hagan lo que sea por ser felices.
Bambi guapo, Darwin feo!
En el otro extremo, muchas personas parecen necesitar una justificación natural a sus ideales. De forma contraria a los censores naturófilos, no pueden tolerar un mecanismo o un comportamiento natural que no les agrade, dado que se creen obligados a que la sociedad lo imite. Son verdaderos maestros en mezclar filosofía y biología de forma totalmente caótica.
Estos individuos entienden que si alguien afirma que los leones matan a sus crías, es porque está a favor del aborto y pretende implantarlo en nuestras leyes. Si un biólogo evolutivo habla de lucha por la supervivencia, los iluminados piensan que es partidario del neoliberalismo económico. Si un etólogo habla de infidelidad en aves, estos señores le acusan de querer destruir a la familia tradicional.
El demonio rojo de esta gente es Charles Darwin, y todo aquel que acepte la evolución por selección natural son sus ángeles caídos. Según ellos, ser “darwinista” implica estar a favor de la eugenesia, del capitalismo salvaje, de la desprotección social, del terrorismo de estado.
Su estrategia subsiguiente es igual de absurda que la base de la que parten: negar las evidencias, afirmar que no es la competencia ni la agresividad la que guían la historia de la vida, sino el amor y la cooperación. Les gusta más las simbiosis que el parasitismo, y prefieren el buen rollito a la supervivencia del más apto. Por supuesto, para ello no utilizan pruebas ni evidencias reales, sino argumento filosóficos que rayan el subrealismo. Obviamente, se trata de un disparate similar al de los homófobos que mencionábamos más arriba.
Pues no, no me gustaría ser un escarabajo
Personalmente considero la evolución como un hecho más allá de toda duda razonable, pienso que la selección natural y la reproducción diferencial es el mecanismo principal por el que se ha producido la biodiversidad que podemos contemplar. Sin embargo, y entérense de una vez, no me gustaría vivir como los leones. No quiero construir una sociedad basada en la competencia y la supervivencia del más apto. No soy partidario de la eugenesia, no creo que el capitalismo sea el mejor sistema económico y aborrezco el neoliberalismo.
Los leones pueden ser muy machotes, pueden devorar a los hijos de otros y pueden dejar el duro trabajo de la caza a sus señoras mientras ellos se dedican a la vida contemplativa. Eso no debe dictar nuestra orientación sexual, nuestra ideología política ni nuestro modelo de sociedad. No seamos espiritual ni ideologicamente tan pobres como para eso.