Leyendas de México - Varios estados

Midael

Bovino maduro
#41
El Perro Prieto
Leyenda de Veracruz

En Alvarado había empezado a correr el rumor de que un hombre malo molestaba mujeres, amenazaba maridos, robaba cosechas, entre otras cosas; muchos habían sido víctimas de las fechorías de ese hombre y, aunque casi todo el pueblo se lo había topado, nadie sabía quién era, donde vivía ni cómo se llamaba.

La gente del pueblo se reunió y todos acordaron buscar al hombre malo para enfrentarlo y obligarlo a dejar el pueblo, pero él no apareció.

Nadie volvió a verlo después de ese día, como si supiera que lo esperaban para lincharlo. Un día, una señora que salía del mercado con sus frutos para la comida, se topó con un perro prieto que no le permitía el paso. Era un perro de mirada profunda, colmillos afilados y un gruñido que espantaba; no ladraba, pero su presencia intimidó a la señora que no se atrevía a acercarse más al perro.

Cuando su hijo la vió afuera del mercado, le dijo que su padre la esperaba en casa. “¿Qué haces, pues?” preguntó el hijo, “Nada, que este perro no me deja pasar”, contestó la señora. “Es solamente un perro hambriento, dale un pedazo de pan y no va a molestarte”. La señora hizo lo que su hijo le dijo, sacó un pedazo de pan de su morral y se lo ofreció al perro; este aceptó el regalo de la señora pero no dio tiempo a que ella retirara la mano y se la mordió; así, frente a su hijo y frente a la gente que andaba por ahí, el perro le arrancó la mano de una mordida y luego salió corriendo. Todos quedaron espantados, porque era normal ver perros en el mercado y nunca había pasado nada parecido.

Otro día, cuando unos campesinos volvían a su casa después de una larga jornada de trabajo, el perro prieto les salió al paso y los campesinos quisieron ser amistosos con él pues parecía que se iba a dejar acariciar, pero cuando estuvo cerca, los hombres se asustaron porque tenía la mirada profunda y mostraba sus brillantes colmillos amenazadores. Los campesinos quisieron rodearlo, y el perro no se los permitió atacando a uno de ellos, dejándole un impresionante agujero en la pantorrilla. Los días siguientes la gente estaba temerosa del perro, no ofrecían alimento ni saludos a ningún perro en la calle, pero el perro no esperó que la gente se volviera a acercar a él, simplemente comenzó a hacer fechorías en el mercado, se metía a las casas y comía lo que encontraba, destrozaba todo a su paso y consiguió que todo el pueblo lo odiara.

Un día un hombre se encontró con el perro en el mercado destruyendo un puesto de frutas, entonces se armó de valor y empezó a golpearlo con una vara de pirul. Le pegó y le pegó hasta que el perro no pudo moverse. La gente se acercó para ver como el hombre acababa con el perro prieto; cuando todos aplaudieron festejando la gran hazaña, el perro se enderezó parándose sobre sus patas traseras y, con sus patas delanteras, comenzó a arrancarse el pellejo de la cara. Para sorpresa de todos, bajo aquel pellejo apareció el hombre desconocido que semanas atrás había hecho maldades en el pueblo. El hombre malo se despojó de su piel de perro y se echó a correr ante la mirada atónita del pueblo. Nunca lo volvieron a ver y nadie supo cómo había ocurrido aquello, pero lo cierto es que los perros del pueblo, nunca volvieron a recibir el trato amable al que estaban acostumbrados.
 

Midael

Bovino maduro
#42
El Canancol
Leyenda de Campeche

Cuénteme, don Nico: ¿por qué pone ese muñeco con esa piedra en la mano en medio de su milpa?, pregunté un día a un ancianito agricultor.

Su cara se animó con una sonrisa de niño, en tanto que me contestaba: sé que usted no cree, pero le diré: soy pobre, muy pobre y no tengo quien me ayude a cuidar la milpa, pues casi siempre cuando llega la cosecha, me roban el fruto de mis esfuerzos. Este muñeco que ve no es un muñeco común; es algo más; cuando llega la noche toma fuerzas y ronda por todo el sembrado; es mi sirviente… se llama Canancol y es parte mía, pues lleva mi sangre. El sólo me obedece a mi… soy su amo.

Don Nico siguió diciendo: después de la quema de la milpa se trazan en ella dos diagonales para señalar el centro; se orienta la milpa del lado de Lakin (Oriente) y la entrada queda en esa dirección. Terminando esto, que siempre tiene que hacerlo un men (hechicero) se toma la cera necesaria de nueve colmenas, el tanto justo para recubrir el canancol, que tendrá un tamaño relacionado con la extensión de la milpa. Después de fabricado el muñeco, se le colocan los ojos, que son dos frijoles; sus dientes son maíces y sus uñas, ibes (frijoles blancos); se viste con holoch (brácteas que cubren las mazorcas).

El canancol estará sentado sobre nueve trozos de yuca. Cada vez que el brujo ponga uno de aquellos órganos al muñeco, llamará a los cuatro vientos buenos y les rogará que sean benévolos con el dueño de la milpa, quien la trabaja; y le dirá, además, que es lo único con que cuenta para alimentar a sus hijos. Terminado el rito, el muñeco es ensalmado con hierbas y presentado al dios Sol y dado en ofrenda al dios de la lluvia; se queman hierbas de olor y anís y se mantiene el fuego sagrado por espacio de una hora; mientras tanto, el brujo reparte entre los concurrentes balché, que es un aguardiente muy embriagante, con el fin de que los humanos no se den cuenta de la bajada de los dioses a la tierra. Esta es cosa que solo el men ve.

La ceremonia debe llevarse a efecto cuando el sol está en el medio cielo. Al llegar esta hora, el brujo da una cortada al dedo meñique del amo de la milpa, la exprime y deja caer nueve gotas de sangre en un agujero practicado en la mano derecha del muñeco, agujero que llega hasta el codo.

El men cierra el orificio de la mano del muñeco, y con voz imperativa y gesticulando a más no poder, dice a éste. Hoy comienza tu vida. Este (señalando al dueño), es tu señor y amo. Obediencia, canancol, obediencia… que los dioses te castigarán si no cumples. Esta milpa es tuya. Debes castigar al intruso y al ladrón. Aquí está tu arma. Y en el acto coloca en la mano derecha del muñeco una piedra.

Durante la quema y el crecimiento de la milpa, el canancol está cubierto con palmas de huano; pero cuando el fruto comienza a despuntar, se descubre… y cuenta la gente sencilla que el travieso o el ladrón que trate de robar recibe pedradas mortales. Es por lo que en las milpas nunca roban nada.

Es tan firme esta creencia, que si por aquella época y lugar se encuentra herido algún animal, se culpa al canancol.

El dueño, al llegar a la milpa, toma sus precauciones y antes de entrar silba tres veces, señal convenida; despacio se aproxima al muñeco y le quita la piedra de la mano; trabaja todo el día, y al caer la noche, vuelve a colocar la piedra en la mano del canancol, y al salir silba de nuevo. Cuando cae la noche, el canancol recorre el sembrado y hay quien asegura que para entretenerse, silba como el venado.

Después de la cosecha se hace un hanincol (comida de milpa) en honor del canancol; terminada la ceremonia se derrite el muñeco y la cera se utiliza para hacer velas, que se queman ya en el altar pagano, ya en el altar cristiano.
 

Midael

Bovino maduro
#43
El Cocay
Leyenda de Quintana Roo

Hace mucho tiempo en la tierra del mayab existió un señor muy querido por todos sus habitantes, pues era el único que podía curar todas las enfermedades que aparecían en esa tierra. Cuando los enfermos iban a rogarle que los aliviara, el señor nunca se negaba a sus servicios y siempre estaba en la mejor disposición de curarles y nunca de los nuncas ocurrió que no curara a alguien de algún padecimiento pues todo lo hacía con el corazón. El señor que los curaba siempre portaba una hermosa piedra color verde en su bolsillo. Cuando se disponía a curarles tomaba la piedra color verde entre sus manos y susurraba unas palabras que dedicaba a los vientos para así poder ejercer todo su poder curativo. Muchas veces logró sanar y aliviar a mucha gente con padecimientos mortíferos, incluso la gente que habitaba las tierras del mayab aseguraba que ese hombre realizaba sanaciones milagrosas. Y por ello es que la gente lo quería tanto, llenándolo de flores y comidas que preparaban las mujeres de la tierra del Mayab en manera de agradecimiento. Para el señor que los curaba, su piedra color verde y su fe eran suficientes para sanar cualquier mal.

Pero una mañana, el señor se encontraba muy cansado después de depositar tanta energía en curar a la gente y decidió salir a dar un paseo a la selva buscando tranquilidad; durante su caminar encontró un lugar hermoso que lo invitaba a contemplarlo por un rato, así decidió recostarse un rato y se entretuvo horas completas al escuchar el canto de los pájaros. De pronto, unas nubes negras se apoderaron del cielo y empezó a caer un gran aguacero. El señor se levantó y corrió a refugiarse de la lluvia, pero por la prisa no se dio cuenta que su piedra verde se le salió del bolsillo. Al llegar a su casa lo esperaba una mujer para pedirle que sanara a su hijo, el señor aceptó lleno de gusto y buscó su piedra de color verde y sorprendido notó que no estaba. Muy angustiado quiso salir a buscarla pero creyó que se tardaría demasiado en hallarla en ese inmenso bosque, así que mandó reunir a varios animales.

Pronto llegaron el venado, la liebre, el zopilote y el cocay. Muy serio, el señor les dijo:

-Necesito su ayuda; perdí mi piedra verde en la selva y sin ella no puedo curar. Ustedes conocen mejor que nadie los caminos, las cavernas y los rincones de la selva; busquen ahí mi piedra y quien la encuentre, será bien premiado.

Al oír esas últimas palabras, los animales corrieron en busca de la piedra verde. Mientras, el cocay que era un insecto muy empeñado volaba despacio y se preguntaba una y otra vez:

-Dónde estará la piedra? tengo que encontrarla, sólo así el señor podrá curar de nuevo.

Y aunque el cocay fue desde el inicio quien más se ocupó de la búsqueda, el venado encontró primero la piedra. Al verla tan bonita, no quiso compartirla con nadie y se la tragó.

-Aquí nadie la descubrirá –se dijo-. A partir de hoy yo haré las curaciones y los enfermos tendrán que pagarme por ellas.

Pero en cuanto pensó esas palabras el venado se sintió enfermo, le dio un dolor de panza tan fuerte que tuvo que devolver la piedra, luego huyó asustado.

Entre tanto el cocay daba vueltas por toda la selva. Se metía en los huecos más pequeños, revisaba todos los rincones y las hojas de las plantas. No hablaba con nadie, solo pensaba que lugar estaría la piedra verde.

Para ese entonces, los animales que iniciaron la búsqueda ya se habían cansado. El zopilote volaba demasiado alto y no alcanzaba a ver el suelo, la liebre corría muy aprisa sin ver a su alrededor y el venado no quería saber nada de la piedra; así, hubo un momento en que el único en buscar era el cocay.

Un día después de horas enteras de meditar sobre el paradero de la piedra, el cocay sintió un chispazo de luz en su cabeza:

-Ya sé dónde está! –gritó feliz pues había visto en su mete el lugar en que estaba la piedra. Voló de inmediato hacia allí y muy pronto halló la piedra y más pronto se la llevó a su dueño.

-Señor, busqué en todos los rincones de la selva y por fin hoy di con tu piedra –le dijo el cocay muy contento, al tiempo que su cuerpo se encendía.

-Gracias, cocay –le contestó el señor- tú has logrado tu propia recompensa. Tendrás de ahora en adelante una hermosa luz que saldrá de tu cuerpo y brillará tanto que alumbrará todos tus caminos. Representa la nobleza de tus sentimientos y lo brillante de tu inteligencia. Desde hoy te acompañara siempre para guiar tu vida.

El cocay se despidió muy contento y fue a platicarles a los demás animales lo que había pasado.

Todos lo felicitaron por su nuevo don menos la liebre que sintió envidia de la luz del cocay y quiso robársela.

-Esa chispa me quedaría mejor a mí- pensó la liebre.

Así, para lograr su deseo espero a que el cocay se despidiera y comenzó a seguirlo por el monte.

-Cocay! Ven, enséñame tu luz –le gritó al insecto cuando estuvo seguro de que nadie los veía.

En cuanto el cocay detuvo su vuelo la liebre aprovechó y le saltó encima. El cocay quedó aplastado bajo su panza y ya casi no podía respirar cuando la liebre empezó a saltar de un lado a otro, porque no veía al cocay y creyó que el cocay se le había escapado. Entonces el cocay empezó a volar despacio para esconderse de la liebre. Ahora, fue el quien la persiguió un rato volando arriba de ella sin que se diera cuenta, después se puso encima de su frente al mismo tiempo que se iluminaba. La liebre se llevó un susto terrible, pues creyó que le había caído un rayo en la cabeza y aunque brincaba no podía apagar esa luz que pensaba era fuego en su cabeza. Asustada la liebre llegó hasta el cenote y en su desesperación se aventó al agua, sólo así evitaría que se le quemara la cabeza. Pero en cuanto saltó, el cocay voló lejos y desde lo alto se río mucho de la liebre que trataba de salir del cenote toda empapada. Desde entonces, hasta los animales más grandes respetan al cocay, no vaya a ser que un día los engañe con su luz.

Quizá alguna noche en el campo hayas visto una chispa de luz que brilla y se mueve de un lado a otro, esa luz produce el cocay que es el nombre que le dan los mayas a la luciérnaga, cada vez que un cocay está encendido es porque está alumbrando su camino en busca de algo.
 

Midael

Bovino maduro
#44
El Santo Cristo de Astapa
Leyenda de Tabasco

Ruinas y sombras se combinaban entre los muros asaltados por la hierba. El curioso investigador se acercaba con sigilo a la iglesia derruida del otrora próspero pueblo de Astapa, cercano a Villahermosa. Allí, entre los carcomidos papeles de la sacristía, se topó con un viejo manuscrito, parecido a un mapa, donde se narraba el extraño suceso que a continuación de transcribe:

Refiere dicho documento, probablemente escrito por algún sacerdote que deseaba resguardar la memoria de aquella batalla, que en el año de 1598 llegaron a la villa de Santa María de la Victoria (hoy Villahermosa, Tabasco) unos piratas que se apoderaron de la región. Castellanos, criollos y mestizos del lugar fueron convocados por el alcalde para defender el territorio. Eligieron como sitio estratégico, para librar el combate, la parte sur del arroyo de los Cacaos, ubicado en el pueblo de Astapa. Allí construyeron una muy alta trinchera armada con dos pequeños cañones.

El manuscrito también describía cómo, apenas terminadas las trincheras, los pobladores destruyeron un puente construido desde tiempos de la Conquista; lo hicieron porque los piratas se enteraron de que las familias de la comarca se habían refugiado en la villa de Tacotalpa, llevando consigo sus joyas y objetos valiosos; así, después de que los asaltantes dejaran sus barcas en un punto entre los ríos Teapa y Jalapa, intentaron llegar hasta la villa para despojar a la población de sus tesoros.

En aquella comarca, desde tiempos remotos, era muy venerado el Santo Cristo, cuya piel morena era igual a la de los naturales devotos. Al día siguiente, los voluntarios defensores de la provincia fueron, como era de rigor, a encomendarse al milagroso crucifijo, antes de ocupar su lugar en la trinchera que los resguardaría de la batalla. Hacían grandes filas para entrar al templo, y frente a la santa imagen pedían auxilio y protección para salir avantes de la batalla, prometiendo a cambio misa y festejos nunca antes vistos en ese lugar.

Al siguiente día, quinto viernes de cuaresma, distribuidos en pelotones, se acomodaron detrás de las trincheras y esperaron hasta que los piratas, detrás de los guarumos y los cacaos, aparecieron. En ese momento se inició el combate más terrible presenciado hasta entonces en aquel paraje, siempre tan tranquilo y apacible.

Los piratas, acostumbrados a estos peligros, se echaron al arroyo y a nado intentaron llegar a la orilla desde donde peleaban sus oponentes. Los defensores de la comarca comenzaron a sentir temor, pero de improviso, cuando parecía que los invasores alcanzaban la orilla, estos se volvieron y precipitadamente nadaron hacia el lado contrario, arrojando sus armas al agua. En sus rostros se dibujaba el terror y, ante la huida, se determinó la derrota de los filibusteros, quienes fueron perseguidos por todo el lugar hasta llegar a la isla de Basurto, donde habían dejado sus embarcaciones, las cuales abordaron para navegar hasta la Nueva Villa de Santa María de la Victoria. De allí fueron desalojados unos días después por las tropas tabasqueñas dirigidas por el alcalde mayor de provincia.

La información encontrada en el manuscrito inspiró la leyenda de que la victoria de los tabasqueños se debió a la intervención directa del Santo Cristo de Astapa. Éste, tomando la apariencia de un guerrero, se cubrió de filosas armas y apareció cerca del arroyo para pelear contra los invasores, quienes al advertir el prodigio, huyeron despavoridos del lugar, dejando el motín en el lugar del combate.

Hoy en día, como testimonio de la gran batalla, pueden admirarse en las afueras de Astapa cuatro cañones arrebatados a los piratas. Estos son empleados para hacer las salvas en las fiestas religiosas dedicadas al Santo Cristo.
 

Midael

Bovino maduro
#45
El Enano de Uxmal
Leyenda de Yucatán

En la aldea de Kabán vivía una vieja con fama de bruja. Cierta vez encontró un huevo pequeñito y llena de alegría lo guardó en un sitio tibio y oscuro. Todos los días lo sacaba para contemplarlo y acariciarlo. Y sucedió que después de varias semanas, el huevo se abrió y nació un niño. La bruja lo arrulló, pero como no podía alimentarlo buscó una mujer recién parida. Vino la mujer y amamantó al niño como si fuera su propio hijo.

Al ver tanta ternura la bruja le dijo:

-De hoy en adelante tú serás la madre y yo seré la abuela.

El niño creció un palmo y no más y, en poco tiempo, cambió de aspecto, tuvo y se le hizo grande la nariz. Era, pues, un enano.

Cuando la bruja se dio cuenta de esto, quiso más a la criatura.

Como la mayor parte del tiempo la bruja permanecía junto al fogón, el enano sospechó que algún misterio guardaba aquel sitio y así se propuso averiguarlo. En un descuido de la bruja, hurgó en la ceniza y tropezó con un tunkul (instrumento de percusión hecho con un tronco hueco). En cuanto lo tuvo en sus manos, lo golpeó y su sonido se oyó a mucha distancia. Al oír tal ruido, la bruja vino, se acercó a su nieto y le dijo:

-Lo que has hecho ya no tiene remedio. Pero te digo que no pasará mucho tiempo sin que sucedan cosas que llenarán de espanto a la gente y tú mismo te verás envuelto en sus consecuencias.

El enano contestó:

-Yo no soy viejo y las veré.

La bruja replicó:

-Yo soy vieja y las veré también.

El rey de Uxmal y sus consejeros sabían que el ruido de aquel tunkul anunciaba el fin del reinado; pero estos, por no afligir a su señor, le dijeron:

-Lucha contra tu destino.

-¿Cómo? -pregunto el rey.

-Busca al que tocó el tunkul; acaso de sus labios oigas la verdad que necesitas.

El rey ordenó que sus guardias salieran en busca del que tocó el tunkul; y después de mucho andar, lo hallaron y lo trajeron al palacio. Al ver al enano el rey le dijo:

-¿Qué anuncia el ruido de ese tunkul?

-Tú lo sabes mejor que yo -contestó el enano.

-¿Me puedo librar de que se cumpla la profecía? -pregunto el rey.

-Manda hacer un camino que vaya de Uxmal a Kabán y cuando esté listo volveré y entonces te daré mi respuesta -dijo el enano.

El camino quedó hecho en poco tiempo y por él vinieron el enano y la bruja. Entonces el rey preguntó al enano:

-¿Cuál es tu respuesta?

-La sabrás si resistes la prueba que te pondré

-¿Cuál es?

-Que en tu cabeza y la mía se rompa un cocoyol (fruto de hueso muy duro)

-Está bien, pero tú sufrirás la primera prueba -dijo el rey.

-Acepto, si así lo deseas.

Se acercó el verdugo y colocó sobre la cabeza del enano un cocoyol y descargó un golpe.

El enano sacudió la melena y se levantó sonriendo. Entonces el rey, en el silencio, se quitó el manto y subió al cadalso y el verdugo le colocó un cocoyol en la cabeza. Al primer golpe el rey quedó muerto.

En el acto el enano fue proclamado rey de Uxmal y ese mismo día la bruja lo llamó y le dijo:

-Ya eres rey. Solo esto esperaba para morir. No me llores porque mi muerte no es cosa de dolor. Cumple con la justicia que aprendiste de mí. Oye el consejo de todos y sigue el mejor. No le tengas miedo a la verdad aunque sea amarga. Sé antes benigno que justo. Destierra de tu corazón la venganza. Acata la voz de los dioses pero no seas sordo a la de los hombres. No desdeñes a los humildes y no te confíes, ciego, en los poderosos.

Por un tiempo el enano siguió los consejos de la bruja y la felicidad se extendió por el reino. Pero con los años cambió de espíritu, cometió injusticias, se volvió tirano y tanto creció su orgullo que un día dijo a sus consejeros:

-Haré un dios más poderoso que todos los dioses que nos rigen.

Y enseguida mando hacer una estatua de barro y la puso sobre una hoguera y con el fuego se endureció y vibro como si fuera campana. Entonces el pueblo creyó que la estatua hablaba y la adoro. Por esta herejía, los dioses destruyeron Uxmal.
 

Midael

Bovino maduro
#46
El Duende
Leyenda de Chiapas

Espiíta fabuloso, amo seductor de la tranquilidad y el consuelo, reposo y la frescura; interruptor de la ociosidad o la meditación, atentador de la paz y el sosiego; duende de odio que abatiste una costumbre, una necesidad, un deleite, doblegando al hombre a la fatiga sin reparo, al calor sin mitigación, a la mente sin libredumbre, a la desazón sin calma.

Nuestras tierras del sur; sierras, bosques, selva y mar, ríos caudalosos y arroyos risueños, feraz todo como la imaginación y la ansiedad del hombre; precipicio de pasiones, altitud de amor; lucha contra los elementos, contra el sol que calcina y el calor que agobia. Pulmones atormentados, gargantas insaciables, ánimos que se vencen impotentes, laxitud de músculos. El hombre busca sus remansos, y los hay en las casonas con sus correderas donde desfila un céfiro que alivia, las sombras caprichosas de los frondosos mangos, almendros, cocoteros, y algún viejo laurel perdido, viento perfumado que rompe el sereno espejo de alguna fuente tendida. Y todas las costas, las hamacas.

Ellas recogen el aura que se encierra en los cópulos invisibles de la atmosfera y la pasean en su vaivén de un lado al otro de nuestros cuerpos agradecidos. Ellas nos dan placidez y la ternura del tiempo. A la caída de la tarde, en el principio de la noche, el calor abruma y atenaza y sólo la brisa de la hamaca nos consuela cuando empieza a penetrar el furtivo frescor de la madrugada con el fino sereno cargado de balsámica humedad.

Las casas de la costa, casi todas, son de paredes muy altas, sin cuartos distribuidos en su interior. Un cuadrado o un rectángulo lo aposentan todo, y si a esta simple disposición agregamos un brillante piso de cemento o de rojizos ladrillos, y un techo de tejas coloradas, ya se tiene una casa fresca y confortable. Poco exigentes, en una esquina puede ubicarse una sala y en la opuesta el dormitorio; pero si se es escrupuloso de la privacía, un pequeño cancel formado por bastidores y lona encalada puede satisfacerla. Más donde quiera que se viva, debe haber una hamaca, que es en todos sentidos lo más funcional y alentador.

Hace muchos años, costumbre de todo el sureste, era el uso generalizado de las hamacas. Se hacía uso de ellas para descansar y dormitar en las siestas y para dormir lo más tranquilo posible por las noches. Más ocurrió que, en la costa de Chiapas, un día dejaron de dormir sobre el lecho tendido que se mece. Desde entonces, todos se hicieron de una cama o un simple catre; como el que escoge su propio tormento. La hamaca se abandonaba cuando el sueño llegaba bajo los parpados sudorosos.

¿Por qué ocurrió este cambio lógicamente inexplicable? En todos los poblados del sureste, desde la punta del Caribe, Yucatán, Campeche, Tabasco y el resto de Chiapas y Oaxaca, la hamaca es útil día y noche. Lecho placentero y necesario. Pero en nuestra costa se enreda por si misma enjuta y abandonada o se desprende de sus amarras por las noches. Una sucesión de acontecimientos inexplicables ocurridos a mucha gente, hizo naces la sensación de algo sobrenatural. Una leyenda sirvió para advertir la razón de esta importuna abstención.

Fue a Vicente, un trabajador oaxaqueño que desempeñaba el cargo de caporal en el rancho ganadero de don Fidel, llamado “Las Brisas”, a quien le pasó algo inusitado. El rancho estaba situado cerca del mar, por ende ahora germina el cambio con el hallazgo de nuevos mantos petrolíferos.

Dormía solitario este buen hombre en una apartada cabaña de madera y troncos de palmeras con techadumbre de guano. Su cuerpo fatigado se tendía sobre la hamaca traída desde su nativo Juchitán.

Una noche como tantas hay en el lugar, estrelladas en el cielo y silenciosas en el espacio, cuando todos los rancheros reponían las energías gastadas durante las faenas del campo, un ser invisible y misterioso se dio a la tarea de mecer al cansado Vicente, quien soñando en una brisa salpicante de frescura, dejaba transcurrir su sueño entre el sonido de trac-trac-trac que con su amable monotonía, al rozar de los mecates con las vigas de donde se suspende el aéreo lecho, arrulla al durmiente como madre cariñosa. Más un vendaval empezó a cambiar el ritmo de la noche. Azotó las hojas de las palmeras y sacudió el tallo de los arbustos y el tronco soñero de los árboles.

El frio del aire se metió entre los huecos de la hamaca y abrazaron el cuerpo inerte del durmiente. Abrió los ojos con azoro y reparó con miedo que una fuerza misteriosa lo estaba meciendo; pero entonces con tal fuerza, que el roto compás se alteraba en violentos giros a punto de estrellarlo contra el techo, creyendo que alguien le hacía una maldad, con ira comenzó a dar gritos y proferir insultos.

Quería ver la cara del bromista compañero del trabajo, que no reparaba en respeto alguno. Más temiendo que pudiera ser arrojado contra el techo, se dejó caer presa del pánico. Eran más de las 12 de la noche. Los demás compañeros que dormían en placidez de una quietud bien hechora, despertaron alarmados al escuchar los gritos de Vicente.

Miraron por dónde venían los gritos e improperios y vieron al amigo transido de coraje, con el machete en la mano diestra, lanzando al aire imaginarias cortadas, tajos de muerte a quien no existía. Una luz mortecina de un viejo quinqué con su bombilla de vidrio iluminaba entre sombras al iracundo Vicente con la boca llena de espuma y los ojos desorbitados.

¿Qué te pasa, Vicente? ¿Te has vuelto loco o acaso sueñas con una criatura del infierno? ¿A quién deseas matar; cuando estás solo con tu sombra?

Al hijo de tal por cual que me tiró de la hamaca y que por un pelito me mata.

Después de un largo silencio, en que nadie se atrevía a hacer conjeturas, Vicente reflexionando agregó: pero si es que no veo a nadie, ni ustedes lo ven, ni hemos visto salir a nadie después de caerme de la hamaca, o es un fantasma o es el dueño de este lecho de muerte de quien me ha lanzado de él, molesto por haberme metido entre estas cuerdas, no, no ha sido un ser humano.

Todos rieron de buena gana. Para disipar el miedo que todos disimulaban, abrieron una botella de comiteco y libraron hasta llegada el alba, que señalaba la hora primera de la faena.

Hechos iguales volvieron a suceder en una y otra estancia. La creencia de un ser fantasmal dio nacimiento a mil conjeturas del más allá. Alguien había muerto mientras lo mecían en una hamaca y había vuelto a vengarse de todos los que se arrullaban en el tendido lecho. El duende se llamó, aquel fenómeno deletéreo, nacido del más allá. De vaquería, como reguero de pólvora, corrió la versión acaso deformada, en mucho por la imaginación. De las rancherías paso a los pueblos y ciudades.

Hubo quien diera señales de haberlo visto y adornó en su magín sus características: alto y delgado, como todo ser que deambula por el mundo de las fantasías; quién, no sólo no era alto sino pequeñito como un enano o más grande que un gnomo, como en los viejos cuentos del Medievo. Otro que había platicado él y recogido la advertencia de que en las noches no consentiría que nadie durmiera en hamaca. Estas debieran estar vacías, porque allí posaban incorpóreos seres que en la vida sobrenatural, extrañaban la caricia de sus vaivenes.

Desde entonces, cuando alguien permanece más tiempo del que la tarde tolera, se le advierte que será lanzado de la hamaca por el duende. Las madres asustaron a sus pequeños hijos con las narraciones de esta aparición fantástica. De tajo se cortó el viejo hábito. Y la tradición arrastra la conseja y el temor; en una nueva costumbre: las hamacas por la noche se quedan, en la costa de Chiapas, vacías. La llenan los espíritus.
 
#47
Muy buenos relatos hacen que uno se imagine como fueron las cosas. O como muchos diran hacen viajar hacia el pasado y ver las escenas de como fueron los hecho. Saludos desde Guanajuato
 

Midael

Bovino maduro
#48
Acatl y Quiáhuitl
Leyenda de Guerrero

La tribu Yope estaba asentada en las inmediaciones de la bahía (actualmente Acapulco) y de repente se ve atacada por otra tribu de origen náhuatl que los derrota y los obliga a huir. Esta tribu náhuatl era nómada y se establecería transitoriamente en el lugar arrebatado a los Yopes.

Durante el tiempo establecido en la cuenca de la bahía, en la tribu náhuatl, la mujer del jefe de dicha tribu da a luz a un varoncito que le ponen por nombre Acátl (carrizo). El padre de Acátl encomienda a su hijo a la protección de Quetzalcóatl.

Pasado algún tiempo, los nómadas abandonan el lugar arrebatado a los Yopes y se retiran en busca de otros sitios de caza más abundantes de esa estación. Al transcurrir de los años, Acátl llega a la edad de buscarse una esposa y, con el consentimiento de su padre, parte en busca de ella y en su largo peregrinar llega al sitio donde se encontraba la tribu Yope (a quienes habían obligado a huir) y se enamora perdidamente de Quiáhuitl, la hija del jefe, sin saber que pertenecía a la tribu que su padre había derrotado en los alrededores de la bahía (de Acapulco).

El padre de Quiáhuitl (Yope) odiaba al padre de Acátl (Náhuatl) por haberlo expulsado de las inmediaciones de la bahía, se negó a la celebración de la boda y maldijo a Acátl, invocando a sus dioses para hechizarlo. Entristecido, Acátl tomó el camino de regreso a casa y dando paso a su desilusión y tristeza, sin saber que con ello se cumplía el hechizo, lloró tanto su amargura, que las lágrimas incontenibles de sus ojos humedecieron su atlético cuerpo, el cual poco a poco se fue deshaciendo, derritiéndose completamente, para convertirse en un charco de lodo y no se sangre, y de ese charco, como hijos de Acátl, comenzaron a brotar carrizos.

Al constatar el daño que le habían ocasionado a su protegido, Quetzalcóatl, furioso castiga a los Yopes en la persona de Quiáhuitl, a quien convirtiera en una nube cargada de energía. Una tarde esa nube penetra por la bocana a la bahía y habiendo localizado los carrizos, hijos de su amado Acátl, furia y celos la invaden e inmediatamente se arroja sobre ellos en forma de tromba, causando destrucción y arrasándolos para morir en el lodazal y fundirse con Acátl, realizando de esa forma el sueño de amor de esos dos jóvenes que pertenecían a dos pueblos opositores.

Esta leyenda de Acátl (carrizo) y Quiáhuitl dan origen a la palabra “Acapulco” (Acátl-Quiáhuitl) que significa “carrizos destruidos en el fango”, “lugar de las cañas en el lodo, “lugar de las cañas o carrizos grandes”, “Carrizal destruido”, “lugar donde fueron destruidos o arrasados los carrizos” y otras definiciones que siempre están relacionadas con carrizo (Acátl), lodo y agua de una nube (Quiáhuitl). Leyenda de amor de dos jóvenes divididos por el odio de sus pueblos.
 

Midael

Bovino maduro
#49
El Callejón del Muerto
Leyenda de Oaxaca

De la primera calle Morelos arranca en sentido diagonal y en dirección a la última de Matamoros, un tortuoso y angosto callejón, solitario y tétrico, que hace tiempo fue teatro de un misterioso asesinato y a la vez de un espeluznante suceso registrado momentos después de cometido aquel, lo que motivo que se le hubiese conocido, desde entonces, con el nombre del Callejón del Muerto.

Fue en aquel tiempo en que la ciudad se alumbraba con faroles de aceite, pendientes de mensuras de hierro empotradas en las esquinas, cuya luz mortecina y difusa apenas si alcanzaba a iluminar un escaso radio y los cuales se encargaban de encender los llamados “serenos” que, envueltos en amplias capas y provistos de una escalera y una alcuza, comenzaban su tarea por las calles de la ciudad un poco antes de cerrar la noche.

Uno de estos “serenos” fue quien resulto víctima de aquel crimen, cierta noche, en el solitario callejón del muerto, ya un tiempo apareció como protagonista, después del asesinato, del espeluznante sucedido cuyo relato corrió de boca en boca durante muchos años.

Aquella noche, profundamente oscura, se cernía sobre el silencioso reposo de la ciudad, como una amenaza, la negra mole de un cielo encapotado. Flotaba en el ambiente una atmosfera pesada y densa. Y rompían de vez en cuando, la callada quietud nocturna, los pasos acompasados de los “serenos” que hacían la ronda, arrancando secas resonancias al embaldosado de las banquetas.

Al sonar la última campanada de las doce en el viejo reloj de la Catedral de la ciudad de Oaxaca, se dejó oír, percutiendo en el silencioso recogimiento de la noche, el grito alerta de un “sereno”.

-Las doce y nubladoooooooo…

Y como escalonadas, a cortos intervalos, sobre el filo de la media noche fueron rodando las voces lejanas y apagadas de los demás “serenos” que anunciaban, según costumbre, la hora y el tiempo a los vecinos de la ciudad, entregados al sueño.

De repente, rasgando las impalpables entrañas del silencio, de aquel solitario callejón partió un “¡ay!” agudo, prolongado; un penetrante grito de agonía al que respondió el siniestro aullido de los perros de los contornos; aullido doloroso y lúgubre que delataba el paso sigiloso de la muerte… después, el silencio volvió a cubrir, como invisible mortaja, las densas sombras de la noche.

Por el sinuoso callejón del 2 de Abril descendía a paso apresurado la silueta de un hombre que hacia bailotear en su diestra un farol de mano. Era como una sombra que se movía y avanzaba velozmente, como si tuviese alas en los pies; parecía no andar, sino deslizarse sobre el suelo, silenciosamente, sin el más leve rumor que delatara sus pisadas. Al llegar a las antiguas calles del Marquesado, o sean las actuales División de Oriente, torció hacia la derecha, en dirección al templo de dicho barrio, y a poco estremecía la puerta del curato con recios e insistentes aldabonazos que urgían imperiosamente la presencia del párroco. Después de un rato de estar llamando fuerte y reiteradamente el cura apareció en el umbral.

-¡Vamos, hijo!... ¿Qué pasa?... ¡que te sucede!...

-disimule su merced lo intempestivo de la hora, en uno de los callejones de atrás de la soledad ha sido apuñalado un hombre y necesita confesión.

-¡Cómo!... ¿y no se te ocurrió recurrir al auxilio del cura de la soledad o el de san José?

-No, padre. El moribundo quiere que sea su merced quien lo oiga en confesión.

-Por el semblante del sacerdote cruzó una sombra de contrariedad. Pero condescendió.

-Bien, hijo, sus motivos tendrá. Aunque el tramo es largo y la noche esta oscura como boca de lobo, vamos, alumbra y guía.

A la mitad del callejón, tendido boca arriba, yacía el “sereno”, moribundo, mostrando tremenda puñalada en mitad del pecho. Era una puñalada de mano maestra, llegando el hombre del farol señalo el moribundo al curo:

-Ahí esta padre.

-Bueno. Toma el farol, que no lo necesito, y retírate a cierta distancia mientras lo confieso.

Retirándose su acompañante, el cura se inclinó sobre el moribundo y empezó a confesarlo. Fue una confesión larga y penosa, interrumpida a cada rato por los espasmos de la agonía. Mas la necesidad de descargar su conciencia hacía sobreponerse al moribundo, que al fin, pudo terminar su confesión. Después que lo absolvió, el cura se dirigió a su acompañante, hallándolo solamente el farol. Dio voces repetidamente llamándolo, pero nadie respondió. Intrigado por esta circunstancia y picado por la curiosidad de conocer quién era aquel al que había confesado en tan extrañas condiciones, el cura tomó el farol y volvió sobre sus pasos para examinar al difunto, haciéndose cargo de el por qué su acompañante había desaparecido misteriosamente.

En aquel momento el cura no podía dar crédito a lo que sus ojos veían: ¡Aquel desconocido que ahora yacía cadáver, a la mitad del solitario callejón, era el mismo que había ido a llamar a la puerta del curato!... ¡el mismo que lo había conducido ante su propio cuerpo, moribundo!... ¡luego había confesado a un muerto y el propio muerto lo había guiado!...

Sobrecogido de terror, con los cabellos erizados, y a tientas y como pudo porque no quiso volver a tocar la linterna que había ocupado el muerto, regreso al curato. Y muchos días después, presa de una violenta fiebre, aquel buen cura a quien no se sabe que oculto y misterioso designio había escogido para participar en tan terrible lance, se debatió entre la vida y la muerte. No murió. Pero, funesta consecuencia de aquella espeluznante aventura, conservo por el resto de sus días una completa sordera en el oído con el que escuchó la confesión del muerto.
 
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