Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pedofilia era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño. Sin embargo, esto formaba parte de una perversión de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba —incluso en el ámbito de la teología católica— que no existía ni el mal ni el bien en sí mismos. Existía sólo un «mejor que» y un «peor que». No habría nada bueno o malo en sí mismo. Todo dependía de las circunstancias y de los fines que se pretendían. Dependiendo de los objetivos y las circunstancias, todo podría ser bueno o malo. La moral fue sustituida por un cálculo de las consecuencias, y por eso mismo deja existir. Los efectos de tales teorías saltan hoy a la vista. En contra de ellas, el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica
Veritatis splendor, de 1993, señaló con fuerza profética que las bases esenciales y permanentes del actuar moral se encuentran en la gran tradición racional del ethos cristiano. Este texto se ha de poner hoy nuevamente en el centro de atención como camino en la formación de la conciencia. Toca a nosotros hacer que estos criterios sean escuchados y comprendidos por los hombres como caminos de verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en la que estamos inmersos.