tiburonxx
Bovino de la familia
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Milenio Diario
Daniel Vargas Parra
http://impreso.milenio.com/node/8801664
Desde que se despertó corrió a la computadora. Exigió que la encendiera y de inmediato, con la facilidad que tiene un niño de 5 años para controlar el mouse, dirigió el explorador al trailer de Toy Story 3. Así, con todo el conocimiento de causa, trazó en el mapa su ruta en el metro que lo llevaría al cine para, al fin, y después de una larga espera, ver a sus héroes resolver su último gran dilema: ver cómo Andy se volvió hombre. Con tal ánimo mi hijo me tomó de la mano con el zapato a medio poner y corrimos al cine. Luego de varias peripecias, entre salas repletas, niños ansiosos, madres nerviosas, boletos agotados y lugares pegajosos la aventura comenzó a rodar.
Un aire de escepticismo nublaba mi juicio. Habían pasado años desde aquel estreno de la segunda parte. Habían pasado un montón de incidentes con el guión, con la elección del director, con la versión latina, con la adecuación de una historia medio forzada donde resultaba imposible pensar en un Andy universitario deshaciéndose de sus añorados recuerdos. Encima, el mal augurio de la intromisión comercial de una Barbie y un Ken jugando al romance. Para rematar, la extraña costumbre de los filmakers infantiles por hacer de sus discursos enajenados aparatos que tratan a sus espectadores como pubertos, adelantando en sus vidas la adopción de patrones todavía ajenos a sus rutinas. Con todo, la mirada atenta de mi vástago y su emoción me contagiaron. Terminé igual de fanatizado y confié en que Pixar y sus creadores no defraudarían a toda una generación y sus cómplices jueces paternos. Dos horas después el que no podía despertar de la conmoción era yo; mi hijo tuvo que confortarme para dejar de sufrir por la trama.
El filme sigue un viejo modelo del montaje. Ante lo lineal de las narrativas que le antecedían, por excelentes que fueran, no dejaban de describir circunstancias buscando en ellas el factor del entretenimiento. Ahora, reutilizaron el esquema del juego individual con el que abre la cinta. En la segunda parte era la escena de un videojuego la que lograba fantasear con la acción de los juguetes. Ahora no. Se trata de la mente de un niño que desprende de sus facultades creadoras, no la repetición de una aventura inducida por los roles comerciales del juego espacial o western. La tensión se corta y revienta cuando se despliega el tema musical “Amigo fiel” de la mano de un video casero que muestra cómo fue que Andy creció entre su grupo de amigos ficcionales. Ahí la memoria golpea al espectador y justifica lo que vendrá inmediatamente: la situación de abandono. Comienza entonces un drama bien estructurado. Una historia que cuenta como Buzz y sus compañeros deben hacer frente a su condición de exilio. Mientras Woody tiene que enfrentar un destino, el mismo que él le reveló al Guardián Espacial, “ser un juguete” no un recuerdo.
La parte de la guardería logra retratar bien las directrices ideológicas sobre las cuales se construyen las sociedades de control. Sin embargo, la teatralidad de una prisión de máxima seguridad y el planeado escape al estilo del 007 a pesar de ser muy entretenido no superaba las expectativas. Justo en esas secuencias, el regreso del “astroloco”, con la personalidad alterada del Buzz no consciente de su condición, vale oro. La máxima de la violencia a efecto del poder absoluto hubiera caído en un lugar común sino anclaba, como lo hace Pixar regularmente, a una emocional genealogía que explora el estado psíquico del villano. Esto remite a un montaje de las atracciones que busca oponer emociones y explorar la psicología del espectador. Lozzo y Bebote resultan ser el producto de un abandono, una pérdida mal manejada y las consecuencias fatales de esto. Aquí habita la sustancia ética de la cinta. Hace años, que leía un bello de texto de Aldous Huxley, me dio por escribir algo sobre una interesante historia que nace al interior de la trama de La Isla: la fisiología del megalómano. En unas siete páginas Huxley se explica por qué se dan los dictadores. Ahí define que existen justo porque de niños no se les ha podido canalizar. Que en su niñez sufrieron de maltrato en la escuela, engendrando un odio contra las entidades colectivas buscando el poder, ya como adultos, para “salvar su estado de venganza”. Les llama hombres Peter Pan justo porque de niños no se les enseñó a procesar las pérdidas, los cambios, el duelo y las presiones típicas de las sociedades disciplinarias. Aquí Toy Story 3 poetiza con metáforas el ejercicio profiláctico para manejar las pérdidas. El villano es un ser que sublimó el dolor de la ausencia al grado del abuso de poder mientras Woody, en su calidad de héroe trágico, asume el destino, y aprende con dolor cuál debe ser su lugar en el nuevo orden, a pesar de que el cambio le lastime. Ambos son el paradigma del líder de un grupo, ambos representan lo que Huxley denomina una sociedad sana y una enferma y en su enfrentamiento se define el mensaje del filme.
Toy Story 3 debía innovar en la técnica. En su momento, hace 15 años, revolucionó la industria del género. Ahora no hubo más que aportar. Ahí, en los gráficos, colorido y efectos 3D se queda en lo tradicional. La nueva revolución, el aporte al género radica en el modelo emocional. El tipo de construcción de la trama va dirigido al violento contraste de sentimientos. En la Gran Bretaña se han realizado encuestas que revelan que es el filme donde más hombres aceptan haber llorado en el cine. Estamos frente a una película dura a pesar de lo divertida. Una tragedia que nos muestra un final feliz que duele, que despierta al niño que fuimos todos y que no tuvo posibilidad de despedirse así de sus amigos más queridos. Quienes hemos vinculado a Woody y Buzz a nuestras vidas como padres sufrimos el momento, nietzscheano, de dejar ir lo viejo en vísperas de una nueva aurora tal y como el arribo de nuestros hijos: el desprendimiento de nuestros apegos infantiles ante las responsabilidades como adultos. En este drama no hay muertos, no corre sangre, no se pierden guerras u obtienen triunfos. Lo que se asume, mediante la figura de Andy, es la pérdida de una parte de nuestra historia y la simple evocación de ello nos conmueve.
Woody y Buzz no son ahora protagonistas de la revolución tecnológica. Son el dispositivo iconográfico, la materialización misma del recuerdo de generaciones, que representa la añeja fórmula del juego. Es la pura consciencia de que nuestros ficticios amigos de la niñez no son más que bellos espejos de lo que éramos, afectivamente, como pequeños individuos creándonos locos y extravagantes mundos imaginarios.
:eolo::mota:
Daniel Vargas Parra
http://impreso.milenio.com/node/8801664
Desde que se despertó corrió a la computadora. Exigió que la encendiera y de inmediato, con la facilidad que tiene un niño de 5 años para controlar el mouse, dirigió el explorador al trailer de Toy Story 3. Así, con todo el conocimiento de causa, trazó en el mapa su ruta en el metro que lo llevaría al cine para, al fin, y después de una larga espera, ver a sus héroes resolver su último gran dilema: ver cómo Andy se volvió hombre. Con tal ánimo mi hijo me tomó de la mano con el zapato a medio poner y corrimos al cine. Luego de varias peripecias, entre salas repletas, niños ansiosos, madres nerviosas, boletos agotados y lugares pegajosos la aventura comenzó a rodar.
Un aire de escepticismo nublaba mi juicio. Habían pasado años desde aquel estreno de la segunda parte. Habían pasado un montón de incidentes con el guión, con la elección del director, con la versión latina, con la adecuación de una historia medio forzada donde resultaba imposible pensar en un Andy universitario deshaciéndose de sus añorados recuerdos. Encima, el mal augurio de la intromisión comercial de una Barbie y un Ken jugando al romance. Para rematar, la extraña costumbre de los filmakers infantiles por hacer de sus discursos enajenados aparatos que tratan a sus espectadores como pubertos, adelantando en sus vidas la adopción de patrones todavía ajenos a sus rutinas. Con todo, la mirada atenta de mi vástago y su emoción me contagiaron. Terminé igual de fanatizado y confié en que Pixar y sus creadores no defraudarían a toda una generación y sus cómplices jueces paternos. Dos horas después el que no podía despertar de la conmoción era yo; mi hijo tuvo que confortarme para dejar de sufrir por la trama.
El filme sigue un viejo modelo del montaje. Ante lo lineal de las narrativas que le antecedían, por excelentes que fueran, no dejaban de describir circunstancias buscando en ellas el factor del entretenimiento. Ahora, reutilizaron el esquema del juego individual con el que abre la cinta. En la segunda parte era la escena de un videojuego la que lograba fantasear con la acción de los juguetes. Ahora no. Se trata de la mente de un niño que desprende de sus facultades creadoras, no la repetición de una aventura inducida por los roles comerciales del juego espacial o western. La tensión se corta y revienta cuando se despliega el tema musical “Amigo fiel” de la mano de un video casero que muestra cómo fue que Andy creció entre su grupo de amigos ficcionales. Ahí la memoria golpea al espectador y justifica lo que vendrá inmediatamente: la situación de abandono. Comienza entonces un drama bien estructurado. Una historia que cuenta como Buzz y sus compañeros deben hacer frente a su condición de exilio. Mientras Woody tiene que enfrentar un destino, el mismo que él le reveló al Guardián Espacial, “ser un juguete” no un recuerdo.
La parte de la guardería logra retratar bien las directrices ideológicas sobre las cuales se construyen las sociedades de control. Sin embargo, la teatralidad de una prisión de máxima seguridad y el planeado escape al estilo del 007 a pesar de ser muy entretenido no superaba las expectativas. Justo en esas secuencias, el regreso del “astroloco”, con la personalidad alterada del Buzz no consciente de su condición, vale oro. La máxima de la violencia a efecto del poder absoluto hubiera caído en un lugar común sino anclaba, como lo hace Pixar regularmente, a una emocional genealogía que explora el estado psíquico del villano. Esto remite a un montaje de las atracciones que busca oponer emociones y explorar la psicología del espectador. Lozzo y Bebote resultan ser el producto de un abandono, una pérdida mal manejada y las consecuencias fatales de esto. Aquí habita la sustancia ética de la cinta. Hace años, que leía un bello de texto de Aldous Huxley, me dio por escribir algo sobre una interesante historia que nace al interior de la trama de La Isla: la fisiología del megalómano. En unas siete páginas Huxley se explica por qué se dan los dictadores. Ahí define que existen justo porque de niños no se les ha podido canalizar. Que en su niñez sufrieron de maltrato en la escuela, engendrando un odio contra las entidades colectivas buscando el poder, ya como adultos, para “salvar su estado de venganza”. Les llama hombres Peter Pan justo porque de niños no se les enseñó a procesar las pérdidas, los cambios, el duelo y las presiones típicas de las sociedades disciplinarias. Aquí Toy Story 3 poetiza con metáforas el ejercicio profiláctico para manejar las pérdidas. El villano es un ser que sublimó el dolor de la ausencia al grado del abuso de poder mientras Woody, en su calidad de héroe trágico, asume el destino, y aprende con dolor cuál debe ser su lugar en el nuevo orden, a pesar de que el cambio le lastime. Ambos son el paradigma del líder de un grupo, ambos representan lo que Huxley denomina una sociedad sana y una enferma y en su enfrentamiento se define el mensaje del filme.
Toy Story 3 debía innovar en la técnica. En su momento, hace 15 años, revolucionó la industria del género. Ahora no hubo más que aportar. Ahí, en los gráficos, colorido y efectos 3D se queda en lo tradicional. La nueva revolución, el aporte al género radica en el modelo emocional. El tipo de construcción de la trama va dirigido al violento contraste de sentimientos. En la Gran Bretaña se han realizado encuestas que revelan que es el filme donde más hombres aceptan haber llorado en el cine. Estamos frente a una película dura a pesar de lo divertida. Una tragedia que nos muestra un final feliz que duele, que despierta al niño que fuimos todos y que no tuvo posibilidad de despedirse así de sus amigos más queridos. Quienes hemos vinculado a Woody y Buzz a nuestras vidas como padres sufrimos el momento, nietzscheano, de dejar ir lo viejo en vísperas de una nueva aurora tal y como el arribo de nuestros hijos: el desprendimiento de nuestros apegos infantiles ante las responsabilidades como adultos. En este drama no hay muertos, no corre sangre, no se pierden guerras u obtienen triunfos. Lo que se asume, mediante la figura de Andy, es la pérdida de una parte de nuestra historia y la simple evocación de ello nos conmueve.
Woody y Buzz no son ahora protagonistas de la revolución tecnológica. Son el dispositivo iconográfico, la materialización misma del recuerdo de generaciones, que representa la añeja fórmula del juego. Es la pura consciencia de que nuestros ficticios amigos de la niñez no son más que bellos espejos de lo que éramos, afectivamente, como pequeños individuos creándonos locos y extravagantes mundos imaginarios.
:eolo::mota: