El Palacio de Medrano
Leyenda de Jalisco
Hace unos 70 años, se levantaba un edificio entre las actuales calles de Medrano y la Calzada Independencia Sur, era un inmenso caserón que cuando fue construido, quedaba a la orilla oriental del río San Juan de Dios; en ese tiempo estaba retirado de la ciudad y también ahí terminaba el pueblo de Analco. Cristóbal de Oñate mandó construir esta casa, fuerte mansión “para vivir en esta ciudad, era de altos y bajos”; pero Oñate murió en Zacatecas en 1567 y quedó este palacio sin habitar y en completo abandono.
E. Brun V., nos dice que: “El palacio sin ninguno de sus poseedores, pasó a ser albergue donde fungieron los togados, que entraron a él en 1575, sirviendo al igual desde entonces, como casa habitación de la suprema autoridad neogallega, que lo era el Presidente de la Audiencia, quien al mismo tiempo usaba y servía siempre el cargo de Gobernador de Nueva Galicia”.
En 1588, se casaron Nuño Nuñez de Villavicencio y María de Lomas, pero como Nuño era Oidor en Audiencia requerían sus nupcias un permiso real, éste se casó sin importarle el permiso y el gobierno español le ordenó el destierro; en 1589, al acercarse el ejército a esta ciudad, esta casa sirvió de fortaleza a los habitantes de Analco, al paso del tiempo fue desterrado Villavicencio.
Esta casona era “inmensa en su mole, triste en su aspecto, desafiante por sus matices, simulacro y recuerdo de las antiguas construcciones tapatías; de anchos muros, corredores aplastados, vigas de madera, techos encajonados, ventanas apretadas, patio empedrado y pozo colonial, lo que todo le daba cierto dejo de pavor, de misterio y de abandono”. Pues resulta que este Palacio de Oñate, Palacio de Medrano o Palacio de la Ahorcada (dele el nombre que usted quiera), sucedió una tragedia que dio motivo a una historia y tradición a esta ciudad tapatía. Al comenzar el siglo XVIII murió Santiago de Vera, quien gobernaba a la Nueva Galicia, en estos casos estaba previsto que mientras llegaba el nuevo nombramiento de España, se escogiera un gobernador local, o bien, arribada éste trayendo asido dicho título para sí, debía ocupar el puesto de Oidor Decano.
En esta ocasión, le tocó ser Oidor Decano de la Audiencia del Nuevo Reino de la Galicia, este señor quiso ser monje pero no lo logró, pasó el tiempo y se casó con Beatriz; ya para 1608 habitaba la casona de Oñate; tuvieron varios hijos, pero en esta historia sólo nos interesarán Diego y Ana. Ana era una niña muy bella y cuando cumplió sus once años, se fugó de su casa y se refugió en el convento de Santa María de Gracia; ahí pasó su pubertad y su preparación, tranquila y feliz. Pasados ocho años, su padre la sacó del convento (ya que no la quería religiosa) porque la quería casar con el joven Pedro de Salcedo, así que al cabo de un año ya la tenía casada con un mancebo noble y rico, el cual le dio muchas joyas y prendas.
Hizose una boda con gran solemnidad y aparato, con regocijos de máscaras y de toros, así por la calidad del esposo como por la autoridad de los padres, y por las amables prendas de la novia. Para la pobre de Ana este fue un golpe tremendo, pues imagínense ustedes, ella quería seguir con su vocación de religiosa y la casan por la fuerza, pobrecilla, quedó loca, se le veía angustiada caminando muy triste por esos oscuros corredores, tétricas alcobas y desolados patios, la chispa de sus ojos se había perdido y sólo se escuchaban los lamentos y lloriqueos de ella.
Se le oía a menudo gritar:
¡Ay de ti que dejaste a Dios por un hombre!
¿Qué se hicieron tantos años de monasterio?
¿En que pararon tantas mercedes divinas?
Todo acabó, ¡condenada estás!
Al paso del tiempo, su cerebro casi estallaba por sus delirios, sus enojos y por ese sabor amargo de su desventura, así que un buen día ya muy desesperada, ingirió solimán (sublimado corrosivo) y cayó al suelo abrasándose el abdomen y le gritó a su madre quien fue a su auxilio; después de un eficiente remedio, la libraron de la muerte que ella tanto deseaba.
A los varios días, intentó arrojarse por una ventana, pero sus hermanitas que por ahí jugaban, la sujetaron a tiempo evitando que Ana cayera. De nuevo intentó desplomarse de un balcón y su padre ágilmente trató de salvarla, pero Ana, tan confusa y perturbada, no lo reconoció y le hizo “dar tan despiadada y mortal caída, que a poco más ahí mismo lo deja listo para la sepultura”.
Al ruido y alboroto que ocasionó esto, los familiares y servidumbre corrieron a ver qué pasaba, así que cargaron con el Oidor y a Ana la encerraron en una alcoba. Dejemos un momento a la señora Ana y su moribundo padre, y veamos a Diego, el otro hijo de esta pareja: Diego era un joven alegre, “divertido genio, gallardo brío, gentil compostura, bullicioso y valentón, y de libre y disipada lengua, por lo que dio muchos desazones a sus padres… y tenía a muchos ofendidos”.
Diego fue novicio de Santo Domingo en el convento de la ciudad de México, hasta que logró ser sacerdote. Un día de esos, venia Diego de cierto casorio que se había celebrado cerca de la casa de sus padres, montando en su brioso caballo, pronto dejó atrás al indio que lo acompañaba y le servía de mozo; cual fue la sorpresa del indio al encontrar a su amo muerto en el riachuelo de San Juan de Dios; lo extraño era que el arroyo tenía poca agua, ¿acaso fue asesinado por venganza de sus muchos enemigos? ¿Fue muerte natural? ¿Jugarretas del destino? Enterraron a Diego en algún pueblo vecino, posiblemente Analco.
Al pasar la tragedia de su hijo, se agravó el estado de Francisco, los médicos le dijeron que ya “la vida se le iba”, así que “dispuso sus cosas y mandó se trasladase el cuerpo de su hijo, del pueblo donde había sido enterrado, al mismo sepulcro que al suyo se le diese”. Mientras que doña Beatriz atendía a su moribundo esposo, Ana aprovecho que no la cuidaban y se ahorcó; cuando su madre la encontró en ese estado tan terrible sintió desmayar, la amortajaron en secreto, la vistieron con un hábito de San Francisco y le dijeron a los sacerdotes que había muerto súbitamente, así la enterraron en San Francisco esa misma tarde.
A las pocas horas después expiró su padre y a la mañana siguiente lo enterraron en la misma sepultura de Ana, y con ellos el cuerpo de Diego; Navarrete en su “Compendio de la Historia de Jalisco”, nos dice que: “Este triste acontecimiento causó pavorosa sensación entre los vecinos de la ciudad y se esparció el rumor de que los tres muertos se aparecían en las noches, paseándose por el palacio, por las orillas del rio y por el centro de la ciudad…”. Cosa que hizo que muchos horrorizados vecinos huyeran a otros barrios de Guadalajara.
Remodelo este edificio el oidor Francisco de Medrano en 1740, la gente bautizó ahora a esta casona como el Palacio de Medrano; en 1750, se comenzaron a celebrar las audiencias en el sitio del actual Palacio de Gobierno y el Palacio de Oñate comenzó hacia su ruina. Al tiempo se reparó y sirvió de mesón, pasaron los años y se convirtió en vecindad (también como cuartel). En 1918, se dividió esta vieja finca en predios y en 1931, por los meses de julio y agosto, este edificio se destruyó, desapareciendo así el más antiguo de los monumentos históricos de esta ciudad, el Palacio de Oñate, Palacio de Medrano o Palacio de la Ahorcada. Actualmente este terreno está ocupado por la Arena Coliseo.