Un largo cuento de terror (está medio largo, eh?)

ozmodiar

Bovino adolescente
#1
Uno de mis mejores amigos está haciendo sus pininos en eso de la escritura y me pasó esta historia para compartirla con ustedes. Espero que les guste.


Don Pepe siempre fue toda una leyenda en mi colonia. A pesar de que tiene más de un cuarto de siglo que falleció (en 1987) su nombre sigue presente entre las nuevas generaciones. Su casa (en la cual habita hoy en día uno de sus bisnietos) sigue siendo “la casa de Don Pepe” y es punto obligado de referencia para la mayoría: “¿la tortillería? te vas hasta la calle donde vivía Don Pepe y al llegar a la esquina das vuelta a la derecha” y la clásica “te veo en la esquina de la casa de Don Pepe” son frases que he escuchado infinidad de veces. Pues bien, Don Pepe era un hombre anciano, de esos de antes que se levantaba a las seis de la mañana para sentarse en un banquito frente a su casa para tomarse un tequilita (“aquí estoy, haciendo la mañana” solía decirle a quienes lo saludaban al pasar por allí), que a pesar de su avanzada edad aún pelaba la caña de azúcar usando solo sus dientes (presumiendo que en toda su vida solo había perdido uno, la primera y única vez que a su hija mayor se le había escapado una piedrita en los frijoles y le había roto una muela) y que tocaba algunos acordes de guitarra por las tardes, mientras observaba a los niños y jóvenes de la cuadra jugando futbol en la calle. Una de esas tardes, cuando estábamos jugando, uno de nuestros amigos pateó la pelota, enviándola al patio de la casa de una vecina que para nuestra mala suerte no estaba, lo cual hacía imposible recuperarla para continuar el partido. Don Pepe, al ver nuestra desesperación (íbamos empatados a dos goles con los niños de la otra cuadra y nos urgía anotar) le chifló al más chico de sus nietos, que aún no se había casado y a veces se quedaba varios días a visitarlo. El muchacho salió y después de explicarle nuestra situación, nos dijo que lo esperáramos para ver si se podía saltar la enorme barda que rodeaba la casa de la vecina saltando desde el techo de la casa de atrás. Mientras el muchacho se iba a cumplir con la delicada misión, Don Pepe se dispuso a contarnos una más de sus historias (las cuales nos juntábamos a escuchar casi siempre al terminar de jugar, mientras descansábamos y esperábamos a que nuestros padres nos llamaran a gritos para merendar y bañarnos).
-Hicieron bien en no tratar de entrar a la casa de Doña Lupe (no recuerdo el nombre exacto de la vecina) sin avisar, niños. Es muy peligroso que entren a una casa ajena sin ser invitados.
-¿Nos pueden confundir con rateros, Don Pepe?
-En el peor de los casos sí. –El anciano hizo una breve pausa mientras se rascaba el cuello antes de continuar.- Pero hay ocasiones en que pueden encontrarse con cosas muy feas. Cosas como la que nos encontramos mis compañeros y yo allá en mis tiempos, cuando me tocó ir a la sierra potosina.
En aquellos años, el joven que llegaría a ser llamado Don Pepe más de medio siglo después era soldado del ejército mexicano. Durante uno de los recorridos que realizaban por la zona de la huasteca potosina, les llegó la orden de salir hacia la sierra para buscar a una pequeña banda de hombres que habían estado robando ganado y que en su última incursión habían asesinado a tres hombres. El coronel al mando decidió que solo un pequeño grupo de hombres serían suficientes para llevar a cabo la tarea, así que reunió los que a su parecer estaban mejor preparados, entre ellos el soldado raso José Gómez, quien ya tenía mucha experiencia en combates y acciones de ese tipo. Tras alistar sus cosas, partieron en el tren que los acercaría a la zona donde esperaban encontrarse a los forajidos, teniendo el joven José un extraño presentimiento antes de salir de la zona militar. Tras llegar al pequeño caserío cerca de una cantera y contratar los servicios de un guía que conocía la zona, se internaron en lo profundo de la selva de la huasteca, tratando de encontrar el lugar donde los forajidos pudieran tener su escondite. Tras varios días de búsqueda infructuosa, y de rodear una zona la cual el guía les dijo “era muy peligrosa”, al fin lograron ver a lo lejos una columna de humo que les indicaba la presencia de alguien. Apuraron el paso y lograron llegar al sitio antes de que anocheciera. José y otro de los soldados se acercaron cautelosamente hasta el lugar: un pequeño claro junto a un riachuelo donde varios hombres descansaban mientras otros comían y fumaban. En el suelo había varias botellas tiradas, lo que indicaba que quizá la mayoría estaban borrachos, por lo que serían presa fácil de una emboscada. José regresó hasta donde el coronel y el resto de la tropa esperaban noticias y tras describirles la escena, los hombres prepararon sus armas y sigilosamente fueron a alcanzar a su compañero que se había quedado a vigilar a los sujetos. La escaramuza fue breve pero mortal. De los once presuntos forajidos solo cuatro quedaron con vida. La única baja de sus enemigos había sido el guía, quien descuidadamente se había expuesto para ver a los soldados en acción. En las alforjas de los sujetos encontraron una gran cantidad de dinero, el cual no pudieron explicar su procedencia, así que decidieron llevarlos consigo hasta el cuartel donde serían puestos a disposición de las autoridades civiles. Emprendieron la marcha de regreso al cuartel, llevando consigo el cadáver el guía para entregárselo a su familia “junto con algo del dinero que traían estos cabrones para que se ayuden” según palabras del coronel, y después de un día de camino, se dieron cuenta que estaban perdidos. Uno de los forajidos les explicó que podía ayudarlos a encontrar el camino a Tamasopo o Aquismón (localidades en la huasteca potosina) a cambio de que lo dejaran libre. El coronel ordenó que no se le diera comida ni agua al hombre para que cooperara “por las buenas” y la tropa continuó la marcha. Dos días después, decidieron enterrar el cuerpo del guía, pues ya estaba comenzando a oler mal. Después de una sencilla ceremonia, obligaron a los prisioneros a amontonar piedras sobre la tumba para marcar el lugar y evitar que las alimañas se comieran el cuerpo y continuaron su camino. Pasó un día más y los hombres comenzaron a inquietarse. De repente les dio la impresión de que ya habían pasado varias veces por el mismo sitio y que estaban caminando en círculos. Al fin, a la hora de la cena, el prisionero que estaba en ayuno no pudo más y rompió el silencio. Tras comer un poco de conejo asado y dos tortillas, el sujeto les dijo que en efecto, estaban caminando en círculo y que había un lugar por el que podrían cortar camino y llegar a alguna población o en su defecto, encontrar las vías del tren para guiarse hasta Tamuín o Ciudad Valles. El coronel ordenó a sus hombres que ataran bien a los prisioneros y que se dispusieran a descansar, pues al día siguiente harían doble jornada hasta estar enfilados hacia alguna población. A la mañana siguiente, casi antes de que saliera el sol, los hombres emprendieron la marcha. Casi a mediodía habían avanzado un buen trecho y el camino se les hacía completamente desconocido, lo que les indicaba que quizá estaban cerca de su destino. Fue casi al atardecer cuando comenzaron los problemas. Al llegar hasta lo que parecía ser un desfiladero o barranco, el coronel tomó sus binoculares y por primera vez en días logró ver el firmamento. De pronto, su vista se quedó fija en un lugar a lo lejos, lo que puso en alerta a sus hombres.
-¿Qué pasó, mi coronel?
-¿Algún problema, mi coronel?
-Ninguno. Me parecía haber visto algo y en efecto, como a diez kilómetros de aquí se ve una casa. Vamos para allá a ver si las gentes que viven allí nos pueden dar alojamiento esta noche y si nos guían para llegar a la ciudad. ¡En marcha!
Tras el “sí señor” que exclamaron, los hombres se pusieron en camino. No se dieron cuenta que entre más se acercaban al lugar, la selva se iba quedando en silencio, pues ya no se escuchaban ni el canto de las aves ni el sonido de los insectos. Sin pensar en esos detalles, la tropa avanzó hasta llegar a una distancia en que la casa en cuestión se veía a simple vista. El coronel sacó sus binoculares y nuevamente observó el lugar.
-Qué raro.
-¿Qué pasa, mi coronel?
-La casa…parece que está deshabitada. Se ve como si hubiera sido abandonada hace muchos años.
-¿Qué procede, señor?
-Vamos a acercarnos más. Esto no me gusta para nada.
Los hombres obedecieron y se acercaron a la casa hasta llegar hasta una elevación del terreno a una distancia prudente, desde donde observaron el lugar. El coronel se extrañó mucho al ver a una pareja de ancianos sentados en unas mecedoras de madera en el porche de la casa. Después de pensar un instante, supuso que todo tenía sentido. Quizá la casa estaba en malas condiciones debido a que la anciana pareja no podía darle mantenimiento, y si no los había visto antes era porque quizá se encontraban en el interior de la casa y ahora habían salido a disfrutar del aire fresco del atardecer, después de un día de intenso calor.
-¡Soldado Gómez!
-¡Señor!
-Esto no me da buena espina. Usted y el soldado García van a ir hasta allá y después de que le expliquen a esos señores nuestra situación, revisarán la casa para ver si no hay nadie más adentro. ¿Entendido?
-¡Sí señor! –Respondieron ambos soldados al mismo tiempo.
-Los demás… ¡cúbranlos!
El resto de la tropa se colocó en posición. Después de poner de rodillas a los prisioneros (para evitar que escaparan) uno de ellos los apuntó con su arma mientras que sus compañeros apuntaban sus rifles hacia la casa, mientras que los soldados Gómez y García se dirigían hacia ella a través de una vereda, Tras perder de vista a sus hombres durante un instante, el coronel suspiró aliviado al verlos salir de entre la espesa maleza y dirigirse hacia la enorme casa de madera. Sin embargo, su tranquilidad se convirtió en nerviosismo al ver que ambos soldados se introducían a la casa sin dirigirles la palabra a los ancianos que estaban en la entrada, quienes solo se voltearon a mirar a los uniformados cuando pasaron junto a ellos.
-¡Méndez, dispare al aire!
-¡Sí, señor! –Exclamó el aludido antes de obedecer la orden y hacer un disparo de advertencia, señal que fue escuchada por sus compañeros, quienes de inmediato, salieron corriendo de la casa para regresar hasta donde estaban los demás.
Después de unos instantes, ambos hombres regresaron y después de saludar a su oficial lo pusieron al corriente de lo que habían encontrado.
-¡Con la novedad, mi coronel!
-¡La casa está completamente deshabitada!
-¿Estan seguros? –Inquirió su superior, mirándolos incrédulamente.
-Seguros, mi coronel.
-Adentro está bien oscuro, pero entra un poco de luz por una ventana.
-Y solo vimos algunos muebles de madera en lo que parecía ser la sala.
-¿Conque deshabitada, eh? ¡Entonces explíquenme como es que no vieron a esos dos viejitos que están en la mera entrada!
El coronel les extendió sus binoculares, invitándolos a que los usaran para comprobar lo que les había dicho. José Gómez fue el que lo hizo, y tras comprobar por sí mismo la presencia de los ancianos, se asustó y dejó que su compañero comprobara también lo que su coronel les había dicho.
-¿Qué hacemos, mi coronel? Le juro que no los vimos….
-Vamos a ir todos. ¡Suelten a los prisioneros!
-¿Señor?
-Suelten a los prisioneros y devuélvanles sus armas.
-¡Ya oyeron al coronel! –Exclamó uno de los soldados.- Suelten a esos cabrones y denles sus pistolas.
El soldado que había estado apuntándoles obedeció. Mientras que los prisioneros revisaban sus armas, el coronel se acercó a ellos y les habló seriamente:
-En cuanto todo esto termine, los que sobrevivan me regresarán las armas. ¿Entendido?
-¿Los que sobre…vivan? –Preguntó extrañado el que les había servido de improvisado guía.
-Naguales. –Respondió secamente el coronel.
Todos sintieron como un escalofrío recorría sus espaldas.
-Señor…¿nuestras armas servirán contra esos…naguales?
-Solo los van a atontar un poco. El único modo de matar a un nagual es cortándole la cabeza, sacándole el corazón y quemando el cuerpo. Y eso es lo que vamos a hacer. Alisten sus machetes y cuchillos, hasta el momento hemos visto solo a dos, pero puede haber más. Esa casa es un nido de crianza, ya lo he visto antes, pueden tomar muchas formas de animales para ir a robar niños y mujeres jóvenes que les sirven de comida. Nosotros no vamos a ser comida de nagual hoy. ¿Está claro?
-¡Sí, señor!
Los prisioneros asintieron y siguieron al coronel a través de la vereda que llevaba hasta la casa. Por un instante perdieron de vista la construcción y a los ancianos, y al salir de entre la maleza, lo único que vieron fue la casa y a dos enormes pájaros negros que se encontraban posando en las cabeceras de las mecedoras de madera casi podrida. El coronel esperó hasta que todos sus hombres llegaran para avanzar juntos hacia la casa armas en mano. En cuanto llegaron a unos cuantos pasos del lugar, el coronel le dijo a José en voz muy baja:
-¿Crees que puedas atinarle a esos pajarracos desde aquí?
-Creo que sí, señor. Necesito unos segundos para apuntar bien.
-Te cubrimos.
José asintió y se dejó caer al suelo mientras sus compañeros caminaban por encima y a un lado de él sin pisarlo, una táctica que les había servido en incontables ocasiones para sorprender al enemigo. José se esperó hasta que el último de sus compañeros pasara junto a él y le diera la señal: un ligero rozón con la bota en el costado; tras lo cual el coronel y los soldados se hicieron a un lado con un rápido movimiento, dejándole la vía libre para disparar.
El eco del disparo resonó en el silencio del lugar. Después, se escucharon los gritos de dolor de una persona y una especie de rugidos de algún animal salvaje. Cuando José se puso de pie, varios de sus compañeros ya estaban rematando en el suelo a lo que parecía ser una anciana mujer vestida de negro que salpicaba plumas, polvo y un líquido negro al ser impactada por las balas. El coronel, los forajidos y el resto de los hombres tenían rodeado lo que parecía ser un enorme perro negro, que se movía muy rápido de lado a lado, por lo que les era imposible dispararle sin arriesgarse a fallar. Desesperado, uno de los prisioneros se arrojó sobre la creatura, quien al verse agredida abrió sus fauces para morderlo en el brazo, dándole al resto de los hombres la oportunidad de dispararle. José llegó justo a tiempo para rematar a la creatura de un disparo en la cabeza. Al voltear al animal, se dieron cuenta que era el anciano, quien parecía estar vistiendo una especie de traje peludo a pesar del calor. La luz de la tarde se había terminado y mientras sus compañeros atendían al hombre herido, José le ayudó a otro de los soldados a encender una fogata. Quemaron los cuerpos de los ancianos, que ardieron fácilmente en las llamas, como si se tratara de maderas secas. Esa noche ninguno pudo dormir. El herido no llegó a ver la luz del nuevo día. Sus compañeros se habían quedado junto a él toda la noche, cuidándolo de las visiones que lo atormentaban en su lecho de muerte. Al final, había dicho algo como “al fin te vengué, hermanita” antes de exhalar su último aliento. Después de enterrarlo, los hombres fueron hasta donde estaba el coronel y le extendieron sus armas. El coronel las rechazó en silencio y tras hacerle una seña al resto de la tropa, los invitó con un gesto para que los siguieran. Al irse alejando de la casa, José alcanzó a escuchar una especie de risita burlona. Al voltear, miró sobre una de las mecedoras a una pequeña ave negra. Después de parpadear, se quedó quieto para tratar de mirar bien, pero ya no había nada, por lo que no le dijo nada al coronel ni a los demás. Casi a mediodía llegaron hasta las vías del tren, el cual pasó apenas un par de horas después, llegando a la ciudad de Tampico cuando ya caía la tarde.
-¿Nos va a llevar detenidos?
-Ustedes se bajan aquí. No quiero volver a verlos. ¿Entendido? –Respondió el coronel a la pregunta de uno de los forajidos.
-Gracias.
-¡Váyanse ya!
La tropa siguió hasta la siguiente parada, donde descendieron para dirigirse al cuartel militar, donde rindieron su informe de lo que había ocurrido. La versión oficial era que todos los forajidos habían sido abatidos a tiros, siendo la única baja un civil que le había servido de guía a la tropa. El coronel no mencionó nada del dinero, con la esperanza de entregarle una parte a sus hombres y a la familia del difunto, cosa que hizo al día siguiente, enviándole a los deudos el dinero con uno de sus hombres que regresaría a San Luis Potosí para estar de permiso con su familia.
Don Pepe terminó su relato, dejándonos completamente en silencio. Tan entretenidos estábamos que no nos dimos cuenta que su nieto ya había regresado con el balón y se nos había hecho de noche. Nos despedimos y regresamos a nuestras casas. Esa noche, yo no pude dormir a gusto, pues sentí como si algún nagual pudiera meterse por la ventana de mi recámara (la cual siempre se quedaba abierta para que entrara el aire fresco). Lleno de miedo, fui hasta allá para cerrarla y casi me da un infarto cuando sin querer le aplasté la cola a mi gatita, que maulló por el dolor y casi despierta a mis papás.


FIN:vientos:
 

ozmodiar

Bovino adolescente
#4
gracias, no es mío es de un amigo que se dedica a esto de la noveleada. alli en el sub foro literario ya compartí dos de sus trabajos por si quieren bajarlos, leerlos y darle su opinión (o unas mentadas pa'que mejor se dedique a otra cosa)
 

PETER666

Bovino adicto
#7
excelente historia, te sumerge conforme vas leyendola, felicitame a tu amigo y ojala puedas publicar mas de sus relatos, saludos
 
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