Baile del Panteón del Refugio
Leyenda de Zacatecas
Cuenta una voz popular de la vieja Ciudad de Zacatecas, que allá por el año 1860, cuando nuestro país era teatro de sangrientas guerras entre liberales y conservadores, pertenecía a la guarnición un capitán de nombre Augusto Pavón. Encontrábase el aludido militar en la plenitud de la vida, andando en los veintinueve años. Era alto, esbelto de movimientos airosos, rostro de tez blanca, ojos azules, boca atrevida que lucía unos bigotes rubios, como el pelo de su cabeza, arreglados siempre con esmero. Su porte marcial al que daba mayor gallardía el flamante uniforme, era la admiración del bello sexo y su trato afable y correcto habíale granjeado el aprecio y estimación de sus amistades, las muchas hazañas que de él se contaban lo hacían popular en la ciudad.
Había por ese tiempo en la Plaza de la Loza, llamada también del Laberinto, una fonda denominada la Luz de la Aurora, que gozaba de numerosa clientela debido a las gracias de su dueña: una morena de veinte primaveras y arreboladas mejillas, llena de atractivos y que tenía por nombre o sobrenombre, que esto no hemos podido averiguarlo, Amparo de la Felicidad. El establecimiento en cuestión era reducido pero lo bastante amplio para contener hasta cuatro mesillas, cada una con asientos para seis personas. Su adorno, por demás sobrio, consistía en un jarrón con flores que de mañana traía del Portal de la Fabrica la bella fondera para ponerlas a los pies de un Santo Cristo de tosca escultura, que se encontraba pendiente de la pared en el costado derecho del establecimiento y del cual era ferviente devota Amparito de la Felicidad.
En el marco de la puerta que daba acceso a la cocina estaba un perico sobre una estaca, parlando lo mas del día y llamado por su nombre a casi todos los parroquianos; un perezoso gato café, de pelo esponjoso, pasaba buenos ratos durmiendo debajo de alguna de las mesas, mientras que un perro negro de pelo sedoso y brillante, haciendo honor a su nombre de Centinela, permanecía sentado a la entrada de la fonda; recibiendo, de cuando en cuando, las caricias de los visitantes y sin hacerle extrañamiento a una murga callejera que casi a diario deleitaba a la concurrencia durante las horas de la comida. Contábase entre los abonados allí nuestro capitán, objeto de especiales atenciones y diferencias por parte de la dueña, así como también veíase honrado frecuentemente el establecimiento con las visitas de un empleado público llamado Juan Ponce, no menos atendido que el anterior. El mencionado Juan Ponce era un pícaro de siete suelas, de rostro rubicundo y de algo más edad que el soldado, sin querer decir con esto que llegase a la madurez.
Eran de verse las buenas migas que hicieron desde el primer día de conocerse los dos personajes, siendo rara la vez que Augusto iba sin la compañía de Ponce a tomar sus alimentos, y se procuraban tanto y la familiaridad de ambos llego al grado de no poder estar el uno sin el otro en sus ratos de ocio. Aunque dejamos ya dicho que entre los dos repartía sus atenciones la guapa moza, era manifiesta, sin embargo, su predilección por el capitán, para quien abrigaba la más secreta pasión, sin que él hubiese caído en la cuenta. Diariamente, las sobremesas prolongabanse más de lo debido, y especialmente en las noches, hasta horas muy avanzadas, no siendo raro que los sorprendiese la aurora en sus animadas charlas; ya refiriendo el presuntuoso militar sus temerarias hazañas; ya haciéndolos pasar Juanito Ponce amenos ratos con chistes y agudezas; ya Amparito entonando sentimental canción de la paloma, con su voz entonada y quejumbrosa, canción de muy agrado de sus amigos, porque les traía a la memoria sus mejores recuerdos, y por estar muy en boga en aquel entonces, habíanle granjeado fama a la muchacha de buena cancionera, cuya fama pregonaba a los cuatro vientos sus numerosos admiradores y todos aquellos de sus parroquianos a quienes les había tocado en suerte regalarse con las dulzuras de su garganta. Al apagarse los últimos acordes de su guitarra, el militar y el empleado premiaban su labor con nutridos y prolongados aplausos. No fueron pocas las veces en que los dos amigos, después de cenar, salieron de allí con muchos otros militares y civiles, en animado gallo, a canturrear, a los acordes de la orquesta, al pie de los balcones de las guapas zacatecanas recorriendo así de este modo y manera, las románticas calles de la Muy Noble y Leal Ciudad de Zacatecas. En esta forma gastaban entre ellos la vida, distribuyendo el tiempo entre las obligaciones de su profesión y las continuas parrandas y disipaciones.
Cuando más felices se sentían los tres amigos: la fondera, el empleado y el militar, negra nube oscureció la dicha. El regimiento al cual pertenecía el capitán Pavón recibió orden de salir de campaña. Cuando hubo este cumplido con su deber social de despedirse de sus amigos, encamino sus pasos a la fonda; en ella le esperaba su camarada Ponce, el soldado, en su interior, experimentaba inexplicable presentimiento. Contra la costumbre, bebe poco y come menos, en los momentos de abandonar la fonda, informa a sus amigos de su próxima partida, con amargura, entre caricias, recomienda a Amparito reciba un retrato suyo que un pintor debía llevarle luego lo terminase, como su familia llegaría a la ciudad muy breve, le encarecía lo pusiera en sus manos a su arribo. Por ultimo le suplica, ya transponiendo la puerta, le prepare suculenta cena, como para veinte personas, porque quiere pasar la noche rodeado de sus amigos con el fin de despedirse de ellos.
Veía Amparito de la Felicidad írsele el gozo al pozo, con la marcha del Capitán, pues a más de amarlo con ternura y venirle de perlas el familiar trato de los amigos, veía ascender las utilidades de su negocio con el producto del licor que esas veladas en buena cantidad se consumía, cuya cuenta quedaba siempre a cargo del militar, quien religiosamente la cubría en los días de pago. Secreta angustia le robaba la tranquilidad. A las nueve de la noche, poco más o menos, se presenta en la fonda, seguido de Ponce y varios oficiales de su mismo cuerpo que junto con el debían salir a campaña, y de algunos jóvenes de la flor y nata de la sociedad zacatecana. Al traspasar los umbrales del establecimiento, son saludados con las vivas notas de la marcha guerrera, ejecutada por la mejor orquesta de la ciudad, mandada de antemano por los amigos del Capitán.
Se comió y se bebió, se charló mucho y todos brindaron por el feliz éxito de la campaña que iba a emprender el militar. Cuando los humos del alcohol hubiéronse subido a la cabeza, la cordialidad estaba en su apogeo y Amparito, en la competencia con la orquesta, deleitaba a la concurrencia con las canciones de su vasto repertorio, los asistentes pidieron a coro refiriera el Capitán cierta aventura suya muy interesante, no conocía de muchos de los allí presentes. El Capitán accede. Juanito Ponce, a quien habían hecho mucho efecto las libaciones dejándose llevar de su carácter guasón, hace sátira del relato del militar, dando lugar a un dialogo de pullas y chifletas entre los amigos.
En lo más acalorado de la discusión, manifiesta el Capitán, picado en su amor propio, que su valor nadie lo puede poner en duda y que se siente capaz de arrastrar la más temeraria de las empresas. El empleado público, queriendo llevar la broma hasta el último grado, le propone hagan la apuesta, consistente en que cualquiera de los dos que muriese primero haría un baile en el panteón en donde estuviese sepultado, en honor del vivo viniendo personalmente por el para llevarlo. Estaba en efervescencia la cuestión, eminente era el peligro de estallar, por cuya causa los comensales para poner fin a tan inútil discusión y con el ansia de saber el desenlace del interesante relato del Capitán, manifiestan que en lugar de apuesta se haga un solemne juramento de llevar efecto la proposición de Ponce y se deje terminar el asunto en Paz de Dios. En tanto, Amparito de la Felicidad había descolgado un Santo Cristo y encendió un cirio para el juramento.
El soldado, rodilla en tierra y con la diestra extendida ante el Crucifijo jura por Dios, que hará si muere antes de su amigo, Juan, un baile en su honor en donde el este sepultado, viniendo por el para llevarlo a la fiesta. Todos atónitos contemplan el cuadro. La luz con destellos rojizos, realzaba la majestad del Cristo. Juan Ponce imita a su amigo y rodilla en tierra hace igual el juramento. Honda impresión causo a todos los contertulios aquel caso nacido de una broma y quitóles el deseo de seguir adelante la fiesta, por lo cual la orquesta no volvió a tocar. Desagrado y temor reflejaban los rostros de los espectadores. Uno a uno sin decir palabra, fueron despejando el lugar, a poco la fonda quedo desierta. Tan solo Amparito, de punta ante una silla colocaba el Crucifijo en su sitio.
Hacía tres meses que el Capitán se encontraba en campaña, una tarde un soldado disperso llevo a la fonda la noticia de la derrota del regimiento y dio pormenores a la bella Amparito, de la trágica muerte del Capitán. Al saber la triste nueva, la muchacha no pudiendo disimular la pena que le causo, derramo cuantioso llanto en presencia del soldado y estuvo largo tiempo sumida, en la reflexión vistiendo de riguroso luto. La familia de Pavón, que hacía pocos días había llegado a radicar a Zacatecas, tomo empeño en traer los restos del infortunado Capitán y una vez ellos en la ciudad, le dio cristiana sepultura en el panteón del Refugio, habiéndole rendido sus compañeros de armas los honores de ordenanza. Muy lejos estaba Juanito Ponce de imaginarse el triste fin de su amigo, porque a la semana escasa de haber salido a campaña, lo habían comisionado el Gobierno del Estado, para desempeñar una inspección minuciosa en la Oficina de Rentas de Juchipila.
Semanas después de los acontecimientos, era el día de su santo, y sus amigos, sabiendo que había llegado, fueron a su casa habitación a despertarlo con una buena orquesta. La recepción, por parte de este, es muy cordial, sucediéndose las felicitaciones entre los abrazos y apretones de manos, y después de haber dado rienda suelta a la alegría, bebido y cantado mucho, los amigos se retiraron de la casa, no sin recibir de parte del agasajado, formal invitación para fiesta nocturna. A las 11 de la mañana Ponce hace su aparición en la fonda, coincidiendo su entrada con la del pintor que llevaba el retrato del Capitán, quien como se recordara, le había dejado órdenes de entregarlo, tan luego como lo terminara, a la dueña de la fonda. Esta lo recibe con marcadas muestras de emoción que no pasan desapercibidas por Juan, que inquiere la causa de aquello.
La moza, pudiendo apenas dar crédito a que no supiese nada del suceso que durante muchos días había conmovido a la ciudad, se ve obligada a contar la tragedia del infortunado Capitán Pavón y como viera que el rostro de su amigo expresara una sonrisa de incredulidad, le recuerda el juramento a que está obligado. Ponce, haciendo gala de valor ante la joven, llena una copa de vino y avanza hacia el retrato. Ante él, hace un discurso asegurando que le sobrara ánimo para cumplir el juramento, y por lo tanto esperábalo para llevarlo a efecto, si era que el Cristo ante quien lo había hecho la toma de verdad en serio. Por ultimo termina su oración invitándolo a su casa a la fiesta preparada para la noche. A las diez de la noche la casa de Juan Ponce rebosaba de invitados, encontrándose el baile en privanza. A las doce, todo mundo al comedor. Poco antes de terminar la cena, llaman a la puerta y una criada ocurre a abrir.
Vuelve luego al comedor y dice: - Señor Juan, un militar desea hablar con Usted. - ¿No le ha dicho su nombre? - contesta el interpelado – No, no señor - ¿Es viejo o joven? – No lo sé señor porque no le he visto la cara, esta embozado en su capa y solo pude distinguirle su kepí bordado de oro y las botas de charol muy relucientes. – Diga usted, manifiesta Ponce visiblemente sobresaltado hoy no puedo recibirle porque tengo visitas, que vuelva mañana. Salió la criada con el recado, regresando a poco, decir que el militar insistía en hablarle y que si no le era posible salir le permitiera pasar, pues su asunto era muy urgente. Un frio mortal invade a Ponce quien recuerda el juramento que hacía tres meses y la escena de la mañana en la fonda, y temblando de presentimiento le manda pasar.
En esto entra el militar embozado en su capa negra y sin decir palabra siéntase en una silla. Mil preguntas le hacen sin lograr contestación pues el permanece mudo sin descubrirse el rostro. La mayor parte de los convidados que habían sido testigos del juramento hecho en la fonda de la Luz e Aurora, no apartaban los ojos de los dos sujetos y lanzaban miradas elocuentes a Ponce, como preguntándole si a él le infundía pavor el acontecimiento. Este casi no respiraba. Cuando hubo terminado la cena el militar hablo así: -“Amigo Juan Ponce un juramento hecho hace seis meses ante la imagen de un Cristo crucificado y del cual son testigos todos los aquí presentes, me ha hecho levantarme de mi tumba para dar testimonio de que con el nombre de Dios tres veces Santo no se puede jugar impunemente, y ahora por caridad te pido en nombre de la amistad íntima que en vida nos tuvimos, me acompañes a cumplirlo, para que mi alma pueda descansar en el Señor”.
Los presentes estaban inmóviles como petrificados en los asientos, Ponce, sacando fuerzas de flaqueza, toma su sombrero y acompaña al militar. Algunos de los más animosos entre los contertulios corrieron al balcón, alcanzando a ver como desaparecían las siluetas de los dos amigos al fondo de la calles de los Gallos, que en ese momento la luz de la luna plateaba. Ni una palabra pronunciaron en el camino. Al llegar a la Plazuela de Zamora deténiese Ponce en la calle que hace esquina con la calle de Manjares, donde existía por aquel entonces una tienda de abarrotes denominada “El Pabellón Mexicano” en la actualidad se llama solamente “El Pabellón”. En la planta alta del edificio vivía un virtuoso sacerdote ya entrado en años, amigo consultor de la familia Ponce y con quien Juanito confesaba cada año por la cuaresma.
El farol dejaba ver el rostro lívido y desencajado de Ponce y la lúgubre figura del Capitán Augusto Pavón. Juanito rompe el silencio pidiendo permiso de subir a la casa para dar un recado urgente. Este asiente con un leve movimiento en la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos tenemos a Ponce frente al sacerdote. Sorprende mucho al sacerdote el relato de la extraña aventura y de momento no acierta a aconsejarle nada, más una vez pasada la primera impresión y como hombre ducho en reflexiones, piensa entonces las cosas y teniendo en cuenta las circunstancias que mediaron el juramento, no duda que Dios permita levantarse a un muerto de su tumba para evidenciar la trascendencia de su acto en el cual como testigo Su Divina Majestad deba intervenir.
Juanito Ponce encomendándose en su interior a toda la Corte Celestial estaba pendiente de los labios del padre, esperando oírle pronunciar palabras que lo eximieran del terrible compromiso. Afuera, en la calle, se oía el acompasado andar del militar haciendo sonar sus espuelas en el empedrado. Después de pasar el virtuoso Ministro del Señor un largo rato pensando, manifiesta de súbito a Juan, ser absolutamente necesario acompañe al soldado a cumplir su juramento, pues a juzgar con lo acontecido, no era de dudarse que se tratara de un alma sujeta por Dios a aquella prueba, para poner de manifiesto la magnitud del juramento. Ponce, confortado por el Padre, se resuelve a afrontar la situación y arrodillado y contraído hace confesión general de sus culpas y recibe la absolución más muerto que vivo y juntamente con ella un crucifijo y reliquias que el sacerdote le entrega, para auxilio en aquel duro trance.
En tanto, el Capitán había llamado a la puerta, Ponce siente el frio de la muerte correrle por todo el cuerpo. Sale sin decir palabra, atraviesan las calles los dos, la de Manjarrez y del Refugio y al llegar donde hoy se levanta la planta de luz eléctrica y antaño fuera lomerío, ve Juan una gran claridad coronado los cerros, donde partía en dirección a ellos un haz de luz refulgente que les alumbra el camino, y al fijar en él los ojos encandilaba, no pudiendo distinguir en él lo que había detrás de la iluminación. Cuando estuvieron cerca de ella, una pesada puerta se oye rechinar sobre sus goznes y al abrirse escuchase las notas lúgubres de música, solo hasta entonces pudo darse cuenta Ponce de que se encontraba a las puertas del Panteón del Refugio, convertido a esas horas en sala de baile. Algo horripilante debió ofrecerse a su vista y su terror llego al colmo cuando el militar que hasta esa hora había permanecido embozado, se descubrió y tomándolo del brazo le instaba a pasar, Juan no fue dueño de sus actos y sintiendo venírsele el mundo encima cayó al suelo desmayado.
El sacerdote, que a larga distancia seguía a la pareja, solamente vio la claridad que coronaba a los cerros y el haz de luz que de ella partía, alumbrando el camino de los protagonistas, y cuando esta de pronto se extinguió, corrió a saber el fin de su protegido, el cual yacía en la tierra a las puertas del Panteón del Refugio. Costóle un poco de trabajo al padre hacerle recobrar sus facultades y con bastante dificultad le llevo a casa. Después de lo acontecido, todo quedo en paz y en profunda calma, solamente la luna, desde su azul mansión, estaba atónita tras de contemplar un raro acontecimiento. Al día siguiente la versión fue del dominio público en la ciudad y aseguraban los serenos de aquellos arrabales haber visto muy entrada ya la noche, por espacio de dos horas, una intensa luz en aquel rumbo, como si el Panteón del Refugio estuviese iluminado.
Durante largo tiempo Juan Ponce fue popular en Zacatecas y en todas partes asaltábalo la gente ávida de conocer su aventura, y al referírsela el con todos sus pormenores, terminaba siempre en las solemnes palabras que le dijera la noche de la fiesta su amigo el Capitán Pavón, al venirlo a visitar de ultratumba. No se puede jugar con el Santo Nombre de Dios impunemente.