Ejercicio ateológico
Romeo Tello
Milenio Diario
Si nos propusiéramos rendir testimonio sobre el nefando influjo de las religiones en las vidas de los hombres y las mujeres, ejemplos no nos faltarían. La historia de las religiones, en particular la de los monoteísmos, es la historia de un crimen continuo y versátil contra la humanidad. El espectro de ultrajes cometidos en nombre de Dios es espectacular: va desde la misma petición de fe hasta el genocidio, pasando por todo tipo de engaños, abusos, persecuciones, intolerancias, extorsiones, xenofobias, violaciones, supercherías, martirios, complicidades con otras tiranías, campañas de desdoro contra el cuerpo, el placer, el humor y la diferencia. Las religiones han podido erigirse como las principales portadoras de esperanza sólo porque han sido las primeras promotoras del terror. La violencia divina se manifiesta en todas las escalas, desde la doméstica hasta la histórica, pero en todos los casos el núcleo de la atrocidad religiosa es el mismo: la exigencia de Dios a su criatura de sacrificar el ser en persecución de lo improbable. De arrodillarse ante un ridículo tétrico. De dar rienda suelta a sus impulsos de muerte. De practicar la atrofia de sus instintos de conservación. De seguir el protocolo de una neurosis codificada. De rendir tributo a una fantasía oficial, a una inexistencia prestigiosa. De renunciar a la autonomía, pero asumiendo las consecuencias de un capcioso libre albedrío. De cambiar la razón y la sensatez por la obediencia. De renunciar al sentido común en favor del prejuicio común. De renunciar a la responsabilidad en virtud de la culpa. En pocas palabras: de renunciar a una vida plena en aras de una muerte plena. Ésta es la palabra de Dios… la traición de Dios.
***
En su
Tratado de ateología, Michel Onfray registra que la primera obra filosófica abiertamente atea apareció hasta 1729, con el título de
Testamento. Memoria de pensamiento y sentimientos de Jean Melier. Antes de ese sacerdote católico francés hubo, ciertamente, importantes ejercicios de higiene mental, diversas formas de heterodoxia y agnosticismo, malabares deístas y teístas, pero nadie había declarado y argumentado la inexistencia absoluta de Dios. Actualmente, sólo 2% de la población mundial profesa un ateísmo sin cortapisas. No es difícil entender esta cifra. En un mundo donde el 10% más rico de la población concentra más de 50% de la riqueza mundial, y el 50% más pobre junta menos de 10% de esa “riqueza”, cualquier atropello moral e intelectual resulta perfectamente lógico. Permítanme un exceso de efectismo: ¿por qué la humanidad ha creído y sigue creyendo en Dios? Por exactamente la misma razón por la que toma Coca-cola, a pesar de la extrema nocividad de este brebaje: porque se anuncia y se vende en absolutamente todos lados, porque es más dulce que cualquier beso y porque es más barata que el agua. Se irá trasluciendo que no soy un ateo templado. Llevo en el corazón un profundo rencor contra Dios y la religión, y además estoy convencido de que ese rencor es uno de los pocos gestos de filantropía auténtica de los que soy capaz, uno de los pocos sentimientos de solidaridad y compasión absolutas que tengo para con la especie humana.
Antes de continuar, quiero hacer dos aclaraciones: la primera, no considero que el ateísmo sea ni una constatación ni un requisito de la inteligencia. No supone ninguna forma de superioridad intelectual, como tampoco el espiritualismo religioso implica ningún género de superioridad moral. En todo caso, el ateísmo es una especie de valentía austera, siempre y cuando se entienda como una premisa y no como una culminación. En segundo lugar, estoy de acuerdo en que es imprescindible censurar a la religión por su irracionalismo, por su incoherencia interna, y por la corrupción de sus administradores y agentes. Es una crítica justa, pero también simplista y, sobre todo, insuficiente. Cualquier intento serio de desterrar a Dios del Reino del hombre nos obliga a identificar aquello que Dios le da a la humanidad, y no sólo lo que le quita, para saber si es posible hallar esas bondades y bellezas en otra parte o si es necesario fabricarlas —como nos fabricamos el cariño, la poesía y el pan de cada día.
***
Una de las finezas de Dios es la de asumir y articular las ambivalencias esenciales de la vida humana, en especial aquellas que tienen que ver con nuestra
residencia en la tierra y nuestra pertenencia a la especie, es decir, nuestro trato con la realidad y con los otros. Si la realidad nos parece insuficiente y endeble, Dios está ahí para completarla. Si, por el contrario, la encontramos desmesurada e inconmensurable, está ahí Dios para medirla, para contenerla, para explicarla —curiosa manera la que tiene Dios de explicar las cosas:
haberlas creado. Dios nos salva del hastío y el vértigo por igual. Sobre cómo Dios nos consuela de la anemia existencial hablaré en otro momento. En este primer ejercicio de ateología me ocuparé sólo de Sus propiedades como antiácido metafísico.
Se repite, incesantemente y por doquier, que los seres humanos perdemos paulatina pero indefectiblemente nuestra capacidad de asombro. Se repite que esto es terrible. A mí me parece que este discurso requiere una sutil pero sustantiva rectificación. No es que perdamos la capacidad de asombro, lo que ocurre es que estandarizamos nuestra capacidad de respuesta ante el asombro, la ajustamos a nuestras expectativas de lo que consideramos real, normal y correcto. Pero nunca dejemos de ser criaturas asombradas. ¿Nos asombra nuestra presencia en el cosmos? ¿Nos asombra la existencia del propio cosmos? Entonces hay Dios.
Nos asombra la
habencia1de la materia en el espacio. Nos asombra el imperio absoluto, universal de la materia, es decir, la existencia de todo lo ente. Nos asombra la materia contagiada de cambio, es decir, la materia arrojada al caudal del tiempo. Nos asombra la materia organizada en islas de entropía negativa, es decir, nos asombra la vida. Nos extraña la materia que se asoma al espejo de sí misma y se reconoce, nos asombra la materia consciente de sí misma, es decir, el alma humana, es decir, la materia organizada en su miedo a la muerte.
Dios es nuestra intimidad con la Nada. Nuestra mente acepta con mayor facilidad —con mayor ilusión, podríamos decir— el instante previo al
big-bang, la Nada anterior a la creación, que el repertorio de la creación misma. Nos cuesta aceptar la habencia de los átomos (y sus sucedáneos, las cosas), la presencia de la materia en el orden de lo real. Vaya, no es que la existencia nos parezca inaceptable
per se, más bien nos resulta inconcebible la falta de un origen primordial, de un punto cero en la cadena de las causas. Están muy bien la tabla periódica y las galanas combinaciones de sus elementos, están muy bien los cinco reinos, las montañas y los valles, están muy bien las mareas cósmicas y las galaxias. Muy bien. ¿Pero por qué está todo eso ahí? ¿Cómo es que
hay cosas? ¿Cómo es que
hay ser? Y ese
cómo, extrañamente, no expresa ni exige un complemento circunstancial de modo, sino más bien uno de causa. Es un
cómo que pregunta por un
quién y por un
cuándo, por un antes y un después. ¿Quién sacó al conejo del Ser de la chistera de la Nada? Pero, ¿por qué suponer que
había Nada? Estamos enfermos de genealogía y destino, tenemos el árbol genealógico plantado en la cabeza. Dios es nuestra sospecha de la Nada. Más aún, Dios es la expresión de nuestro resentimiento y la consumación de nuestra venganza contra la permanencia de todo menos de nosotros mismos —pues nosotros “somos los que se van…”
***
No sé si una humanidad atea es posible. Cioran dice que mientras quede un solo dios de pie, el hombre no podrá dar por concluida su tarea. Pero Cioran también juzga que un mundo sin Dios sería un mundo sin anhelo y, por lo tanto, sin poesía. Yo intuyo que una comunidad atea sólo puede ser una comunidad justa, y no sé si la especie humana es compatible con esta configuración. Mi única certeza a este respecto es ésta: a pesar de todo, a pesar de ustedes y de mí, a pesar de la maldad y la ternura de las mujeres y los hombres, Dios no existe. Pero esto es sólo el punto de partida.
1 Habencia es a haber como existencia a existir. Habencia es tenencia sin el sujeto que posee. Habencia es el hecho de estar las cosas en el mundo (y el mundo en el universo) (y el universo en sí mismo). Hay flores, hay libros, hay razas, hay sentimientos confusos de amor y desprecio. La habencia es la condición de esos y todos los demás posibles objetos directos del verbo unipersonal haber.
***
Razones para creer
Por Julio Hubard
Me da vergüenza admitir que me da vergüenza decir que soy creyente. Ni modo, así andan las cosas. Durante muchos siglos fue al revés, pero desde el XVIII ha venido ganando terreno una suerte de predisposición —me resisto a llamarla ilustrada— a considerar ingenua a la fe religiosa. Y con frecuencia lo es, y también con frecuencia la ingenua fe, la del carbonero, se ha visto suplantada por dos fenómenos terribles: uno, la renuncia a la racionalidad, y dos, el fanatismo. No son lo mismo. Quizá la primera sea un subconjunto de la segunda: todo fanatismo ha renunciado a la racionalidad, pero no toda renuncia a la razón es fanatismo. Pero de eso no me interesa hablar, porque no vale la pena ni produce idea alguna. Tampoco parece válido andarse metiendo en las implicaciones psicológicas de la fe. Ni se vale, de plano, juzgar almas, que ya es cosa de Dios.
El asunto es otro. Cuando digo que me da vergüenza decir que soy católico, me refiero a una serie de problemas culturales, no personales. Me intimida, pues, verme en situación de discutir cosas cuya elucidación, amén de ardua, implica muecas de intolerancia y la suposición de que uno ha de defender analogías y alegorías como si fueran silogismos. No se puede. Y, con intentarlo, simplemente se acendra la suposición contraria, esa que consiste en creer que la actitud atea es más racional, solamente porque no cuenta más que con la razón. Sobre todo porque el hecho de contar con menos recursos no implica que sean mejores; simplemente, son menos. Y por aquí anda el malestar. Es verdad completa que solamente la razón —y cierta forma deductiva de la razón— produce conocimiento objetivo, pero si sólo de eso se pudiera hablar, entonces me temo que el hecho de estar vivo pierde su interés. La verdad, también, es que uno, y la mayoría, tiene como motivos vitales, sobre todo, asuntos cuya importancia no es del orden del conocimiento objetivo. Las ciencias duras son apasionantes, pero la pasión no es científica, digamos. Y además, existen ámbitos enteros, también racionales, que no se conforman con las formas del cálculo de predicados ni los pasos de la deducción. Desde luego, no son formas de pensamiento que permitan conclusiones.
El escepticismo, el ateísmo, los descreimientos han aparecido en épocas tardías de las civilizaciones. Son actitudes valiosas y útiles, si no por otras cosas, porque obligan a poner en forma de proposiciones asuntos que, de otro modo, permanecen como suposiciones. La pregunta por la materia y la sustancia, o la interrogación acerca de las fuerzas y el movimiento y, al fin, la interrogación acerca de la vida jamás se habrían formulado si no fuera por la duda primera que las convoca. Y podemos seguir el camino de las alquimias hacia la física, y de la física a nuestra biología. Es el trayecto que ha seguido la gran metáfora científica. La averiguata sobre la pura materia produjo al primer materialista y a otro más de los creyentes: la sustancia de todas las cosas es el agua, dijo Tales, a la vez que “todo está lleno de dioses”. Ante toda revelación fáctica podemos lo mismo afilar nuestro escepticismo que nuestra capacidad de veneración. La materia inventó a los primeros ateos: Lucrecio o Cicerón, por ejemplo, creían en el alma, pero como una fuerza vital que se disipaba con la muerte. Y eran ateos del segundo caso platónico: hay dioses, pero les importa un cuerno la vida humana y la de los caracoles. Al parecer, de ese lugar los cristianos obtuvimos a Tertuliano; quizás la interpretación correcta del alma, según Tertuliano, era esa misma potencia simbolizadora, que se disipaba al morir; excepto que, al convertirse, Cristo daba vida eterna y redención a eso que, de no ser creyente, simplemente se exhalaba y adiós.
La gran analogía, tras la materia (química, alquimia, etc.), fueron las fuerzas y el movimiento. Según la física aristotélica, “todo lo que se mueve es movido por algo” (de aquí sale una de las llamadas “pruebas de la existencia de Dios”, usada primero por Platón, pero sobre todo por Aristóteles y Santo Tomás). Y podríamos fechar la evolución de Occidente con esta idea, desde los griegos hasta su cumbre medieval, en el último verso de la Comedia de Dante: “l’amor che move il sole e l’altre stelle”. También su vertiente materialista, desde Empédocles y luego el clinamen de Epicuro, capaces de ofrecer una idea del movimiento causado por un puro accidente. De modo que, la pura materia, primero, y luego el movimiento, ambos, han tenido sus prosélitos de fe y los de duda dura. El himno y la fórmula. Cada uno de los grandes pasos de la ciencia ha dado, cada vez, nuevos motivos para el ateo y nuevas alegorías al fideísta. ¿O no Newton hallaba a la Providencia en cada variación de las órbitas planetarias? Con los mismos datos y argumentos, Diderot decía “no hay Dios”, y Voltaire consideraba al ateísmo como una perversa conjura contra la razón. Los mismos datos, tan racional el uno como el otro. Si fuera riguroso conservar la fe de quien racionaliza, Kant no sería filósofo más que para los cristianos. Y no es así. Y no importa el credo, o descredo. Porque el asunto nunca estuvo ahí. No importa cuánto hurguemos en el conocimiento del mundo, de las cosas, los seres, o del conocimiento mismo. Ni Dios podría refutar lo real, ni viceversa.
La tercera gran analogía del pensamiento científico es la biológica. Es la de hoy. Y empezó sin borlote ni pleito. Quizá porque la evolución ha estado atestada de curas, desde la idea de evolución que anima a la filosofía moderna, la de Joaquín de Fiore, hasta la evolución estrictamente científica, con el monje Mendel. No sólo eso: Teilhard de Chardin, en su ferviente voluntad de validar datos evolutivos se fue a meter en un pleito horroroso, por unos huesos sembrados. Por muchas razones (y éste es un capítulo sabroso de la historia de las ideas, para otro día) con todo y el enorme atraso científico y tecnológico del mundo de lengua española, la teoría de la evolución se volvió propia desde 1898 y por otro cura: Juan González Arintero. Por alguna razón (y lo tendré que dejar para otro día), el mundo católico romano nunca tuvo querella con la idea evolucionista. Existe el pleito idiota de los creacionistas, pero es una patología de ciertos gringos, y de nadie más. Uno agradece la paciencia de santos de Stephen Jay Gould o Martin Gardner para lidiar con monos neoténicos faltos de entrenamiento.
De todos modos. Incluso desde la filología. Unos queremos un sentido (
ho lógos, se dice en griego) y creemos, por ejemplo, que en el comienzo era
ho lógos. Otros quieren una cuenta clara y objetiva, una pura deducción de hechos, al final (y, en griego: ¡
ho lógos!). Quien se meta al pleito de las demostraciones, que vaya solo. Ya todas las luces se apagaron en ese salón; sólo quedan ratas, cubetas con restos de agua podrida, y un vestido de novia comido por polillas.
Dije al principio que me daba vergüenza. Se trata de dos órdenes. Una tiene que ver con que no se puede ser católico sin un cierto malestar. Lo ejemplifico: hace unos días leía a Edmond Jabés: cuando se halla melancólico, o confundido, cuenta que suele recurrir en su fuero interno a un diálogo imaginario con los rabinos, en busca de luz y paz. Levinas dijo cosas semejantes. Y ésa es parte de mi vergüenza: como católico, la pura idea de recurrir imaginariamente a los prelados de mi propia Iglesia me produce una risa nerviosa.
La otra parte de esto es de otro orden. Sucede que más bien me gana una suerte de pudor decente con eso de andar esgrimiendo una fe como si fuera un argumento. Es trampa, es exhibicionista y no es jugar derecho. Por eso, prefiero otro rubro y arguyo en favor de una analogía. Digo que incluso... incluso como mero recurso de la inteligencia, la existencia de Dios me permite varios procedimientos. En primer lugar, ni la verdad ni el sentido dependen de que yo los comprenda. (Lo mismo se puede decir respecto del sufrimiento: si no hubiera Dios, carece de sentido —pero dije que de esto no iba a hablar.) Puedo andar por el mundo con dudas y confusiones porque Alguien, que no soy yo, y que tampoco es tan falible como yo, sostiene y garantiza el sentido. Si no fuera de ese modo, me declaro loco y ya. En segundo lugar, una serie de procedimientos del pensar se llenan de significación, aunque no ofrezcan ni una sola certeza sino el recorrido, la exploración, de un mundo del que no estoy obligado a dar razón. Por ejemplo, la alegoría, que no es un mero intento de ejemplificar sino una exploración del ser (Heidegger
dixit), y la analogía como forma no secuencial del conocimiento.
La analogía, la alegoría no producen conocimiento del modo en que nuestra modernidad demanda. No tienen esa forma de la objetividad que nos hace sentir técnicamente satisfechos. Pero cancelar esos recursos, simplemente equivale a dejar cundir una negra caries por la historia. Perderíamos medio Platón, todo Dante, tres cuartas partes de la poesía y las ganas hasta de oír música. Mejor no, y hasta podemos hacer más ancha la conversación. Y sin haber mencionado la fe como argumento, conste.