EL ARIZAL 2DA PARTE

#1

Itzjak era un hijo muy querido por su padre, un niño que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el bet midrash (CASA DE ESTUDIO)estudiando. Su único interés en la vida era la Torá. Cuando Rab Klonimus daba sus profundas conferencias a los eruditos de Jerusalén, el joven hijo de Rab Shelomó Ashkenazí también se sentaba a escuchar. Rab Shelomó tomaba asiento a su lado, lleno de satisfacción por el tesoro que le había sido otorgado.

Pero este paraíso espiritual no duró mucho tiempo. Al pequeño Itzjak le sobrevino una tragedia terrible; su padre, a quien tan unido estaba, murió joven. De un solo golpe, el niño perdió al padre que tanto quería, a su guía y a su maestro. Toda la congregación asistió al penoso funeral. Los sabios y eruditos de Jerusalén acudieron a presentar sus últimos respetos al tzadik(JUSTO) que los había dejado. Y el anciano Rab Klonimus caminó detrás del féretro de su querido talmid(ALUMNO), llorando amargamente su pérdida.

La joven viuda tendría ahora que tomar sobre sí el peso de sostener a sus hijos, huérfanos a tan temprana edad, y ocuparse de su educación; tendría que ser, a partir de ese momento, más que una madre.
Rab Klonimus y sus discípulos entendieron la profundidad de la desgracia. Trataron de consolar a la viuda y le hablaron del tesoro que poseía. “Ya verá”, le prometieron. “Este pequeño se hará grande y traerá una nueva luz al mundo”.

El anciano rabino empezó a ocuparse más del huérfano, a supervisar sus progresos y a alentarlo. Pero todas las palabras bien intencionadas y los buenos deseos no podían servir de alimento a la hambrienta viuda y a sus hijos. El hermano de ella, Rab Mordejai Francis, que vivía en Egipto, tomó sobre sus hombros la tarea de sostener a la familia. Era un hombre adinerado y muy generoso, y decidió mantener a su hermana y a sus hijitos huérfanos de forma honorable.

Tras la muerte de su padre, Itzjak se enfrascó con mayor profundidad en sus estudios. La Torá era un bálsamo para las heridas de su corazón; en ella encontraba consuelo y aliento, consejo y sabiduría. Se afanaba en ella con todas sus fuerzas hasta que el enorme esfuerzo lo hacía transpirar. Muchos años más tarde, cuando ya estaba enseñando a otros, explicaría la razón de dichos esfuerzos a la luz de la cabalá:
“El estudio de la halajá(LEY) rompe las klipot externas de la tumá(IMPUREZA ESPIRITUAL). Hay que debilitar, aplastar y destruir el poder del mal”.
Con la Torá como consuelo de su pena, el joven Arizal se dedicó totalmente al estudio y a la abodá(SERVICIO A DI-OS). Cuanto más progresaba, más grandes eran sus deseos y aspiraciones. Todavía era muy joven cuando ya dominaba el Talmud (60 TRATADOS EN HEBREO COMPRENDEN EL TALMUD Y A ESTA EDAD ,Q YA LOS DOMINARA ERA ALGO EXTRAORDINARIO)y conocía bien a los poskim(INTYERPRETACIONES. Se convirtió en un erudito excepcional y sus cualidades se hicieron del dominio público.

Un milagro en Jerusalén

En aquella época, los judíos gozaban del benigno gobierno de Solimán el Magnífico. Pero sus enemigos, tanto árabes como cristianos, les envidiaban su relativa libertad y continuamente trataban de desacreditarlos a los ojos de las autoridades locales. Pero el Guardián de Israel nunca duerme ni descansa; HaKadosh baruj Hú(EL SANTO BENDITO SEA) siempre tiene los ojos fijos en Jerusalén, cuidando a la comunidad judía y protegiéndola de las calamidades.
Una vez, un grupo de árabes se presentó ante el gobernador de la ciudad, se inclinó servilmente y dijo: “Excelencia, que su gobierno sea eterno. Los judíos no guardan las leyes de nuestro sultán. Desobedecen sus órdenes en público”. Y le presentaron una lista de actos contra el gobierno que los judíos habían cometido según ellos, y que eran en realidad fruto de su fértil imaginación.

El gobernador investigó cómo se comportaba la comunidad judía, pero no encontró nada que reprocharle. Cuando vio que los árabes habían tratado de engañarle y hacerle creer falsas historias sobre unos súbditos que eran buenos y leales, se puso furioso. Ordenó que todos los árabes de la ciudad fueran severamente castigados, para darles así una lección.
Pero eso sólo sirvió para incrementar el odio. Ahora no querían sólo hacer daño a los judíos, sino también al propio gobernador. Se reunieron en secreto y se confabularon para perjudicar a ambos.
“Espiemos al hijo del gobernador”, decidieron. “Cuando esté solo lo secuestraremos, lo llevaremos a un sitio por donde no pase nadie y lo mataremos. Después pondremos el cuerpo en la sinagoga. Así sufrirán el gobernador y los judíos porque seguramente se vengará de ellos. Nuestros enemigos nos la pagarán”.

Vigilaron al niño y, cuando lo vieron solo, lejos de testigos, cayeron sobre él, lo arrastraron a un lugar solitario, lo mataron y recogieron la sangre en una jarra.
Esa misma noche, más tarde, cuando Jerusalén dormía, los asesinos se deslizaron por las calles llevando consigo un bulto de grandes dimensiones. Entraron en la sinagoga, sacaron lo que llevaban y echaron el cadáver del niño en el suelo. Vertieron la sangre alrededor del cuerpo y se fueron cautelosamente, tan silenciosos como habían llegado.
Unas horas antes, cuando el sol estaba poniéndose tras las colinas de Judea, la madre del niño había preguntado, preocupada, a su marido: “¿Dónde estará el niño? ¿Por qué se retrasa? Hace mucho que tendría que haber vuelto a casa. ¿No le habrá pasado algo?”
También el gobernador estaba preocupado. Envió a sus otros hijos a que preguntaran en casa de los vecinos, pero todos volvieron diciendo lo mismo: nadie había visto al niño. Ahora, los padres empezaron a inquietarse de verdad.

El gobernador llamó a todos sus servidores y les ordenó que buscaran a su hijo por todas partes. Éstos se dispersaron y registraron la ciudad. Pero volvieron unas horas más tarde con las manos vacías. La búsqueda había sido inútil.
Al día siguiente por la mañana, muy temprano, un pregonero fue por las calles anunciando:
“El que encuentre al hijo del gobernador y lo lleve a su casa vivo o muerto, recibirá de recompensa una medalla y un premio”.
Todo el mundo se puso a la búsqueda. Fueron de casa en casa, pero sin resultado.
Ese día era Shabat. Los judíos de Jerusalén salieron de casa, cubiertos con los taletim,(MANTO DE ORACION) para rezar fervorosamente y alabar al Creador, que bendijo a Su pueblo regalándole el descanso del séptimo día. Pero, para su asombro, encontraron la puerta de la sinagoga cerrada. Se miraron unos a otros con sorpresa: “¿La sinagoga cerrada? ¿Dónde estaba entonces el shamash(ENCARGADO) en quien todos confiaban? ¿Sería que no se había levantado todavía?”
No sabían que su fiel shamash había abierto ya la puerta de la sinagoga por la mañana temprano.
Al descubrir el cuerpo del hijo del gobernador, el corazón le había dado un vuelco. Pero había conservado la presencia de ánimo y había corrido a casa de Rab Klonimus. Una vez allí, aterrado, había contado al anciano rabino exactamente lo que había visto.
Cuando Rab Klonimus oyó lo que había pasado, exclamó: “¡Ay! ¡Qué nos han hecho nuestros enemigos! Todos estamos en peligro. Ve y reúne en la sinagoga a todos los judíos, viejos y jóvenes. Que recen, que digan vidui(CONFESION ANTE DI-OS), que se arrepientan. Que le lloren a Hashem, quizás tenga piedad de nosotros. ¡Deprisa! ¡Corre! Yo me quedo aquí para hacer lo que tengo que hacer”.

Todavía estaba el primer grupo de fieles ante la puerta de la sinagoga pensando por qué estaría la puerta cerrada, cuando vieron al shamash corriendo hacia ellos, llorando. “Vayan a casa y traigan a sus familias. Traigan a todo el mundo. Estamos en una situación terrible porque el cadáver del hijo del gobernador está en el suelo de la sinagoga sobre un charco de sangre”.
Todos volvieron a sus casas, asombrados y muy inquietos, a hacer lo que les habían dicho.
Mientras, los demás habitantes de la ciudad seguían buscando al niño. También los asesinos tomaron parte de la búsqueda. Como sabían exactamente a dónde ir, fueron directo a la sinagoga. Y, por supuesto, descubrieron el cuerpo del niño. Fingiendo sorpresa y conmoción, corrieron a contarle su descubrimiento al gobernador. “Excelencia, hemos encontrado el cuerpo de su hijo sobre un charco de sangre en la sinagoga”.
El gobernador hizo que prepararan su carruaje al momento y fue a la sinagoga a toda velocidad.
Los delatores árabes fueron con él en el coche para mostrarle exactamente dónde habían encontrado el cuerpo. Durante todo el trayecto aprovecharon para llenar de injurias a los judíos.

“Ahora su Excelencia ve que teníamos razón al censurar a los judíos. Son rebeldes, engañosos y sólo les importa su propio interés. No quiso creernos, pero ahora vea lo traidores, desagradecidos y despreciables que son realmente. ¡En lugar de mostrar aprecio por su benevolencia, se dan media vuelta y le hacen esta atrocidad!”
Así inflamaron la cólera en que ya ardía el gobernador contra los judíos.
Cuando el gobernador vio a su querido hijo en el suelo de piedra, con el cuerpo contusionado y lleno de sangre, no pudo contener por más tiempo su furia y bramó: “¡Judíos sin corazón! ¡Yo les mostraré mi poder! ¡Se arrepentirán de este asesinato gratuito y brutal! Voy a golpearlos con todas mis fuerzas. Vengaré la sangre de mi hijo. Se volvió hacia sus guardias y dijo: Detengan a los rabinos y a los encargados de la comunidad. Los liquidaré primero”.
Los miembros de la congregación estaban aterrados. Lo único que podían hacer era rezar; sólo su Padre celestial podía ayudarlos.

Cuando el shamash salió de casa del rabino, Rab Klonimus se purificó, se sumergió en la mikvé y se encerró en una habitación. Una vez en ella, desahogó su corazón ante Hashem. Y lloró: “¡Hashem! de mis padres, ayúdame a salvar a tu pueblo inocente. Fortaléceme y apóyame. Pon en mi boca las palabras adecuadas cuando suplique al gobernador, y que el mérito de la congregación sirva en mi esfuerzo”.
Aunque era Shabat, Rab Klonimus mojó la pluma en el tintero y escribió el Nombre Santo (YHVH NOMBRE EXPLICITO DE DI-OS)y combinaciones de letras en un trozo de pergamino. Había vidas humanas en peligro. Había que profanar el Shabat para salvarlas y Rab Klonimus no dudó ni un momento.
Justo cuando acababa de terminar, llamaron a la puerta y se oyeron voces: “¡Abran en nombre del gobernador!” Abrieron la puerta; había unos soldados en el umbral. “¿Dónde está Rab Klonimus?”, dijo uno de ellos. “¡Queda arrestado por orden de su Excelencia!”.
La esposa de Rab Klonimus se dejó caer en una silla sin apartar los ojos de los soldados. Su marido, Rab Klonimus, se acercó a ellos con calma y dijo: “Aquí estoy, listo para ir con ustedes. Será para mí un placer ayudarles a descubrir a los asesinos”.

Los guardias se sorprendieron. La serenidad y el aplomo de Rab Klonimus los dejaron asombrados. Respetuosamente, condujeron al anciano a la mansión del gobernador e informaron a éste de su llegada. Aunque tenía el corazón lleno de tristeza y de cólera, el gobernador escuchó con interés cuando sus hombres le dijeron cómo había reaccionado Rab Klonimus al ser arrestado. “¡Háganlo entrar!”, ordenó.
El rabino entró en la cámara y se inclinó.
“Excelencia”, dijo. “Comprendo su sufrimiento y pena por el asesinato de su querido hijo. También he oído que tiene la intención de castigarnos”.
“Quiero dejar una cosa muy clara, Excelencia. Las manos de sus súbditos judíos están limpias de la sangre que se ha derramado. Tenemos muy buena opinión de usted y le estamos agradecidos por sus bondades. Créame, todos nosotros nos condolemos por su pena desde el fondo del corazón”.
“He venido a presentarme ante usted porque tengo algo que decirle. Si me da oportunidad de ello, puedo revelarle quiénes son los verdaderos asesinos de su hijo. Venga conmigo al lugar donde todavía está el cadáver y allí le mostraré quiénes son los verdaderos culpables”.
Las palabras del rabino intrigaron al gobernador. Se volvió hacia sus soldados y les ordenó que los llevaran de nuevo a la sinagoga.
El cuerpo del niño todavía estaba allí, cuidado por un pequeño grupo de soldados. Se había reunido una gran multitud.
El gobernador, su séquito y Rab Klonimus llegaron a la sinagoga. El tzadik sacó el trocito de pergamino que había preparado y lo puso sobre la frente del niño muerto ordenándole: “Levántate y dinos exactamente cómo y dónde te mataron. Dinos también quiénes fueron tus asesinos”.
Todo el mundo contuvo la respiración, anonadado, con los ojos clavados en Rab Klonimus y en el cadáver que yacía en el suelo sobre un charco de sangre.
Lentamente, el niño muerto se levantó y empezó a hablar. Contó cómo lo habían secuestrado y lo habían llevado a un lugar solitario donde lo habían torturado hasta matarlo. Dio testimonio del malvado plan de sus secuestradores de echar la culpa de su muerte a la comunidad judía y vengarse del gobernador y de los judíos de un sólo golpe. Reinaba el silencio cuando terminó de hablar. Nadie se atrevía a moverse. El niño se dirigió a su padre y dijo: “Padre, si no me crees, envía a uno de tus soldados al despoblado que hay justo al este de la carretera de Shejem; ahí es donde me asesinaron. En una de las rocas planas, podrás ver todavía manchas de sangre. Es mi sangre que se derramó por las muchas heridas que me hicieron con tanta crueldad. Di a tu soldado que traiga aquí la piedra y verás si lo que te he dicho es verdad o no”.

Se envió rápidamente a un soldado que volvió poco después con una piedra grande manchada de sangre. En cuanto puso la piedra a los pies del gobernador, el niño cayó al suelo, sin vida.
La cólera del afligido padre fue terrible. Se le contorsionó la cara y los ojos le echaban llamaradas. Tenía la voz enronquecida por la furia. Ordenó: “¡Tomen a esos villanos, asesinos de mi hijo, rebeldes y desalmados, y prepárenles una horca en la plaza central de la ciudad!”
Los verdaderos asesinos pagaron su crimen con la vida. Se cumplió en ellos el versículo: “Cavó un hoyo y lo vació, y cayó en el agujero que había hecho”. Los judíos de Jerusalén respiraron. La oración del Shabat, que se había interrumpido con tanta crueldad, terminó con salmos de alabanza y de acción de gracias por el maravilloso milagro del rescate que Hashem les había mandado por intermedio de su venerado rabino.

Poco después de este incidente, en 5308 (1540), murió Rab Klonimus Haberkstein. Antes de darle sepultura, se abrió su testamento que decía:
“Como me vi obligado a profanar el Shabat y escribir en ese día santo, cuando el reciente desastre amenazó a los judíos de Jerusalén, merezco el castigo de lapidación (sekilá) porque ésa es la ley para el que profana el Shabat en público. Por lo tanto, pido a los residentes de Jerusalén que siempre que pasen junto a mi tumba, le tiren una piedra. Esto tienen que hacerlo durante cien años a partir del día de mi entierro”.
El día del funeral de Rab Klonimus, la gente hizo un alto en el trabajo. Los comerciantes cerraron sus tiendas, los zapateros sus talleres, todo judío de la ciudad que podía andar sobre sus pies, fue a acompañar al eminente difunto a su lugar de descanso eterno. Los eruditos rabínicos más importantes de Jerusalén, iban al lado del féretro. Por todos lados se escuchaban el llanto y los lamentos que se entremezclaban con los elogios de los dirigentes comunitarios y de los eruditos. Su tumba, en uno de los extremos del cementerio del Monte de los Olivos, llegaría a ser conocida como el “túmulo de Rab Klonimus” por la cantidad de piedras que se acumularon sobre ella.

Siempre que un judío local tenía que irse del país en alguna misión, se llevaba con él una piedra de la pila de la tumba de Rab Klonimus, que tenían fama de ser una segulá (amuleto) para volver a casa sano y salvo.
El cúmulo de piedras fue por muchos años una señal visible, un recordatorio para todos los que lo veían, del gran milagro que ocurrió en la época del sultán Solimán.

De la noche a la mañana, el pueblo de Jerusalén, especialmente los ashkenazíes, se habían quedado sin dirigente y sin padre. Se sentían como huérfanos.
Pero había una familia particularmente afectada por la muerte del anciano rabino: la familia Luria. El rabino la había apoyado. La viuda y los huérfanos habían recibido de él no poco consuelo y sostén espiritual. Había sido para ellos un segundo padre, un alma comprensiva que los aconsejaba y escuchaba sus problemas y preocupaciones. Había hecho todo cuanto estaba en sus manos para aliviar la pena de haber perdido a Rab Shelomó.
Con su muerte, la familia quedaba huérfana dos veces. El joven Arizal había vuelto a perder a su maestro y guía y su madre viuda sentía como si su vida se hubiera vuelto casi insoportable.
Cuando Rab Mordejai Francis, el hermano que vivía en Egipto, se enteró del sufrimiento de su hermana y de la difícil vida que llevaba, envió por ella y por sus hijos. Cuando llegaron, los cobijó en su casa de todo corazón. Los acogió, les proporcionó alimento y vestido, proveyéndolos de cuanto necesitaban. Se ocupó de la educación de sus sobrinos; empleó a maestros para que les enseñaran Torá con el fin de que pudieran continuar por el buen camino y hacer honor a su padre.
La migración de la familia Luria a Egipto y a los corazones de la familia Francis, resultó decisiva para ella. Produjo un enorme cambio en la vida de todos sus componentes. Por primera vez desde la muerte de Rab Shelomó, encontraron sostén material y un ambiente familiar cálido que los consolaba y los edificaba. Ante Itzjak, el niño prodigio, se abrían las puertas de un brillante futuro.
 
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