No soy fan de este señor, pero me parece muy atinado el comentario.
El asco
No es este, amables lectores, un artículo acerca del gobernador de Jalisco ni de sus filias y fobias. No se merece el personaje el espacio ni la atención, y nada han hecho quienes me leen para merecer que les ensarte yo ese tema para arrancar la semana.
Pero su más reciente exabrupto sirve para reflexionar un poco más a fondo acerca de la repulsión que algunos sienten por aquello que es diferente y que no alcanzan a comprender, ese rechazo casi irracional que muchos tienen para aquellos a los que no consideran dignos de un trato digno, o de una interlocución de iguales, o con méritos para sentarse a la mesa a discutir, a debatir, a ser parte de la agenda de “su” sociedad, de “su” nación.
Por supuesto que el asunto más visible y notorio a últimas fechas en México es el que se refiere a la homosexualidad, trátese de los matrimonios entre personas del mismo sexo o del derecho que esas parejas tengan a adoptar. Las expresiones de muchos sectores conservadores en contra de esos derechos se pueden entender, y forman parte del debate sano en todo país acerca de cuáles deben ser las normas de conducta que rijan la vida en sociedad.
Nada de malo tienen los argumentos de uno y otro lado en estas discusiones que tocan fibras tan sensibles y tan profundamente personales, y es saludable que este tipo de asuntos se aireen, que no se queden guardados en la gaveta por temor a herir susceptibilidades o a ofender a las buenas o malas conciencias. Las sociedades maduras enfrentan sus desacuerdos, incluso los más profundos, y los resuelven por diversas vías, casi todas institucionales, aunque atendiendo más a los principios jurídicos y de libertades que a los de satisfacer a las mayorías a costa de las minorías.
El problema surge cuando las partes en controversia deciden que es por la ruta de la denigración y la descalificación moral o personal como deben conducirse, ya sea por convicción o por cínica estrategia.
Poco hay que decir acerca de quienes, como simples ciudadanos, expresan aun las ideas y conceptos más retrógrados o cargados de odio. Si bien ese tipo de manifestaciones no pueden agradar a quienes, como yo, piensan que es en la diversidad donde se configura una sociedad incluyente, abierta y participativa, a fin de cuentas es también en la libertad de expresión donde debemos todos coincidir.
Así pues, ¿qué tiene de malo que un gobernador o un ministro de culto diga lo que sea, cuando sea y como sea?
Quienes ejercen algún tipo de liderazgo, sea político, religioso, espiritual o económico, deberían tener un mayor grado de responsabilidad cuando critican, denuestan o reprueban. No es una obligación legal, pero sí lo es ética y de congruencia elemental: no es apropiado que un representante de una iglesia condene ciega y furiosamente a quien no sigue sus preceptos o los mandamientos de su religión. Y no es correcto porque orilla a muchos de los fieles de dicha denominación religiosa a reprobar, a excluir, a discriminar a quienes piensan o actúan distinto. Pero allá ellos y su fe y su congruencia.
En lo que toca a los funcionarios públicos, electos o no, la cosa es muy distinta. Para empezar, un gobernante tiene la obligación de gobernar para TODOS, no sólo para su clientela o sus simpatizantes. Si eso aplica en materia de políticas públicas, imagínense, mis lectores, si debe o no aplicar para asuntos de moral pública. No es correcto, desde ningún punto de vista, que un gobernante exprese rechazo, aversión o asco por sus gobernados, sean o no una minoría, sean o no aceptados socialmente, sea o no popular su proveniencia o pertenencia, su filiación. No es correcto tampoco que un gobernante haga uso de recursos públicos para beneficiar a la iglesia a la que él pertenece, ni para satanizar a quienes discrepan de ella, ni para, de una u otra forma, incitar al odio, al rechazo, a la exclusión de cualquier grupo, por cualquier motivo.
Los gobernantes olvidan con frecuencia que están obligados con TODA la sociedad. Cuando leemos que un régimen totalitario o fundamentalista reprime a sus disidentes o a quienes profesan una religión, no dudamos en condenar tales actos. En esta ocasión no estamos hablando de Irán y los ayatolás, ni de China y el Partido Comunista, ni de la Junta que desgobierna Myanmar; no. Estamos hablando de nuestro país, de nuestros conciudadanos y, por supuesto, de nuestros impuestos, que son los que mantienen a personajes como el de marras.
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Internacionalista