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Leyendas de México - Varios estados

Midael

Bovino maduro
Desde
3 Mar 2006
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310
Hola Hermanos Bakunos, este post es una recopilación de las leyendas mas tradicionales de cada uno de los estados de la República Mexicana.

Sin embargo no son todas las existentes, ya que México tiene una rica tradición de mitos y leyendas, muchas de las cuales se han ido pasando por tradición oral de generación en generación.

Estaré actualizando y agregando mas leyendas de cada uno de los estados, así que no desesperen.

También son bienvenidos de colaborar y postear alguna leyenda típica de su localidad.

Sin mas por el momento, les comparto la primer leyenda.
 
Última edición:
El Charro
Leyenda de Distrito Federal

Allá por las afueras de la Ciudad de México, con dirección a Toluca, se encuentra uno con los arbolados cerros y bosques ahora muy visitados y cuyo parque nacional más conocido es el de “La Marquesa”. Ahí cuentan que en ciertos pueblos aledaños se hablaba de un charro que ocasionalmente cabalgaba esos lugares y el encuentro con este personaje era tan inesperado como enigmático.

En alguna ocasión, una señora a la que llamaban para auxiliar a las mujeres cuando iban a dar a luz escucho que tocaban su puerta insistentemente. Ya era entrada la noche, por lo que abrió la puerta con cierta reserva, pero grande fue su sorpresa al encontrarse con un hombre vestido de charro, que le pidió que le acompañara para ayudar a parir una mujer. La señora tomo su rebozo, se encomendó a la santísima Virgen y después de montar en el caballo que estaba amarrado de la rama de un árbol afuera de su casa, acompaño al jinete a donde este la llevo, rezando un rosario por el camino.

Siendo la noche, la señora no reconoció los rumbos por donde el mencionado personaje cabalgo, y llego a un jacalito sencillo donde había varias señoras y la futura madre que con quejas y lamentos se aguantaba los dolores de las contracciones por el futuro parto. Ella, le dijeron, era la esposa del charro. La señora partera, conocedora de estos menesteres, hizo lo que siempre a la futura madre, la bañaba, refrescaba su frente con una tela. Fue pasando la noche, las señoras ayudaban a la mujer metiéndola a la bañera, respirando, luego la futura madre se dormía entre contracción y contracción, hacia ruidos, jadeaba, etc. La señora partera deambulaba por la casa, el charro la acompañaba afuera cuando ella salía y preguntaba cómo iban las cosas.

En un momento la partera salió del cuarto a refrescarse un momento, y le explicaba al charro “se me hace que él bebe esta por la mitad de la cabeza, le falta poco para salir”.

Las otras señoras continuaron buscando posiciones cómodas para la señora del charro, y luego estuvieron platicando de la ropita que ya tenían para el niño y de lo mucho que lo esperaban y enseguida… la futura madre sintió que se le salía! Fue rápidamente al cuarto del bebe. No podía pujar ya que no controlaba nada, ni podía contenerlo. La partera la agarro de las axilas por atrás, mientras las señoras ayudaron a acuclillarse a la mujer y en un grito que más bien fue alarido… salió el pequeño niño, llorando. Después de eso, con otra contracción, era la placenta. Fue todo muy rápido, después de un proceso de varias horas.

Todos se pusieron contentos, incluso el charro, quien orgulloso, reconocía según él sus rasgos en el rostro de la creatura, aunque está todavía estaba inflamada por el parto.

Paso todo, y el charro devolvió a la señora partera a su casa, sin decir palabra, pero cuando dejo a la señora en su casa, nuevamente se despidió de ella, le dio un costalito con monedas de oro y le advirtió a la señora que guardara lo que había pasado esa noche como un secreto, pues “no viviría para contarlo”.

Indignada y también estremeciéndose de miedo por tal advertencia, la señora se apresuró a meterse en su casa y cerró la puerta, asegurando con un polín su puerta. Espero a que se fuera el charro, esperaba escuchar las pisadas del caballo, pero no escuchaba nada. Pasaron los minutos y al poco rato se asomó para descubrir que el charro y el caballo no estaban. Como había hecho para irse sin que el caballo hiciera ruido?...

La confusión y el recelo por lo que había sucedido le duraron varios días a la señora, pues no sabía, si había soñado el suceso o realmente había sucedido. Sin embargo, el costalito con que le había pagado el charro ahí estaba, y no sabía qué hacer con esas monedas de oro, pues qué origen podían tener?

Después de varias semanas estaba como ausente, las vecinas la saludaban y la señora las miraba como extrañada, invadida por dudas y miedos. Así, llego el día en que platico con una vecina lo que había ocurrido aquella noche y después de persignarse la vecina le aconsejo que llevara las monedas a la iglesia y que no contara a nadie más lo que había pasado. La partera dicen que siguió el consejo, hay quienes la vieron dirigirse a la iglesia.

Sin embargo, a la mañana siguiente la señora ya no despertó de su sueño nocturno. Amaneció acotada, con los ojos cerrados, su cuerpo sin vida. Dicen algunos que se escuchó cabalgar al charro, pero no hay quien lo pueda asegurar. Lo cierto es que se cumplió la advertencia del jinete, quien le dijo que no contara sobre ese misterioso alumbramiento. Y del pago que le hiciera, tampoco se supo nada. Tal vez fue que el charro regreso por su dinero, quién sabe?
 
El Fantasma de la Monja
Leyenda de Distrito Federal

Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajean nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o una investigación producto de las mentes de aquel siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomo patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y blasones.

Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veía colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardines de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello, tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa nocturnal, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las orbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.

Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la Abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.

Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de las santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.

Mas una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquello monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construido en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.

Vivian pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.

Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trato de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.

A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.

- Nada podéis hacer si ella me ama – dijo cínicamente el tal Arrutia -, pues el corazón de vuestra hermana a tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograreis. -

Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y hablo con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.

Cuentase que el mestizo acepto y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila.

Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a su querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamar regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.

Sin mucha voluntad doña María entro como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, ángelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y solo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.

Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llego a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.

Cogió un cordón y lo trenzo con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hinco ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente.

Ato la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarla en este mundo.

Se lanzó hacia abajo… sus pies golpearon el brocal de la fuente.

Y allí quedo basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.

Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.

El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado esa misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquel drama amoroso.

Sin embargo, un mes después, una de las novicias vio la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.

Tal parecía que un terrible, sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil Gonzalez Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martin Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumeriamente y sentenciados a muerte.

El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruida y en el solar que quedo se aro la tierra y se sembró con sal.
 
Callejón del Muerto
Leyenda de Estado de México
Escrita por Leopoldo Zincúnegui Tercero


Cuentan las leyendas populares, que al sonar las doce campanadas de la media noche en el doliente y melancólico reloj del convento del Carmen, un fantasma impreciso, una vaga silueta, mezcla de luz y de sombra, atravesaba el entonces cementerio, salía a la calle del Cura Merlín y torciendo por el que más tarde se llamara callejón del Muerto, desaparecía al pisar los umbrales de un viejo y chaparro caserón bautizado por el vulgo con el título de “Casa de las Animas”.

Dentro de aquella casa misteriosa, de sórdida apariencia, se realizaran, quizá, cosas estupendas y sobrenaturales… ¡Arrastrar de cadenas y gritos moribundos!... !Danzas macabras de esqueletos y brujas!,.. ¡Llamas azuladas y búhos de miradas demoniacas!... ¡Viejas, horriblemente viejas, de rostros macilentos y colmillos muy largos, muy largos!... ¡Oscuras cuevas, apenas alumbradas por informes hogueras de canillas humanas, donde celebrariase el Aquelarre!... ¡Todo misterioso, macabro, espeluznante!

La fantasía popular, a este respecto fecundísima, había rodeado aquella casa y aquella historia o leyenda, de tal número de mentiras y supercherías, que las viejas timoratas, y los viejos, y los niños, no osaban transitar por aquella calleja una vez sonado el toque de oración, sin haber rezado cuatro o cinco Padre-nuestros y haberse persignado, por lo menos doble número de veces.

Y es que la leyenda que sobre el tal callejón se contaba, no era para menos, había sido bastante sugestiva y novelesca para darle fama en muchas leguas a la redonda, sirviendo lo mismo para amedrentar a los niños, que para entretener a los viejos.

Era yo muy pequeño cuando conocí la famosa historia (contaría a lo sumo doce años), y como todos los chiquillos de mi edad, era afecto, en grado superativo, a oír de labios del achacoso abuelo o de los de la complaciente nodriza, los portentosos relatos, llenos de maravillas, de quimerismos y hazañas estupendas, atribuidos, casi siempre, a héroes novelescos, que en la mayoría de los casos, resultaban ser hijos de poderosos reyes o monarcas de la India, quienes, como en los cuentos de Las Mil y Una Noches, tenían que exponer veinte veces la vida en formidable y desigual pelea contra monstruos plutónicos o dragones de incontables cabezas, para liberar a una princesita rubia, prisionera de alguna hada maligna, que le había hecho víctima de sus brujerías, y a la que siempre libertaba el príncipe, obteniendo su mano y realizando a la postre unos esponsales tan llenos de esplendor y de lujo, que su solo relato era suficiente para dejarnos boquiabiertos, como quien mira visiones.

Por estas y muchas otras causas, cuando en aquel entonces, y en virtud de no sé qué trebejos encontrados en la “Casa de las Animas”, al hacer unas excavaciones, se volvió a poner el tapete de la curiosidad publica la tan traída y llevada historia del callejón del Muerto, no pare en mis investigaciones hasta lograr que una conserva de años a quien llamábamos la Nanita, mujer que desempeñaba a la sazón el oficio de cocinera en mi casa, me contara una noche, al amor de las hornillas y junto al recién fregado y rojo brasero, aquella espeluznante historia que en no lejanas épocas había tenido la fuerza de interesar a propios y extraños, dando origen y renombre al famoso y discutido callejón del Muerto.

Alguien me ha dicho que la leyenda que me fuera referida por la vieja sirvienta, adolece de algunos errores históricos; pero como en este caso yo trato solamente de referir lo que me contaron, sin pretensiones de historiógrafo, dejo a la credulidad de mis lectores el aceptarla o no como autentica, que harta paciencia he necesitado yo también para garrapatear estos renglones, y ¡váyase lo uno por lo otro! Y sin más discreciones, entramos de lleno al asunto.

Allá por los años de La Llorona, cuando es fama, según los empolvados cronicones de la época, que en México pasaban cosas increíbles y asombrosas, vino a Toluca, un extraño y misterioso matrimonio formado por una encantadora muchacha de tez pálida y morena, poseedora de unos ojos que, según dicen, alumbraban como luceros, y un viejo, muy entrado en años, de aspecto huraño, continente airado y antipático, a quien daba marcado aspecto de ferocidad el escalofriante mirar de sus ojos mefistofélicos; matrimonio que ocupo por entero una de las casitas del callejón de nuestra historia, casa que, por su lujo, por la riqueza de sus muebles y por el ambiente de misterio que rodeaba a sus moradores (pues nadie sabía quiénes eran o de dónde venían), había cautivado por completo la atención y la curiosidad de los desocupados y murmuradores vecinos del barrio del Carmen. Por lo que no es de extrañar que, en su afán de adquirir noticias sobre los recién venidos, llegaran a exponerse a recibir más de cuatro “descolones” de parte del intratable viejo, que nunca soltaba prenda y si, a menudo, cada interjección que temblaba Cristo.

Aquella curiosidad y maledicencia del vecindario hubieran quedado del todo defraudadas, si la indiscreción de una sirviente, que hacía poco, entrara en la casa, no hubiera venido en su ayuda, al revelar algunos detalles, muy pocos por cierto, que hicieron cierta luz entre tantas tinieblas: “que el señor se llamaba, Don Carlos Lopez y Mendoza; que era español de origen; que su mujer, una niña retechula, se llamaba Carmen y era, al parecer, mexicana; que algo muy grave debía haber entre ambos, porque nunca se hablaban a la hora de las comidas; que la señor se pasaba la mayor parte del día encerrada en su recamara, llorando inconsolablemente y besando el retrato de un niño pequeño que se le parecía mucho (ella lo había observado a hurtadillas) y… ” ¡Nada más!

¡Ah, sí!... que una noche había visto que el señor salía del cuarto de la señora y que esta, en medio de un mar de lágrimas, sollozando desesperadamente, le demandaba con voz conmovedora: “!Carlos, mi hijo!... devuélveme a mi hijo!” ¡Si ustedes la oyeran como lloraba!... (decía la sirvienta, en medio de un corro de comadres). ¡Pobre niña; se le hacía a uno un nudo en la garganta!...

Y, ¡eso era todo!...

Como se comprenderá fácilmente, aquello vino a avisar más aun la insatisfecha curiosidad de los vecinos, quienes, cada uno a su modo y según su imaginación y temperamento, fabricaron treinta historias distintas sobre los impenetrables vecinos del número 7, vecinos que, encerrados en el misterio de sus habitaciones, apuraban quien sabe que extrañas y abracadabrantes aventuras.

Así las cosas, una noche, a eso de las doce (hora de los fantasmas y las brujas), un disparo, que por la estrechez del callejón debió oírse formidable, vino a interrumpir el tranquilo sueño del vecindario, haciendo que los amedrentados colindantes, todos temblorosos y a medio vestir, salieran, cada quien de su casa, como búhos en su nido, a enterarse del motivo de aquella inesperada detonación, que había sembrado el pánico y la zozobra en más de cuatro espíritus pusilánimes.

Poco después llegaba la policía recogiendo de en medio de la calle, el cadáver de un hombre, aparentemente y visto a la luz de las gendarmeriles linternas, joven y no mal parecido. Tenía una bala incrustada en la sien derecha, la que debió producirle una muerte instantánea.

Como del interior de la casa misteriosa partieran sollozos estridentes y gritos estentóreos demandando auxilio, el jefe de la policía, al penetrar al interior de la casa, había encontrado a la infeliz sirvienta presa del terror más angustioso y con la razón extraviada, y al llegar a la recamara de la infortunada Doña Carmen, un cuadro por demás horrible y macabro, pues esta yacía en medio de un mar de sangre, con la cara completamente desfigurada, el cráneo hendido y roto y los miembros increíblemente mutilados, prueba inequívoca de la furia infernal que debió apoderarse de su asesino.

Cerca del cadáver, como cuerpo del delito, fue encontrado un primoroso alfanje morisco, arrancado no se sabe de qué rica panoplia, con el cual aquella bestia humana había dislacerado y herido aquella carne sonrosada y bellamente morena, que aun en medio de tanta sangre, resultaba tentadora en sus desnudeces…

Una roja lamparilla, pendiente del techo, hacia más roja aun aquella roja escena de sangre.

¿Qué había pasado ahí?... ¿Qué oscuro y formidable drama se había desarrollado algunos momentos antes entre la víctima y su verdugo, aquel sanguinario y brutal asesino, que tanta saña había demostrado al perpetrar su enorme crimen?

¿Quién era el autor de aquella feroz hazaña, en la que habían perdido la vida dos seres humanos?

¡Don Carlos! ¡Don Carlos!

Lo habían señalado desde luego los vecinos del barrio. Él era, a no dudarlo, el cobarde asesino de Doña Carmen y del desconocido, cuyo cadáver fuera encontrado en mitad de la calle; porque era de presumirse que una misma mano había disparado la pistola sobre el uno y esgrimido el alfanje sobre la otra.

Pero Don Carlos había escapado.

Como todos los cobardes, había huido después de perpetrar el doble crimen, marcando con huellas sangrientas su paso a través de las habitaciones, hasta el corral, cuyas tapias pudo escalar fácilmente sin gran esfuerzo.

Fueron inútiles todas las pesquisas realizadas por la policía, que no debe de haber sido ni más eficiente ni más activa que la de hogaño.

¡Tarea inútil!... Don Carlos se esfumo definitivamente del horizonte.

Sin embargo, la luz se hizo, gracias a una carta encontrada entre los papeles del individuo que sucumbiera a manos de don Carlos.

La carta era de Doña Carmen y decía lo siguiente:

Señor Fernando de Santillana.-
Presente.

Querido hermano:

Es absolutamente preciso que yo te hable esta noche
- (la de los acontecimientos).

Mi marido tiene sospechas de mi conducta y duda de mi fidelidad. ¡Esto es horrible! Como no le he podido revelar el secreto de nuestro nacimiento, está en la creencia de que eres mi amante y de que yo lo estoy traicionando.

¿Qué hacer? ¿habrá necesidad de deshonrar a nuestra querida muerta para salvar mi honor?... ¡Pobre madre mía!

La desesperación me mata. No sé qué hacer. ¡He llorado tanto! Mas lo que colma la copa de mis sufrimientos, es el hecho dolorosísimo de que, en su desconfianza, ha llegado a dudar el insensato, de que su hijo lo sea de verdad y lo ha separado de mi lado, para darle, acaso, la muerte.

Ven por Dios, esta noche, pues necesito tus consejos. Todo lo temo de este hombre, a quien odio, por su brutalidad y sus excesos.

Tu pobre hermana Carmen.


Y es fama en Toluca que desde entonces, al sonar las doce campanadas de la medio noche, en el doliente y melancólico reloj del convento del Carmen, un fantasma impreciso, una vaga silueta, mezcla de luz y de sombra, atravesaba el entonces cementerio, salía a la calle del Cura Merlín y, torciendo por el callejón del Muerto, desaparecía al pisar los umbrales del viejo y chaparro caserón bautizado por el vulgo con el título de: “Casa de las Animas”…
 
Excelente les recomiendo consigan el libro leyendas de México Editorial Everest Alvarez es el autor, se me escapa su no,bre de pila, puede ser estar editado en uno o varios tomos, ahi vienen las leyendas en orden alfabético empezando por Aguascaleintes y termiona en Zacatecas se los recomiendo saludos y gracias por tu post.
 
La primera esta medio confusa,la amenaza como para que ?si hiso su trabajo como debe ser,no se ve nada de raro jejejeje
 
El Callejón del Tesoro
Leyenda de Aguascalientes

¿Quién no conoce en Aguascalientes la leyenda de El Callejón del Tesoro? Pocos, la historia de este pasadizo en donde un forastero finco una casa, y se bordó una leyenda, convirtiéndose en una de las epopeyas que se cuentan y forman parte de las tradiciones de la Villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguas Calientes. Como me lo platicaron, se los cuento. Nos dijo Alfonso Cabeza de Vaca, un hombre serio que pasa de los ochenta años, su abuelo platicaba un suceso que llenó de espanto a Aguascalientes, un carro fantástico que recorría la ciudad a media noche.

Dos caballos blancos jalaban el carruaje que era guiado por un espectro vestido también de blanco, andaba por las calles haciendo escandalo; despertando al vecindario aquel carro del demonio, que parecía que anunciaba una desgracia. Todo mundo hablaba del suceso; algunos aseguraban que un coche, jalado por dos colosales caballos, lo conducía una bella mujer, que al parecer estaba perturbada de sus facultades mentales, y como desahogo, sus familiares le permitían recorriera la Villa por las noches, para no ser reconocida, ya que ni amigos ni parientes lejanos sabían el secreto de una de las familias más acomodadas de la Villa, que tenían una hija demente.

Las versiones eran diferentes, se hablaba mucho del suceso y cada persona inventaba una versión, el caso es que cuando caían las sombras de la noche, los parroquianos comenzaban a sentir temor. Los hombres con disimulo cerraban con llave las puertas de sus casas, las mujeres los postigos y apagaban las velas para que no se fuera a ver la menor luz y se aseguraban que los niños estuvieran dormidos para que no se dieran cuenta de este hecho diabólico que tenía intrigada a toda la población y que nadie se atrevía a enfrentarlo.

Todos esperaban con pánico aquel ruido que se escuchaba a lo lejos y que se iba acercando hasta pasar frente a las casas, el que se perdía después y nadie sabía para donde se diluía, el hecho era que al día siguiente volvía a pasar, ante el azoro de todos. Muchos hombres que por necesidad tenían que trabajar de noche, al venir aquel carro que parecía que andaba solo, caían privados, otros trasnochadores al escuchar el ruido de las patas de los caballos que pegaban en el empedrado, caían de rodillas y rezaban a gritos. Se cuenta que algunas personas perdieron la vida al oír el crujir de aquel coche fantástico en polvorosa armonía con las pisadas de los colosales caballos.

Pero a ciencia cierta nadie sabía realmente de lo que se trataba, se hacían miles de conjeturas, lo cierto es que el terror se apodero de los habitantes de la Villa. Los sacerdotes regaban agua bendita por todos lados, había peregrinaciones por las calles, pero nada cuando menos se lo esperaban, aquel carro del demonio salía por alguna arteria, recorría la ciudad y se perdía entre la bruma de la noche.

Cuenta la leyenda que Don Narciso Aguilar, un hombre inmensamente rico vivía en la ciudad de Guadalajara con su familia. Tenía fabulosos negocios a los que les dedicaba la mayor parte de su tiempo. Un día su mujer al sentirse sola y no contar nunca con su marido, decidió tener un amigo para hacer menos triste su soledad. Al enterarse Don Narciso del engaño de su mujer, en vez de hacer un escándalo y lavar con sangre su honor, pensó alejarse de la ciudad para siempre, buscando un lugar en donde nadie pudiera encontrarlo. Sabía que Aguascalientes era un lugar tranquilo, hospitalario, que se podría vivir con tranquilidad y eligió esa Villa para pasar los últimos años de su vida y olvidar la traición de su mujer.

Don Narciso Aguilar tenia, un amigo de la infancia un hombre bondadoso que por muchos años había trabajado con él y el único al que podía confiarle su secreto; le platico su plan y lo invito para correr con él la aventura, ya que era una persona solitaria, entrado en años y soltero. Los dos llegaron a la Villa de Nuestra Señora de la Asunción de las Aguas Calientes y después de recorrer la ciudad, encontraron un callejón, apropiado para lo que querían, y sin más compraron varias casitas casi en ruinas y Don Narciso comenzó a construir su residencia, la única casa que se encontraba en el callejón, que después se llamó del Tesoro.

Mientras construía la casa que llevó el número 13, Don Narciso hacia constantes viajes a Guadalajara para ir trasladando poco a poco su cuantioso tesoro, que eran varias talegas de oro, lo que hacía a medianoche para evitar sospechas. Se cuenta que vestido de arriero y a lomo de mula, Don Narciso traslado su dineral y ayudado por su amigo Cirilo Castañeda, lo guardaron en la cocina de la casa que estaba junto al broncal del pozo frente a la puerta de la calle.

Al llegar a Aguascalientes los dos amigos, traían sendos caballos blancos, briosos y de alzada, así como un carro en donde habían traído sus pertenencias. Don Narciso y Don Cirilo, no conocían a nadie en el lugar, ni querían conocer. Se dedicaban a dirigir la casa que le hicieron unos buenos albañiles de le Escuela de Don Refugio Reyes Rivas, el arquitecto sin título que hiciera el templo de San Antonio, y por la noche se aburrían mortalmente. Jugaban baraja, se tomaban sus copitas, pero… les sobraba tiempo, hasta que un día decidieron dar una vuelta por la ciudad, pero sin darse a ver. Don Cirilo era quien guiaba el coche y para no ser reconocido, se vistió con una túnica blanca, que le iba desde la cabeza a los pies, y solo había dejado dos rendijas para que se le asomaran los ojos. Don Narciso vestía un extraño traje pegado al cuerpo de color carne y una media en la cara. Él iba acostado en el coche para no ser visto. Todas las noches se disfrazaban, tomaban su carro y salían a recorrer las calles.

Cuando vieron que su paseo les causaba pavor a las personas, lo hacían con más ganas, sirviéndoles de diversión el miedo que les causaba a los parroquianos; mientras las gentes se privaban de espanto, ellos se morían pero de risa. Habían encontrado una gran diversión por las noches que al principio les eran mortalmente aburridas. Este recorrido lo hicieron por mucho tiempo, hasta que el pueblo se fue acostumbrando a ver y escuchar a este carro del demonio que resulto inofensivo.

Al ver Don Narciso y Don Cirilo que ya nadie les temía, dejaron de salir a realizar sus paseos nocturnos que por tanto tiempo tuvo inquieta la ciudad, y así desapareció el temido carro del demonio. Los dos amigos vivían solitarios en aquel callejón cuidando el tesoro de Don Narciso Aguilar, así como a los caballos y burros que tenían en el traspatio. Se hablaba de dos viejitos ricos que vivían en el Callejón del Tesoro, como le puso el vulgo. De pronto desapareció Don Cirilo, nadie supo de su paradero. ¿Se peleó con Don Narciso y se fue a Guadalajara? ¿Se murió de muerte natural? ¿Lo mato Don Narciso por miedo a que lo robara?... nadie supo. Don Narciso salía y entraba a su casa solo, siempre solo; no hablaba con nadie, cuando se escuchaba su voz era porque se dirigía a sus animales.

Se había corrido la voz de que en el Callejón del Tesoro, en el número 13, vivía un hombre solo, el que se dedicaba a cuidar un fabuloso tesoro. Esto llegó a oídos del famoso Juan Chavez, uno de los más grandes ladrones que ha habido en Aguascalientes. Una noche Juan Chavez quiso apoderarse del entierro de Don Narciso y por asustarlo para que le dijera en donde estaba el dinero, se le paso la mano, y lo mato. Y el dinero que por muchos años estuvo escondido en la casa número 13 de un callejón, pasó a manos de Juan Chavez y Don Narciso pasó a mejor vida. La historia de Narciso Aguilar el rico jalisciense y su amigo Don Cirilo Castañeda se olvidó, pero el nombre del Callejón del Tesoro, todavía existe en la Ciudad de Aguascalientes, nombre que resulto de una sabrosa leyenda.
 
El Callejón del Beso
Leyenda de Guanajuato

La leyenda que aquí se narra es una de las de mayor tradición y difusión en Guanajuato; sin embargo, guarda celosa fragmentos del vivir y sentir cultural de su gente, parte del México que queremos descubrir para todos.

Sin lugar a dudas Guanajuato es la ciudad idónea para dejar atrás el automóvil y caminar por sus plazuelas escondidas, sus museos y sus callejones, donde hacen su aparición las estudiantinas que, como Orfeo o como el flautista de Hamelin, atraen a una gran cantidad de público, en la típica callejoneada.

Lo anterior, claro está, lo podemos encontrar en algunas revistas de turismo, pero ¿Qué es Guanajuato para los guanajuatenses? Para algunos es un lugar mágico lleno de tranquilidad, libertad y naturaleza, donde niños, jóvenes y adultos pueden salir a las calles a recrearse sin temor ni angustia de ningún tipo. Una canción nos dice que la ciudad se encuentra entre sierras y montañas, bajo un cielo azul. Para alguien es tierra de oportunidades. Un amigo me comento que esta ciudad es un hoyo, cuya fuerza de gravedad es de tal grado que no deja salir a los guanajuatenses con posibilidad de destacar. Otro me dijo que Guanajuato es una casa vieja que siempre se debe estar arreglando.

Desde mi punto de vista, Guanajuato es una ciudad sacada de un cuento de hadas donde no pasa el tiempo. Es una casa mágica rodeada de sierras y montañas, bajo un cielo azul, y cuyos inquilinos no pueden salir de ella pero viven con tranquilidad y se recrean libremente.

Definitivamente es una ciudad con una arquitectura de lo más extraña, lo cual se debe a que está construida sobre una cañada. Pero hay otra razón de índole sociohistórica. Como se sabe, las leyendas y tradiciones medievales hablaban de grifos, gorgonas, amazonas y otros seres fantásticos, así como de tierras paradisiacas que contaban con alimentos exquisitos y desconocidos, de ciudades de oro y de extraños sitios donde se encontraba la fuente de la eterna juventud. Leyendas que entraban por los oídos de aventureros y exploradores del Viejo Mundo y les despertaban su imaginación y su codicia; de esta forma se lanzaron al mar, en busca de esas tierras, a sabiendas de que habría que atravesar grandes peligros.

Motivados así por las leyendas y por la ciencia, los europeos arribaron a nuevos continentes, unos para conquistarlos y otros para instaurar la Utopía de Tomas Moro. De esta manera llegaron al orifero territorio llamado Guanajuato. Fue en 1542 cuando Fray Sebastián de Aparicio consumo un camino que comunicaba a la ciudad de México con Zacatecas; los arrieros, al transitar por este camino, encontraron el mineral a flor de tierra, lo que trajo como consecuencia el establecimiento de grupos mineros, que empezaron a constituir el principio de la ciudad de Guanajuato.

La ciudad no tuvo una planificación previa, sus edificios fueron construidos de acuerdo con la ubicación de las minas. Seguramente por ello los habitantes dicen que los cimientos de Guanajuato son de oro, pero soy del pensar que parte de esos cimientos son sus leyendas, una de las cuales hemos de tratar aquí.

Antes de continuar diré que la leyenda como acto cultural es un mito histórico, pero no porque tenga sentido de ilusión o fantasía, como muchos piensan. El mito es algo más, algo que une y nos recuerda el origen del mundo, nuestra relación con las divinidades, y ningún hombre religioso puede negar la verdad que encierran esas narraciones, ya sean escritas o de tradición oral. Es en el mito donde se establece, a través de palabras, alegorías y símbolos, la realidad trascendente, donde se muestran los valores éticos y morales de un pueblo. Ahora bien, el mito es una narración sacra donde sus personajes son dioses o héroes civilizadores, pero la leyenda es el mito de lo profano porque en ella el narrador tiene la libertad de expresar acontecimientos pasionales, cómicos, épicos, etcétera, en los cuales se habla de personas y lugares especiales que se recuerdan de generación en generación. Esa es la razón por la que digo que la leyenda es el mito de la historia, porque nos muestra las pautas sociales e históricas de un pueblo, aunque en ocasiones tengan un tinte mágico y fantástico.

La leyenda de la que he de hablarles es una de las de mayor tradición; tiene como escenario un callejón de sesenta y ocho centímetros de ancho, tamaño exacto para proporcionar una historia que perdura hasta nuestros días y que nos narra un encuentro de enamorados con trágico fin. Esta leyenda esconde parte del vivir y del sentir cultural de Guanajuato, y versa así:

Se cuenta que Doña Carmen era hija única de un hombre intransigente y violento, pero como suele suceder, el amor triunfa a pesar de todo. Doña Carmen era cortejada por Don Luis, un pobre minero de un pueblo cercano. Al descubrir su amor, el padre de Doña Carmen la encerró y la amenazó con internarla en un convento; según su padre, ella debía casarse en España con un viejo rico y noble, con lo cual el padre acrecentaría considerablemente sus riquezas.

La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, Brígida, lloraron e imploraron juntas y resolvieron que la dama de compañía se llevara una misiva a Don Luis con las malas noticias.

Ante ese hecho Don Luis decidió irse a vivir a la casa frontera de la de su amada, que adquirió a precio de oro. Esta casa tenía un balcón que daba a un callejón tan angosto que se podía tocar con la mano la pared de enfrente.

Un día se encontraban los enamorados platicando de balcón a balcón, y cuando más abstraídos estaban, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de Doña Carmen increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que el amo entrara a la alcoba de su señora. Por fin, el padre pudo introducirse, y con una daga que llevaba en la mano dio un solo golpe, clavándola en el pecho de su hija.

Doña Carmen yacía muerta mientras una de sus manos seguía siendo posesión de la mano de Don Luis, quien ante to inevitable solo dejo un tierno beso sobre aquella mano.

A través de esta leyenda podemos darnos cuenta de que en el siglo XVI y XVII no se podía dar el casamiento de ciertas clases sociales con otras de inferior categoría, y que tener una hija significaba poder obtener un orden jerárquico mayor dentro de la escala social. También vemos que por aquellos tiempos no existía una división tan tajante en la disposición urbana, con esto quiero decir que las clases sociales no se distinguían por zonas habitacionales, sino en los espacios públicos. Los amores tendían a realizarse a escondidas, pues los padres no aceptaban la relación si el muchacho no llenaba los requisitos de abolengo y de riqueza. Cabe aclarar que estamos hablando tal vez de una clase media alta, entre la cual en cuestión de amor siempre era necesaria la participación de una chaperona para recibir cartas a escondidas.

Aun en la época en que existía el casino en la ciudad de Guanajuato era de muy mal gusto que se viese a una Doña Carmen con un Don Luis. Si la dama asistía con sus padres al casino, el caballero buscaba la forma de internarse con los músicos al recinto de juego, en esos momentos con solo mirar a la dama bastaba, y después de una escapada furtiva se colmaba el espíritu de los enamorados.

En la actualidad se ha acabado la fiebre del oro y el pobre convive, juega, estudia, entre otras actividades, con el rico. Hoy no existen clases sociales tan marcadas; muchos de los habitantes se conocen desde la infancia y podemos ver como un individuo con licenciatura o doctorado platica con el bolero, sin distinciones ni reverencia alguna. La zona urbana sigue siendo igual que antaño, lo único que se mantiene es el apellido: “este es el hijo de fulanito”, o “tu padre es sutanito”. Ahí todos conocen las historias individuales de los sujetos, aunque sea de oídas, y entre los habitantes no hay nada que esconder. Quien quiere que su hija se case con una persona de valía económica, la manda a buscar partido a León, Guadalajara, Ciudad de México o al extranjero. Aun el padre tiene dominio sobre estos aspectos del amor, y antes de aceptar una relación formal el joven debe ser presentado a la familia para averiguar sus intenciones, y después el padre y la madre buscaran entre sus conocidos las referencias del muchacho.

Lo más seguro es que si la joven encuentra en su fuero interno un amor intenso, buscara la manera de escabullirse con la ayuda de sus chaperonas amigas y tal vez hasta con la de su madre.

Los enamorados buscaran el lugar exacto, un sitio de poco tránsito para establecer su relación sin peligro alguno. Pobre de ese amor si el padre se da cuenta o se entera de esas salidas, porque Guanajuato retumbará con el grito de “¡Ah, pérfida, con ese no!” con esa pequeña interpretación podemos decir que la leyenda del Callejón del Beso no nada más es histórica, sino también ahistórica, se mantiene en el tiempo del vivir de los guanajuatenses. Se recuerda esta leyenda porque refleja de manera simbólica la vida amorosa de los inquilinos de esa casa vieja. La leyenda se ha convertido en tradición, y los turistas, lo mismo que algunos oriundos, ritualizan ese encuentro en el tercer escalón del callejón, donde todo se sella con un beso, en el lugar indicado de dos casas que se yerguen como si estuvieran entre dos columnas, una femenina, la otra masculina, para elevar de esta forma al cielo ese amor. La forma del beso es lo de menos, el amor es lo que cuenta, de modo que usted no se asuste si un día visita esta ciudad y escucha el grito de “¡Ah, pérfida, con ese no!”; al contrario, alégrese porque está en el momento exacto de la rememoración de aquel amor entre Doña Carmen y Don Luis.
 
Chucho el Roto
Leyenda de Querétaro

La leyenda de Jesus Arriaga, alias “Chucho el Roto”, se refiere a un astuto joven que aun cuando no nació en Querétaro, fue en esta ciudad donde finalmente fue detenido y encarcelado. El nació en Santa Ana Chiautempan, en el estado de Tlaxcala en el año de 1858.

La historia como tantas otras, comenzó cuando a la muerte de su padre se vio obligado a dejar sus estudios y dedicarse a trabajar para mantener a su hermana y a su madre. Dada su preparación, pronto pudo conseguir trabajo en un taller de ebanistería en la Ciudad de México y es allí donde comienza la leyenda. Un buen día llego un elegante caballero al taller solicitando los servicios de un ebanista y al día siguiente le encomiendan a Jesus que vaya a una elegante casa que se encontraba en lo que entonces se llamaba Paseo de Bucareli, para que examinara una sillería de talla italiana que pertenecía a dos señoritas de la alta sociedad. Allí conoció a Matilde, quien vivía solamente con su tía Carolina; ambos se enamoraron pero no se casaron en razón de la gran diferencia de clases sociales que tenían, sin embargo ella resulta embarazada y tuvieron una hija. Aunque Matilde lo amaba se sentía avergonzada de él, por ser humilde y pobre. Cuando su tío, Don Diego de Frizac se entera del embarazo de Matilde, salen hacia Europa y no regresa hasta después de dos años, con una niña llamada Dolores, que decían era adoptada.

Entonces Jesus decidió robarse a quien sabía que era su hija y al estar distraída Matilde, la secuestra y se la lleva a casa de su madre y su hermana. Al verse perseguido huye y devuelve a la niña, pero finalmente es detenido y encarcelado, primero en el Distrito Federal y después trasladado al Fuerte de San Juan de Ulúa en Veracruz, que funcionaba como presidio. Este sitio fue famoso por los terribles tormentos de los que allí cumplían sus penas, como por ejemplo dejarles caer una gota de agua en la cabeza día tras día hasta que acabara por perforarla. En 1885 Jesus logró escapar del penal escondido en un barril lleno de desperdicios y así dio comienzo su nueva vida de astuto bandido e inmejorable estafador. Sus hazañas comenzaron a conocerse en todas partes y con frecuencia publicadas en los diarios, pero su gran fama se daba más por el hecho de que robaba a los ricos, para ayudar a los pobres.

El mote de “El Roto” se debía a que para llevar a cabo sus estafas acostumbraba vestir con suma elegancia, al estilo de la gente rica de aquellos tiempos, y que el vulgo bautizo como ‘rotos’ (elegantes). A lo largo de casi diez años logro realizar sus fechorías, pero era perseguido por las autoridades las cuales lograron apresarlo en Texcoco y llevarlo a la cárcel de Belén, de donde nuevamente logro fugarse.

Se dice que en Querétaro después de un robo muy cuantioso a una joyería, Rómulo Alonso, jefe de la policía queretana, sospecha que un hombre, amigo del dueño del negocio, recién llegado y que no contaba con suficientes referencias, que avalaran su conducta. Al encontrar las joyas hurtadas, enterradas en la cocina del sospechoso, que usaba el nombre de Jose Vega, comerciante de café, lo detienen. La elegancia y distinción del detenido despierta la suspicacia del jefe de la policía, quien tras de investigar, decide dar aviso a las autoridades de México, por su semejanza con el caso de Jesus Arriaga. En aquellos años el que actualmente conocemos como Palacio de la Corregidora, era utilizado como cárcel y suele decirse que allí estuvo preso Jesus Arriaga, mientras llegaban los agentes de la policía capitalina a detenerlo y trasladarlo.

Los agentes llegaron a Querétaro para llevarse a Chucho el Roto nuevamente a la prisión de San Juan de Ulúa en Veracruz, de donde se escapa nuevamente, pero en su intento es descubierto y perseguido en una lancha, que lo detuvo mal herido de una pierna y es devuelto al presidio.

Lupe, la hermana de Jesus, recibe la noticia de que esta herido y avisa a Lolita y a Matilde, trasladándose las tres de inmediato para verlo. Al someterlo a juicio, el coronel Federico Hinojosa, director del penal ordeno: -¡Que le den doscientos latigazos a ese desgraciado!-

Entonces, con mucho orgullo, Chucho el Roto replico: -No puede ser desgraciado el que roba para aliviar el infortunio de los desventurados- y el director ordeno entonces: -¡Denle trescientos!-

El verdugo cumple la orden. Sin embargo, se dice, que previamente recibió mil doscientos pesos oro de manos de Matilde de Frizac, y que esto ayudo para que Jesus no muriera en el acto, pues el verdugo sabía como golpear. Llevado a la enfermería del hospital más antiguo de Veracruz Marqués de Montes, Matilde estuvo frente a Jesus y con humildad le dio un beso en la frente, a aquel hombre a quien había amado con todo su corazón, él le responde con voz entrecortada que la perdona y extendiéndole su mano, murió.

Se sabe que murió en Veracruz. El 25 de marzo de 1894, contando con treinta y seis años de edad. El cuerpo fue recibido por Matilde, Lupe y Lolita su hija. El féretro fue custodiado por guardias contratados por Matilde y trasladado por ferrocarril a la ciudad de México para que se le diera cristiana sepultura.

Hasta hoy nadie sabe dónde fue sepultado el cadáver de Jesus Arriaga, mejor conocido como “Chucho el Roto”.

Mucho se ha escrito sobre este controvertido personaje y su vida fue trasladada a la pantalla cinematográfica y a la televisión.
 
El Callejón de las Manitas
Leyenda de San Luis Potosí

Allá por aquellos lejanos años de 1780, llego a la ciudad de San Luis Potosí, un sacerdote, que tal vez enterado de lo benigno del clima, de la bondad de la gente, del auge de sus minas y de tanto y tanto como se decía de aquí, porque esta tierra, desde su fundación allá cuando Fray Diego de la Magdalena la bautizo con el nombre de San Luis, en memoria de su muy amado Rey de Francia, había gozado y goza de buena fama y señalado prestigio como una ciudad de grandes posibilidades, de cuantiosos bienes, en sus minerales, y sobre todo de la piedad y cristianas maneras de su gente, en verdad esta fama ha sido conquistada sin esfuerzo, sin prisa, sin desearlo si quiera sino que simple y sencillamente porque la gente de esta noble tierra es eso, noble y tal vez el cura de Marras fue atraído por esas circunstancias y llego para radicarse ahí.

Al clérigo le fue fácil encontrar colocación como maestro en uno de los mejores colegios de aquel entonces, y aunque se le proporcionaba la manera de vivir en el mismo, y de hecho acepto a vivir ahí, aun así alquilo una casa en uno de los barrios más desolados de la Ciudad, como era el de la Alfalfa.

Un buen día dejo el colegio donde impartía latín entre otras materias, salió con rumbo desconocido y regreso tiempo después para ser asesinado, se dice que por sus mismos acompañantes, dos mozos que el mismo había invitado a su recorrido. Sucedió de la siguiente manera, aunque podríamos contar tres o cuatro formas de cómo ocurrieron los hechos.

Al efectuar el sacerdote su recorrido por los pueblos cercanos, reunió algunos dineros que traía consigo destinados en una parte a comprare algunas cosas que necesitaba y, la otra parte, a socorrer a los pobres más indigentes; casi todos sus honorarios los gastaba en ellos.

Luego de su arribo a la ciudad se dirigió a su casa situada en el antiguo callejón de la Alfalfa. Una vez instalado ahí, dejo que sus ayudantes cumplieran con su obligación: desensillar los caballos, desaparejar las mulas y llevar los animales al pesebre. Los dos mozalbetes ejecutaron sus labores con toda calma y después fueron a tomar sus alimentos. Mientras tanto, el sacerdote, que ya estaba muy cansado, prefirió ir directamente a la cama, no sin antes rezar sus oraciones.

Entraba la noche; en aquella época no había luz eléctrica, sino unos cuantos faroles con mechones de brea y trementina, muy distantes unos de otros; tampoco había clubs nocturnos , ni cines, ni teatros, solamente una que otra tertulia ocasional, algún sarao en una zona determinada. Pero a ninguna de estas partes irían los jóvenes acompañantes del Padre, pues eran menores de edad, frisaban entre los dieciséis y dieciocho años; además eran gente humilde e ignorante. Así que regresaron a la casa.

Gran sorpresa, espanto, terror y rabia, sintieron cuando al llegar vieron al Padre tendido en medio del cuarto, bañado en sangre; muerto. Salieron rápidamente, pidieron auxilio gritando como locos. La gente se reunió, y alguno de los que acudieron tuvo el acierto de ir a dar parte a la autoridad, siendo la más cercana la que se encontraba en el Hospital, que era militar; de ese lugar salieron médicos, enfermos y soldados, y todos se dieron cuenta que por desgracia era verdad lo que decían los muchachos: el Padre había sido cruelmente asesinado.

Las autoridades se avocaron desde luego al esclarecimiento de aquel hecho, buscaron y rebuscaron en todos los alrededores de la ciudad y en los contornos de la región; se detuvieron algunos sospechosos, pero todos fueron liberados. Los muchachos acompañantes del Padre ayudaron a la búsqueda de los asesinos, pero no hubo éxito.

Los ayudantes del Padre eran compadecidos por mucha gente y hasta por las autoridades, quienes, en tanto conseguían trabajo, les ayudaron en su sostenimiento.

Un miembro de la autoridad jurídica, quien siempre sospecho de los dos muchachos, pidió que se les internara en el Hospital Militar en calidad de presos. Ordeno luego que se pusieran en cuartos separados e incomunicados, sujetándose a intensos interrogatorios. Por fin logro que se culparan mutuamente y uno de ellos dijo que su primo, que era el más grande de los dos, era el que había asesinado al Padre y que ambos ocultaron el producto del robo que consistía en unas cuantas monedas. Las autoridades y los reos se trasladaron al sitio de los hechos, donde fueron encontradas las monedas así como el cuerpo del delito que fue un puñal.

Aseguraban los jóvenes que no fue el robo el móvil del crimen, sino vengarse por el mal trato que les daba el Sacerdote. Sea esto lo que fuere, el caso que se aclaró que ellos eran los asesinos y tras de seguirles proceso fueron sentenciados a la horca y a cortarles las manos.

El juicio interrumpido varias veces por los recursos que apelaron los defensores, duro cinco años, al término se confirmó la sentencia de muerte y el de cortar a los cuerpos las manos, para exhibirlas en el lugar del crimen.

Las manos criminales se colgaron del muro exterior de la sombría casa del callejón solitario y triste por el día, fúnebre y tenebroso por la noche, desde entonces se le llamó el Callejón de las Manitas. Cuando la gente tenía que pasar por este callejón empezaba a rezar y no cesaba de hacerlo hasta que salía de él.

Por fin alguien descolgó las manos de aquel sitio, pero pasados unos días volvían a estar colgadas. Así fue en forma sucesiva durante mucho tiempo; hasta se reformo el barrio y el callejón fue atravesado por una calle ancha.

Sin embargo, en ese mismo lugar donde estuvo la casa lúgubre, en algunas noches del mes de noviembre todavía se ven flotar en el espacio unas manos esqueléticas que buscan acomodo en un sitio. También se aparece un sacerdote menudito, esmirriado, de sotana rabona, que cruza la calle y se pierde al voltear la esquina.

Tengo que mencionar que este callejón actualmente existe, se encuentra justo atrás del hospital militar de la ciudad, yo he pasado por ahí en la noche y efectivamente, se siente raro el lugar, hace frio y por si fuera poco es una calle bastante larga y poco alumbrada, solo espero nunca poder ver las manos colgadas en la pared.
 
Baile del Panteón del Refugio
Leyenda de Zacatecas

Cuenta una voz popular de la vieja Ciudad de Zacatecas, que allá por el año 1860, cuando nuestro país era teatro de sangrientas guerras entre liberales y conservadores, pertenecía a la guarnición un capitán de nombre Augusto Pavón. Encontrábase el aludido militar en la plenitud de la vida, andando en los veintinueve años. Era alto, esbelto de movimientos airosos, rostro de tez blanca, ojos azules, boca atrevida que lucía unos bigotes rubios, como el pelo de su cabeza, arreglados siempre con esmero. Su porte marcial al que daba mayor gallardía el flamante uniforme, era la admiración del bello sexo y su trato afable y correcto habíale granjeado el aprecio y estimación de sus amistades, las muchas hazañas que de él se contaban lo hacían popular en la ciudad.

Había por ese tiempo en la Plaza de la Loza, llamada también del Laberinto, una fonda denominada la Luz de la Aurora, que gozaba de numerosa clientela debido a las gracias de su dueña: una morena de veinte primaveras y arreboladas mejillas, llena de atractivos y que tenía por nombre o sobrenombre, que esto no hemos podido averiguarlo, Amparo de la Felicidad. El establecimiento en cuestión era reducido pero lo bastante amplio para contener hasta cuatro mesillas, cada una con asientos para seis personas. Su adorno, por demás sobrio, consistía en un jarrón con flores que de mañana traía del Portal de la Fabrica la bella fondera para ponerlas a los pies de un Santo Cristo de tosca escultura, que se encontraba pendiente de la pared en el costado derecho del establecimiento y del cual era ferviente devota Amparito de la Felicidad.

En el marco de la puerta que daba acceso a la cocina estaba un perico sobre una estaca, parlando lo mas del día y llamado por su nombre a casi todos los parroquianos; un perezoso gato café, de pelo esponjoso, pasaba buenos ratos durmiendo debajo de alguna de las mesas, mientras que un perro negro de pelo sedoso y brillante, haciendo honor a su nombre de Centinela, permanecía sentado a la entrada de la fonda; recibiendo, de cuando en cuando, las caricias de los visitantes y sin hacerle extrañamiento a una murga callejera que casi a diario deleitaba a la concurrencia durante las horas de la comida. Contábase entre los abonados allí nuestro capitán, objeto de especiales atenciones y diferencias por parte de la dueña, así como también veíase honrado frecuentemente el establecimiento con las visitas de un empleado público llamado Juan Ponce, no menos atendido que el anterior. El mencionado Juan Ponce era un pícaro de siete suelas, de rostro rubicundo y de algo más edad que el soldado, sin querer decir con esto que llegase a la madurez.

Eran de verse las buenas migas que hicieron desde el primer día de conocerse los dos personajes, siendo rara la vez que Augusto iba sin la compañía de Ponce a tomar sus alimentos, y se procuraban tanto y la familiaridad de ambos llego al grado de no poder estar el uno sin el otro en sus ratos de ocio. Aunque dejamos ya dicho que entre los dos repartía sus atenciones la guapa moza, era manifiesta, sin embargo, su predilección por el capitán, para quien abrigaba la más secreta pasión, sin que él hubiese caído en la cuenta. Diariamente, las sobremesas prolongabanse más de lo debido, y especialmente en las noches, hasta horas muy avanzadas, no siendo raro que los sorprendiese la aurora en sus animadas charlas; ya refiriendo el presuntuoso militar sus temerarias hazañas; ya haciéndolos pasar Juanito Ponce amenos ratos con chistes y agudezas; ya Amparito entonando sentimental canción de la paloma, con su voz entonada y quejumbrosa, canción de muy agrado de sus amigos, porque les traía a la memoria sus mejores recuerdos, y por estar muy en boga en aquel entonces, habíanle granjeado fama a la muchacha de buena cancionera, cuya fama pregonaba a los cuatro vientos sus numerosos admiradores y todos aquellos de sus parroquianos a quienes les había tocado en suerte regalarse con las dulzuras de su garganta. Al apagarse los últimos acordes de su guitarra, el militar y el empleado premiaban su labor con nutridos y prolongados aplausos. No fueron pocas las veces en que los dos amigos, después de cenar, salieron de allí con muchos otros militares y civiles, en animado gallo, a canturrear, a los acordes de la orquesta, al pie de los balcones de las guapas zacatecanas recorriendo así de este modo y manera, las románticas calles de la Muy Noble y Leal Ciudad de Zacatecas. En esta forma gastaban entre ellos la vida, distribuyendo el tiempo entre las obligaciones de su profesión y las continuas parrandas y disipaciones.

Cuando más felices se sentían los tres amigos: la fondera, el empleado y el militar, negra nube oscureció la dicha. El regimiento al cual pertenecía el capitán Pavón recibió orden de salir de campaña. Cuando hubo este cumplido con su deber social de despedirse de sus amigos, encamino sus pasos a la fonda; en ella le esperaba su camarada Ponce, el soldado, en su interior, experimentaba inexplicable presentimiento. Contra la costumbre, bebe poco y come menos, en los momentos de abandonar la fonda, informa a sus amigos de su próxima partida, con amargura, entre caricias, recomienda a Amparito reciba un retrato suyo que un pintor debía llevarle luego lo terminase, como su familia llegaría a la ciudad muy breve, le encarecía lo pusiera en sus manos a su arribo. Por ultimo le suplica, ya transponiendo la puerta, le prepare suculenta cena, como para veinte personas, porque quiere pasar la noche rodeado de sus amigos con el fin de despedirse de ellos.

Veía Amparito de la Felicidad írsele el gozo al pozo, con la marcha del Capitán, pues a más de amarlo con ternura y venirle de perlas el familiar trato de los amigos, veía ascender las utilidades de su negocio con el producto del licor que esas veladas en buena cantidad se consumía, cuya cuenta quedaba siempre a cargo del militar, quien religiosamente la cubría en los días de pago. Secreta angustia le robaba la tranquilidad. A las nueve de la noche, poco más o menos, se presenta en la fonda, seguido de Ponce y varios oficiales de su mismo cuerpo que junto con el debían salir a campaña, y de algunos jóvenes de la flor y nata de la sociedad zacatecana. Al traspasar los umbrales del establecimiento, son saludados con las vivas notas de la marcha guerrera, ejecutada por la mejor orquesta de la ciudad, mandada de antemano por los amigos del Capitán.

Se comió y se bebió, se charló mucho y todos brindaron por el feliz éxito de la campaña que iba a emprender el militar. Cuando los humos del alcohol hubiéronse subido a la cabeza, la cordialidad estaba en su apogeo y Amparito, en la competencia con la orquesta, deleitaba a la concurrencia con las canciones de su vasto repertorio, los asistentes pidieron a coro refiriera el Capitán cierta aventura suya muy interesante, no conocía de muchos de los allí presentes. El Capitán accede. Juanito Ponce, a quien habían hecho mucho efecto las libaciones dejándose llevar de su carácter guasón, hace sátira del relato del militar, dando lugar a un dialogo de pullas y chifletas entre los amigos.

En lo más acalorado de la discusión, manifiesta el Capitán, picado en su amor propio, que su valor nadie lo puede poner en duda y que se siente capaz de arrastrar la más temeraria de las empresas. El empleado público, queriendo llevar la broma hasta el último grado, le propone hagan la apuesta, consistente en que cualquiera de los dos que muriese primero haría un baile en el panteón en donde estuviese sepultado, en honor del vivo viniendo personalmente por el para llevarlo. Estaba en efervescencia la cuestión, eminente era el peligro de estallar, por cuya causa los comensales para poner fin a tan inútil discusión y con el ansia de saber el desenlace del interesante relato del Capitán, manifiestan que en lugar de apuesta se haga un solemne juramento de llevar efecto la proposición de Ponce y se deje terminar el asunto en Paz de Dios. En tanto, Amparito de la Felicidad había descolgado un Santo Cristo y encendió un cirio para el juramento.

El soldado, rodilla en tierra y con la diestra extendida ante el Crucifijo jura por Dios, que hará si muere antes de su amigo, Juan, un baile en su honor en donde el este sepultado, viniendo por el para llevarlo a la fiesta. Todos atónitos contemplan el cuadro. La luz con destellos rojizos, realzaba la majestad del Cristo. Juan Ponce imita a su amigo y rodilla en tierra hace igual el juramento. Honda impresión causo a todos los contertulios aquel caso nacido de una broma y quitóles el deseo de seguir adelante la fiesta, por lo cual la orquesta no volvió a tocar. Desagrado y temor reflejaban los rostros de los espectadores. Uno a uno sin decir palabra, fueron despejando el lugar, a poco la fonda quedo desierta. Tan solo Amparito, de punta ante una silla colocaba el Crucifijo en su sitio.

Hacía tres meses que el Capitán se encontraba en campaña, una tarde un soldado disperso llevo a la fonda la noticia de la derrota del regimiento y dio pormenores a la bella Amparito, de la trágica muerte del Capitán. Al saber la triste nueva, la muchacha no pudiendo disimular la pena que le causo, derramo cuantioso llanto en presencia del soldado y estuvo largo tiempo sumida, en la reflexión vistiendo de riguroso luto. La familia de Pavón, que hacía pocos días había llegado a radicar a Zacatecas, tomo empeño en traer los restos del infortunado Capitán y una vez ellos en la ciudad, le dio cristiana sepultura en el panteón del Refugio, habiéndole rendido sus compañeros de armas los honores de ordenanza. Muy lejos estaba Juanito Ponce de imaginarse el triste fin de su amigo, porque a la semana escasa de haber salido a campaña, lo habían comisionado el Gobierno del Estado, para desempeñar una inspección minuciosa en la Oficina de Rentas de Juchipila.

Semanas después de los acontecimientos, era el día de su santo, y sus amigos, sabiendo que había llegado, fueron a su casa habitación a despertarlo con una buena orquesta. La recepción, por parte de este, es muy cordial, sucediéndose las felicitaciones entre los abrazos y apretones de manos, y después de haber dado rienda suelta a la alegría, bebido y cantado mucho, los amigos se retiraron de la casa, no sin recibir de parte del agasajado, formal invitación para fiesta nocturna. A las 11 de la mañana Ponce hace su aparición en la fonda, coincidiendo su entrada con la del pintor que llevaba el retrato del Capitán, quien como se recordara, le había dejado órdenes de entregarlo, tan luego como lo terminara, a la dueña de la fonda. Esta lo recibe con marcadas muestras de emoción que no pasan desapercibidas por Juan, que inquiere la causa de aquello.

La moza, pudiendo apenas dar crédito a que no supiese nada del suceso que durante muchos días había conmovido a la ciudad, se ve obligada a contar la tragedia del infortunado Capitán Pavón y como viera que el rostro de su amigo expresara una sonrisa de incredulidad, le recuerda el juramento a que está obligado. Ponce, haciendo gala de valor ante la joven, llena una copa de vino y avanza hacia el retrato. Ante él, hace un discurso asegurando que le sobrara ánimo para cumplir el juramento, y por lo tanto esperábalo para llevarlo a efecto, si era que el Cristo ante quien lo había hecho la toma de verdad en serio. Por ultimo termina su oración invitándolo a su casa a la fiesta preparada para la noche. A las diez de la noche la casa de Juan Ponce rebosaba de invitados, encontrándose el baile en privanza. A las doce, todo mundo al comedor. Poco antes de terminar la cena, llaman a la puerta y una criada ocurre a abrir.

Vuelve luego al comedor y dice: - Señor Juan, un militar desea hablar con Usted. - ¿No le ha dicho su nombre? - contesta el interpelado – No, no señor - ¿Es viejo o joven? – No lo sé señor porque no le he visto la cara, esta embozado en su capa y solo pude distinguirle su kepí bordado de oro y las botas de charol muy relucientes. – Diga usted, manifiesta Ponce visiblemente sobresaltado hoy no puedo recibirle porque tengo visitas, que vuelva mañana. Salió la criada con el recado, regresando a poco, decir que el militar insistía en hablarle y que si no le era posible salir le permitiera pasar, pues su asunto era muy urgente. Un frio mortal invade a Ponce quien recuerda el juramento que hacía tres meses y la escena de la mañana en la fonda, y temblando de presentimiento le manda pasar.

En esto entra el militar embozado en su capa negra y sin decir palabra siéntase en una silla. Mil preguntas le hacen sin lograr contestación pues el permanece mudo sin descubrirse el rostro. La mayor parte de los convidados que habían sido testigos del juramento hecho en la fonda de la Luz e Aurora, no apartaban los ojos de los dos sujetos y lanzaban miradas elocuentes a Ponce, como preguntándole si a él le infundía pavor el acontecimiento. Este casi no respiraba. Cuando hubo terminado la cena el militar hablo así: -“Amigo Juan Ponce un juramento hecho hace seis meses ante la imagen de un Cristo crucificado y del cual son testigos todos los aquí presentes, me ha hecho levantarme de mi tumba para dar testimonio de que con el nombre de Dios tres veces Santo no se puede jugar impunemente, y ahora por caridad te pido en nombre de la amistad íntima que en vida nos tuvimos, me acompañes a cumplirlo, para que mi alma pueda descansar en el Señor”.

Los presentes estaban inmóviles como petrificados en los asientos, Ponce, sacando fuerzas de flaqueza, toma su sombrero y acompaña al militar. Algunos de los más animosos entre los contertulios corrieron al balcón, alcanzando a ver como desaparecían las siluetas de los dos amigos al fondo de la calles de los Gallos, que en ese momento la luz de la luna plateaba. Ni una palabra pronunciaron en el camino. Al llegar a la Plazuela de Zamora deténiese Ponce en la calle que hace esquina con la calle de Manjares, donde existía por aquel entonces una tienda de abarrotes denominada “El Pabellón Mexicano” en la actualidad se llama solamente “El Pabellón”. En la planta alta del edificio vivía un virtuoso sacerdote ya entrado en años, amigo consultor de la familia Ponce y con quien Juanito confesaba cada año por la cuaresma.

El farol dejaba ver el rostro lívido y desencajado de Ponce y la lúgubre figura del Capitán Augusto Pavón. Juanito rompe el silencio pidiendo permiso de subir a la casa para dar un recado urgente. Este asiente con un leve movimiento en la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos tenemos a Ponce frente al sacerdote. Sorprende mucho al sacerdote el relato de la extraña aventura y de momento no acierta a aconsejarle nada, más una vez pasada la primera impresión y como hombre ducho en reflexiones, piensa entonces las cosas y teniendo en cuenta las circunstancias que mediaron el juramento, no duda que Dios permita levantarse a un muerto de su tumba para evidenciar la trascendencia de su acto en el cual como testigo Su Divina Majestad deba intervenir.

Juanito Ponce encomendándose en su interior a toda la Corte Celestial estaba pendiente de los labios del padre, esperando oírle pronunciar palabras que lo eximieran del terrible compromiso. Afuera, en la calle, se oía el acompasado andar del militar haciendo sonar sus espuelas en el empedrado. Después de pasar el virtuoso Ministro del Señor un largo rato pensando, manifiesta de súbito a Juan, ser absolutamente necesario acompañe al soldado a cumplir su juramento, pues a juzgar con lo acontecido, no era de dudarse que se tratara de un alma sujeta por Dios a aquella prueba, para poner de manifiesto la magnitud del juramento. Ponce, confortado por el Padre, se resuelve a afrontar la situación y arrodillado y contraído hace confesión general de sus culpas y recibe la absolución más muerto que vivo y juntamente con ella un crucifijo y reliquias que el sacerdote le entrega, para auxilio en aquel duro trance.

En tanto, el Capitán había llamado a la puerta, Ponce siente el frio de la muerte correrle por todo el cuerpo. Sale sin decir palabra, atraviesan las calles los dos, la de Manjarrez y del Refugio y al llegar donde hoy se levanta la planta de luz eléctrica y antaño fuera lomerío, ve Juan una gran claridad coronado los cerros, donde partía en dirección a ellos un haz de luz refulgente que les alumbra el camino, y al fijar en él los ojos encandilaba, no pudiendo distinguir en él lo que había detrás de la iluminación. Cuando estuvieron cerca de ella, una pesada puerta se oye rechinar sobre sus goznes y al abrirse escuchase las notas lúgubres de música, solo hasta entonces pudo darse cuenta Ponce de que se encontraba a las puertas del Panteón del Refugio, convertido a esas horas en sala de baile. Algo horripilante debió ofrecerse a su vista y su terror llego al colmo cuando el militar que hasta esa hora había permanecido embozado, se descubrió y tomándolo del brazo le instaba a pasar, Juan no fue dueño de sus actos y sintiendo venírsele el mundo encima cayó al suelo desmayado.

El sacerdote, que a larga distancia seguía a la pareja, solamente vio la claridad que coronaba a los cerros y el haz de luz que de ella partía, alumbrando el camino de los protagonistas, y cuando esta de pronto se extinguió, corrió a saber el fin de su protegido, el cual yacía en la tierra a las puertas del Panteón del Refugio. Costóle un poco de trabajo al padre hacerle recobrar sus facultades y con bastante dificultad le llevo a casa. Después de lo acontecido, todo quedo en paz y en profunda calma, solamente la luna, desde su azul mansión, estaba atónita tras de contemplar un raro acontecimiento. Al día siguiente la versión fue del dominio público en la ciudad y aseguraban los serenos de aquellos arrabales haber visto muy entrada ya la noche, por espacio de dos horas, una intensa luz en aquel rumbo, como si el Panteón del Refugio estuviese iluminado.

Durante largo tiempo Juan Ponce fue popular en Zacatecas y en todas partes asaltábalo la gente ávida de conocer su aventura, y al referírsela el con todos sus pormenores, terminaba siempre en las solemnes palabras que le dijera la noche de la fiesta su amigo el Capitán Pavón, al venirlo a visitar de ultratumba. No se puede jugar con el Santo Nombre de Dios impunemente.
 
La Aduana de Santo Domingo
Leyenda de Distrito Federal

A principios del siglo XVIII, vivía en la corte de la Nueva España, don Juan Gutierrez Rubín de Celis, rico y noble caballero, coronel del Regimiento Tres Villas, perteneciente a la Orden Militar de Santiago, y que, según afirman varios cronistas de la época, poseía también el hábito de Calatrava, así como el cargo de Prior del Consulado, nombramiento que había recibido del Virrey Don Juan de Acuña, Marqués de Casafuerte. Esto le hacía ser respetado y gozar de distinciones en las altas esferas sociales y nobles del Virreinato.

Don Juan vivía en medio del lujo más grande y la suntuosidad más refinada; jamás se le veía a pie, siempre en su carroza o en su litera forrada de seda. Le gustaba vestir con la elegancia más costosa de aquellos días, y afirma más de un historiador, que en 1716, durante los festejos de la toma de posesión del Gobierno por el Marqués de Valero, llevaba tal cantidad de joyas su traje, que solamente los bordados de perlas del casacón representaban la suma de treinta mil pesos, por cuyo dato se calculará el valor de sus cadenas, sortijas, de los alfileres sobre el encaje de la corbata, los broches en el sombrero, y demás brillantes preseas.

En el nobilísimo y nada joven caballero, se despertó loca y profunda pasión amorosa por la linda doncella Doña Sara de García Somera y Acuña, parienta del Virrey Marqués de Casafuerte, la cual dudaba en corresponder a aquel amor, por el carácter especial del enamorado que no presagiaba mucha felicidad en el matrimonio para el día de mañana.

Pero eran tantas las promesas y tantos los juramentos del apasionado pretendiente que allá por el año 1741, correspondió Doña Sara a las pretensiones de Don Juan, pero con una sola condición, algo rara en efecto, pero indispensable para conseguir la mano de la dama, y fue ésta: que el apasionado caballero concluyera en el plazo improrrogable de seis meses las obras del edificio de la Aduana, cuya construcción se había empezado años antes y estaba completamente abandonada. Algo le extrañó la condición, pero como el amor es poderoso cuando se adueña de las voluntades, sacudió Don Juan su manera de ser abandonada y fría, aceptando el requisito que se le imponía, y con actividad en él desusada, puso mano a la obra sin escatimar gasto alguno ni esfuerzo de ninguna clase, para salir airoso de la empresa.

No encontró ningún arquitecto que se comprometiera en ese plazo, a terminar el edificio y él en persona se convirtió en director de la obra. Hizo traer negros para que trabajasen día y noche, con teas encendidas se realizaban estos trabajos cuando la luz del sol faltaba; distribuyó entre los canteros, todos cuantos existían en la ciudad, las piedras que habían de labrar; mandó construir apresuradamente balcones y barandales de hierro; al mismo tiempo hizo que cientos de carpinteros construyeran bastidores, puertas, frontis y ventanas, vigilándolo todo él, antes holgazán caballero, que al presente desplegaba una actividad extraordinaria descansando apenas unas cuantas horas para dormir.

De esta manera, empeñoso y con tesonera constancia, tres días antes de expirar el plazo fijado por la dama de sus pensamientos, se puso de gala y, en su mejor coche, se dirigió a la casa de la amada a la que, en un cojín de terciopelo, hizo entrega de las llaves del edificio ya terminado y le pidió que cumpliera su palabra de ser su esposa, ya que él había cumplido la suya de terminar el edificio. Doña Sara cumplió su palabra. Se verificó el matrimonio en agosto de ese mismo año y Don Juan, para dejar un recuerdo de su amada a las generaciones futuras, mandó esculpir sobre un arco una inscripción acróstica, en la cual se puede leer lo siguiente:

“Siendo Prior del Consulado Don Juan Gutiérrez Rubín de Celis, Caballero de la Orden de Santiago, y Cónsules Don Gaspar de Alvarado, de la misma Orden y Don Lucas Serafín Chacón, se acabó la fábrica de esta Aduana, a 28 de junio de 1741”.

Algunos historiadores dicen, que Doña Sara puso la condición a Don Juan aconsejada por el Virrey Marqués de Casafuerte.

Tal es la historia de cómo se construyó el edificio mencionado. Observadores escrupulosos han hecho notar que la prisa con que se construyó se destaca en lo defectuoso de algunas partes, sobre todo en las piezas de hierro forjado, que no tienen la finura y delicadeza debida.
 
El Cerro Coatepec
Leyenda de Estado de México

Coatepec es un cerro que debe su nombre a una serpiente, pero no a cualquier serpiente sino a una que estaba "cubierta con plumas verdes", que muchos años atrás, en la época prehispánica, habitó en una cueva del cerro de Cuatlapanca (cabeza partida) y cuando se mudó a otra montaña dejó grabadas las huellas de sus pies y manos en las rocas de su antigua casa.

Estas señales, de tonalidad blanca, quedaron grabadas sin que se sepa aún con qué tipo de pintura (mineral o vegetal) fueron realizadas, ni en qué periodo se ejecutaron, dando margen a la especulación popular que las vincula también con otros tipos fantásticos o divinos, como el dios mesoamericano del viento Quetzalcóatl, venerado aquí desde hace más de mil años por su provisión del maíz al hombre.

De acuerdo con la leyenda contada por tlenamacas -sacerdotes chichimecas que se autosacrificaban pinchándose las orejas con puntas de obsidiana- la serpiente emplumada se alejó del Cuatlapanca dando "grandes voces, silbidos y aullidos de día y noche, poniendo gran espanto y admiración, transformándose después en un ídolo de piedra a manera de persona portando un bordón en la mano".

Adosada a este mito, de nítida vigencia en la población de Coatepec, sobrevive la creencia de que este "cerro de la culebra" –traducción del topónimo náhuatl- pudo ser el lugar del nacimiento del dios solar mexica Huitzilopochtli, el cual se habría partido en dos al nacer la terrible divinidad azteca.

Aunque fuera de la ruta codificada por los propios aztecas, que ubicaban el natalicio de Huitzilopochtli entre Tula y Huichapan, los coatepeños de Ixtapaluca se aferran a su propia versión apoyados en otro dato geológico: las dos cabezas fragmentadas del Cuatlapanca están dedicadas a Huitzilopochtli y a Tláloc (Tonaltepec), como los altares del Templo Mayor de Tenochtitlán.

En el cerro dedicado al dios Tláloc, la otra gran divinidad mesoamericana de especial arraigo en esta región –Coatepec está asentado en la faldas del monte Tláloc y a 10 kilómetros de Coatlinchán, lugar donde fue esculpido el monolito que se exhibe en el Museo Nacional de Antropología desde 1969- solía vivir un águila cazadora de serpientes, de la misma variedad de la que figura en el Escudo Nacional.

Estas coincidencias, la veteranía del pueblo (fue fundado en 1164 por huestes del rey Xólotl) y los recuerdos de la gente grande –"los abuelos de los abuelos"-, permiten colegir la existencia de un pasado de Coatepec muy cercano a la creación de los reinos tolteca, chichimeca, acolhua (Texcoco, al que perteneció) y a los aztecas, al que sus pobladores tributaron pulque y labores de cantería.

Entre las muchas otras leyendas aún recordadas por los coatepeños –la asociación civil Cerro y Culebra que encabezan los hermanos Alfredo y Víctor Mecalco- figura la de Apolonio Rivera alias El Tigre de Coatepec, un raro espécimen de bandido popular que robaba, solo y sin banda, a los grandes hacendados porfirianos de la región.

"Fue famoso porque se agarró de encargo a los propietarios de las haciendas de Xoquiapan (Íñigo Noriega), del Olivar (Antonio Zamora), Acuautla y Coxtitlán; los asaltaba cada que quería y porque terminó su vida en una celda de la guarnición militar del Palacio Nacional, al que fue confinado por el propio general-presidente Díaz una vez que la rural logró agarrarlo".

"El gobierno federal tuvo la atención de avisar de su fallecimiento al municipio de Ixtapaluca, su cadáver fue rescatado del Palacio Nacional por el delegado municipal de Coatepec Mariano Miranda y Apolonio está sepultado en el panteón de Coatepec, donde todavía existe su lápida", comentó don Alfredo Mecalco.

Coatepec, camino de paso del Camino Real de México-Puebla-Veracruz, de conexión inmediata con Chalco y Texcoco, está a unos cuantos kilómetros de la Sierra Nevada formada por los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl y del legendario paso de Río Frío, donde una partida de asaltantes se hizo célebre en la primera mitad del siglo XIX. Este lugar está al pie de los montes Tláloc, Papayo e Iztaccíhuatl.

Los bandidos de Río Frío, se cuenta en Coatepec, se ocultaban en la Cañada de Tecalco, que une a esta población con el vallecito de Río Frío en un paisaje umbroso y misterioso por la abundancia de bosques. "En cuevas donde se ocultaban los ladrones suelen encontrarse ropas lujosas del siglo antepasado, monedas de oro y plata y restos de pesebres", dice don Alfredo, en referencia al reciente hallazgo de un lugareño de Coatepec.

Una de las leyendas más bellas del pueblo está vinculada a la patrona Virgen del Rosario: "Había una viejecita –cuenta Mecalco- que soñaba con una escultura de la Virgen y nunca había logrado que ningún cantero de la región (Ayotla, Chimalhuacán) la hiciera como ella deseaba verla. Pero ocurrió que un día se presentaron en su casa dos jóvenes escultores...".

"Eran de buen porte e incluso bellos, y como única condición para hacerle la escultura le pidieron una jícara de agua y dos velas. Pasaron dos días encerrados sin que nada le solicitaran para comer y beber. Intrigada, al tercer abrió el cuarto y se encontró con la imagen en piedra que ella siempre había soñado, pero no halló por ningún lado a los escultores".

"La gente de entonces y de ahora –comentó el dirigente de Cerro y Culebra- siempre ha creído que esos escultores eran dos ángeles".
 
El Amate
Leyenda de Morelos

Cerca de la Hacienda del Hospital existe un panteón, el primer panteón de este lugar, a su costado se encuentra un árbol grande y frondoso, es un Amate, estos árboles, fueron víctimas de muchas leyendas, y se les ha dado mala fama. Porque se cree que el diablo los frecuenta y es aquí donde viven los muertos, que cada noche lloran por sus penas.

Hace mucho tiempo los habitantes de la hacienda trataron de derribar el árbol, pero no se pudo, algunos dicen que los muertos no los dejaron ya que sus raíces están debajo del panteón.

Le pregunté a un amigo que tiene parientes por ese rumbo: -¿Por qué lo quieren derribar? Es solo un árbol- y él me contestó: -Si es un árbol; pero no es cualquier árbol-.

Y así comienza la historia.

Mucho antes del nacimiento de mi amigo, su abuelito cuando era joven y trabajaba en el campo, tenía que pasar por el panteón en la madrugada, pero eso no era el problema, el problema era cuando caía la noche, ya de regreso a su casa, observó el cadáver de una persona en el árbol, estaba colgado del amate. Creyendo que se trataba de un asesinato, decidió avisarle al comisario del pueblo, este salió pero no encontraron nada, enojado el comisario le dijo que se fuera a dormir y que dejara de consumir bebidas alcohólicas, pero él dijo que no consumía alcohol y mucho menos tenía sueño, ya que el suceso se lo había quitado.

Días después el comisario fue a la ciudad de Cuautla en su caballo, de regreso a la Hacienda, pasó por el panteón, y observó a una persona parada en el amate, y decidió bajarse, pensando que era el campesino, al cual quería asustar, pero al acercarse, observó que su garganta estaba sangrando y que tenía una soga, entonces se dio cuenta que éste no era un vivo, sino un muerto, su caballo se asustó y corrió, el pobre comisario no tuvo más remedio que poner pies en polvorosa hasta llegar a la Hacienda.

Decidieron tratar de tirar el árbol pero no se pudo, rezaron por el difunto, pero no dio resultado. Y el árbol aún sigue en pie, tan frondoso y verde como nunca ha estado.
 
Aparición de Isauro Martínez
Leyenda de Coahuila

Son varias las leyendas que se cuentan, entre ellas las del gremio teatral quienes aseguran que en varias ocasiones, estando ensayando en el escenario han visto sentado a Don Isauro Martínez, propietario del teatro del mismo nombre (antes cine), en medio de una sala vacía, justo en la galería, lugar que para él en vida era favorito y donde mejor apreciaba los espectáculos.

Pero una de las más sonadas, es la que narra sobre aquél comentado encuentro que tuvo un hombre quien llegaba a las 8 de la mañana al teatro a dejar una escenografía de una compañía proveniente de la Ciudad de México que ese día tenía presentación.

El hombre llegó con el camión por la calle Galeana (lugar donde se encuentra la rampa y el portón de acceso para escenografía y los actores) y se encontró con la sorpresa de que el portón se encontraba cerrado, tocó por unos minutos hasta que un hombre muy amablemente le atendió. El encargado le comentó sobre la presentación y su labor de dejar la escenografía lista dentro para que procedieran a armarla, el amable señor aquel, le abrió el portón y le indicó que podía hacer su labor para no demorar el trabajo de toda la compañía, según el hombre, ese amable señor después de decirle: “se queda en su teatro” desapareció caminando hacia la sala.

El hombre siguió con su labro de descarga hasta que, por ahí de las 9 pasaditas de la mañana llegó la encargada de la oficina quien atónita de ver a aquel hombre entrando y saliendo del teatro, le preguntó quién le había dado acceso al teatro, ya que todo el personal (oficinistas y técnicos del teatro) llegaban de las 9 en adelante.

El hombre le comentó sobre el amable señor que le había abierto el portón para que hiciera su labor. La oficinista pensando que había sido el velador del teatro, siguió su camino a su lugar de trabajo.

Cuando el hombre terminó de descargar toda la escenografía, se dirigió a la oficina para informar que su labro había terminado y dejar el horario de llegada de sus demás compañeros. Cuando era atendido, algo en la oficina llamo su atención: “ese es el señor que en la mañana me abrió el portón y me dio acceso al teatro para descargar la escenografía.” Le comentó a la oficinista mientras señalaba un retrato en la pared.

La oficinista al escuchar esto, sólo atinó a responder con sarcasmo que era imposible, ya que ese hombre era nada más y nada menos que Don Isauro Martínez, fundador del ahora teatro y que llevaba ya años de haber fallecido.
 
El Aliento del Muerto
Leyenda de Nuevo León

Era el año 1977. Trabajaba en el pueblo de Lampazos de Naranjo, Nuevo león. Lejos de mi familia, tenía que buscar asistencia en mis necesidades como techo, alimento y ropa limpia. Tenía una casa en renta y comía lo que podía preparar y una vecina del pueblo lavaba mi ropa. Ella vivía sola en compañía de su pequeña hija y su madre; y una vez, esta última tuvo que Salir a Monclova, Coahuila, a visitar con urgencia a otra hija.

Aquella tarde, la joven señora, que sentía que era yo un hombre confiable, me dijo tener miedo a estar sola porque en aquella ruinosa casa colonial se escuchaban ruidos extraños. Yo, considerando no ser tan impresionable, acepté hacerle compañía. Ella dormiría con su hija en una cama al fondo del gran cuarto de casi cinco metros de ancho por diez de largo y yo, al otro extremos, en un viejo catre que arregló con limpias sábanas y cobertores. A las nueve de la noche, se apagaron todas las luces.

Tras algunos minutos de pensamientos y recuerdos por mi familia ausente, el sueño iba poco a poco tomando posesión de mis sentidos. Pero enseguida, una respiración empezó a resoplar muy tenue pero audible, cerca de mi oído derecho. Inmediatamente, me negué a mí mismo aquello que creía escuchar; pero el resuello insistió hasta hacerse oír claramente sin posibilidades de ignorarlo. Era cierto, algo raro sucedía en aquella casona.

Volví el rostro al otro lado. Ahora mi oído izquierdo empezó a atestiguar el sonido. Era una respiración vieja, cansada, que resoplaba en ahogos como de un asmático. Aunque escuchaba con respeto una evidente manifestación de un ente del Más Allá, decidí desentenderme y poner la almohada sobre mi cabeza. Unos minutos más, y ya estaba dormido.

A la mañana siguiente, desperté al ruido de vasijas en el cuarto contiguo que servía de cocina. La mujer preparaba el almuerzo a las seis y media de la mañana. Al ver que ya estaba despierto me llamó a la mesa. Me levanté para el aseo matutino y tras el arreglo personal, me senté ante un plato con huevos y una taza de café.

Mientras degustaba el platillo, le pregunté como con desinterés: -¿Quién dormía en ese catre que me preparo? –Allí dormía mi papá. –contesto ocupada en reacomodar los trastos. - ¿Y de qué murió su padre?. –Mi papá, Don Josecito, murió de asma…

No pregunte más… esta última respuesta me pareció que removía cosas que ya debían estar en el olvido. Callada, me acercó más tortillas calientes. Se sentó frente a mí y trató de sonreír. Correspondí el gesto y comimos en silencio. Ella jamás sabría que probablemente el espíritu de Don José seguía agregado a la familia como una etérea compañía.

No se presentó la ocasión de volver a dormir en aquella casa; pero por muchos años, en alas del recuerdo, casi volví a sentir pegado a mi oído el aliento del muerto.
 
El Baile de las Brujas
Leyenda de Tamaulipas

La Villa de Güémez es un pequeño pueblo del estado de Tamaulipas. En ese lugar, como en muchos otros pueblos, a los habitantes les gusta mucho hablar de cuentos de aparecidos y, aunque algunos parezcan cosa de fantasía exagerada, la gente no se cansa de escucharlos. Siempre van surgiendo nuevos cuentos, cada vez más interesantes. En Güémez de lo que más se habla, sin duda, es sobre las “bolas de lumbre”.

Cuentan los campesinos que, cuando iban por las noches a los Potreros, de repente salían unas bolsa de lumbre en el camino. Otras veces, mientras estaban regando, las bolas salían en montón por arriba de los maizales y, después de dar varias vueltas en el aire, se marchaban.

Las personas más ancianas decían que las bolas eran brujas que salían por las noches a pasearse juntas. Algunas aseguraban que rezando las doce verdades, al mismo tiempo que se hacía un nudo en una cuerda por cada rezo, las brujas bajaban. Cuando se conseguía lo anterior, las brujas se convertían en diferentes animales para ahuyentar a la persona que las bajó. Si al cabo de cierto tiempo la persona no se marchaba se perdía el hechizo y la bruja tomaba su aspecto humano, quedando entonces a merced de quien la hubiera bajado.

Mi hermano Miguel me contó que cuando él era niño vio por primera vez a las brujas. Dijo que él y un amigo suyo habían ido de noche a los Potreros. De regreso venían platicando montados en un burro cuando vieron que una bola se acercaba a ellos, moviéndose de una manera muy especial, como si llevara suavemente el ritmo de algún baile. Mientras mi hermano la observaba fascinado, su amigo le preguntó si quería ver más brujas. Mi hermano, aunque con miedo, le dijo que sí. El muchacho entonces empezó a chiflar fuerte, muy fuerte, y fueron apareciendo más bolas. Entre más chiflaba su amigo, más bolas salían y más se les acercaban. De pronto, el muchacho guardó silencio y le dijo a Miguel que era malo chiflarles mucho, que por eso mejor se callaba. Las bolas se fueron marchando poco a poco, tal como habían llegado. Mi hermano y su amigo continuaron su camino, uno con la tranquilidad que da la costumbre, el otro temblando de miedo por su primera experiencia.

Las Ayuntas es el lugar donde se unen el río Corona y el río San Felipe. En cierta ocasión mis hermanos fueron de cacería en la noche; muy cerca de ese lugar, llevaban dos rifles y un candil. Jose Zúñiga, que conocía bien el lugar, comentó que mejor no llegaran a las Ayuntas, porque ahí salían las brujas y les apagaban el candil. Como nadie le creyó, siguieron el camino. Cuando llegaron al lugar, todo estaba tranquilo y el candil iluminaba perfectamente. De repente vieron que del monte se levantaron bailando varias bolas. Casi al mismo tiempo se apagó el candil. Durante varios minutos estuvieron observando el exótico baile, hasta que las bolas se marcharon. Entonces el candil volvió a encenderse.

Yo leí en una revista que existe un pájaro con cierta fosforescencia en las plumas, me lo imaginé volando y lo comparé con una luciérnaga gigante. Tal vez ese pájaro es lo que han visto las personas de Güémez. Como ignoran de qué se trata, se imaginan lo que podría ser.

Yo nunca he visto a las famosas brujas y, aunque creo que son los pájaros fosforescentes, nunca he querido ir de cacería por la noche a los Potreros de las Ayuntas. Las personas que no hemos visto aún las bolas esperamos tener el suficiente valor, y aire también, para poder chiflarles fuerte… muy fuerte.
 
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