La victoria del Zócalo
El grito de abajo se impuso al Grito de arriba. Así debe haber sido hace millones de años cuando un hombre desde la boca de su cueva aulló por primera vez a un semejante asomado a la suya y estableció la comunicación humana, antes de que herramientas para ampliarla sofocaran la voz individual, mucho antes de que instrumentos totalizadores intentaran suplantar el vínculo inicial. La lección del Zócalo es clara: un puñado de dueños de su verdad puede derrotar a la gran maquinaria.
Hace dos años el Gobierno federal decidió desaparecer la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. De pronto miles de trabajadores se quedaron en la calle, en medio del aplauso de los medios informativos del carrusel oficial. Muchos aceptaron su liquidación, obligados por el hambre y la urgencia de cubrir deudas y necesidades familiares primarias. Otros, 16 mil 500, decidieron luchar. Acudieron a todas las instancias como parias que el destino se empeñó en deshacer y probaron la amargura de encontrar secas las pilas de todos los timbres que vos apretás. Parecían mendigos pidiendo limosna a personajes indiferentes que les decían vuelva el sábado.
Cansados, decidieron instalarse en el Zócalo. Llegaron el 3 de marzo con sus mujeres, sus niños, y la jaula de sus canarios. Armaron sus tiendas mientras comentaristas indignados por la usurpación del Zócalo sagrado montaban en cólera y clamaban el desalojo de los invasores. La embestida de la propaganda no doblegó a los sindicalistas. Más de seis meses transcurrieron sin que las autoridades se dignaran atender las quejas y peticiones, dando respuestas que iban del silencio a siniestros cargos de corrupción sindical. Escandalosa fue la reacción por la venta de garnachas y elotes asados a la sombra de la gran bandera, qué falta de respeto, qué atropello a la razón, qué dirán los turistas, qué pena, qué policía tan inútil, que sigan hasta que se cansen, tarde o temprano se irán. Quienes estaban obligados a escuchar, respondían con su actitud inamovible de importamadrismo.
Pero, ¡ay diosito santo!, se llega la hora del Grito, con mayúscula, y los malvados siguen ahí. Ay nanita. Se examinan y descartan opciones como la de sacarlos a patadas, entregar el Grito por escrito y con acuse de recibo al velador del Palacio o darlo en otro lugar. 48 horas antes de la noche festiva una epidemia de ansias causa fiebres espasmódicas y se aceptan todas las peticiones. Todas. El reloj de Catedral no se detiene y lo que durante dos años fue un manojo de caprichos absurdos, florece en soluciones milagrosas. La primera: reconocer al Sindicato Mexicano de Electricistas como interlocutor válido. Las demás van desde la devolución de cuotas sindicales hasta la liberación de presos culpables anoche, inocentes al amanecer. Sólo cuando se vieron en el rincón del ridículo, el mismo de Fox ante el desacato y prisión de López Obrador, llamaron a los repudiados a una junta nada menos que en el palacio de Cobián con los secretarios de Gobernación y del Trabajo y la mediación clave del Jefe de Gobierno del Distrito Federal y les aprobaron la lista completa de peticiones, dónde firmamos, váyanse por favor, qué más, lo que quieran, pero devuélvanos el Zócalo y el balcón central insustituible.
Dos años después del ninguneo, la extenuación y la manipulación informativa, un plantón exige el derecho de los agraviados. La fuerza de la calle, la toma de la plaza pública mostró cómo bajo la sotana de la soberbia los poderosos ocultan sus pies de barro. Hacemos aquí abstracción de las demandas de los electricistas, no las juzgamos, no son sus condiciones el motivo de este Bucareli. Lo importante es el hecho de doblegar el sistema mediante un procedimiento primitivo, tan antiguo como el de nuestro antepasado de la cueva, el descubridor de la comunicación como defensa y no como instrumento de sojuzgar. La recuperación del Ágora.
Cuando las cosas se ponen en su lugar y los hombres advierten su auténtica dimensión todos ganamos. Ganamos cuando un puñado de ciudadanos nos hace recobrar la confianza en la Justicia, estructura fundamental de la sociedad, cuando la palabra recupera su esencia. David tardó cuarenta días en vencer al filisteo.
Toda derrota, en este caso la de un grupo de funcionarios, tiene la consecuencia correlativa de producir triunfadores. Y junto a los daños, también hay victorias. La de los trabajadores, por supuesto, y la de quienes en la política definida como juego de fuerzas supieron mover sus fichas.
La razón colectiva es como el agua: va encontrando sus caminos.
Nada la detiene.