dito de best
Bovino adicto
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- 8 May 2008
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A las 9 de la mañana del 26 de diciembre, sonó la palm que usábamos como despertador.
Jacobo no se quería despertar, yo lo empujé de la cama. Después de casi tres semanas de viaje, al fin iba yo a poder desayunar un buen plato de frutas. Teníamos pagado el buffet de desayuno, y lo retiraban a las diez. No podíamos faltar. Estaba ya harta de la comida oriental y de desayunar pizzas, sopas Maruchan y papas de cebolla que comprábamos en los Seven Eleven, cadena comercial que prolifera en Asia. Fue ése el despertar de la pareja el día fatídico.
Después del almuerzo frugal, caminando de regreso a su bungalow, quizá a las 9:40 de la mañana, Karen constató que la marea que ella vio distanciarse la noche anterior, estaba ya en su sitio. Jacobo dijo que quería aprender a bucear, iría luego a informarse.
Al regresar a la cabaña, él se metió al baño, Karen se recostó. Se había puesto su pareo al revés, sobre el bikini, y éste comenzó a picarle. La comezón la levantó de la cama.
Aunque le tiene fobia a los gatos, se le ocurrió buscar a una gatita que la noche anterior se paseaba con sus crías frente a su terraza. Al asomarse vio a mucha gente correr, alejándose del mar. Una barra de bar, justo frente a su cuarto, le obstaculizaba la vista del horizonte. Los gritos eran ensordecedores. No entendía.
En ese instante, escuchó una explosión como si un jumbo se hubiera estrellado contra la isla o como si una bomba hubiera detonado sus explosivos en el mar. Karen le gritó a Jacobo: "Corre, la gente está huyendo, no sé que pasa".
Alcanzaron todavía a salir. Para tener visibilidad, saltaron al bungalow vecino. Karen ya no alcanzó a mirar atrás. Se enfilaron al pasillo para alcanzar la otra costa. La última imagen que recuerda haber visto es la de un mundo de gente corriendo, atiborrándose entre las cabañas, queriendo llegar al otro lado.
Ella nunca vio que la marea se alejara, o el arribo de la mortífera ola.
Sólo registró en su memoria a una señora, que hubiera podido ser su madre, parada en la barda de su terraza, gritándole con desesperación a su esposo y siendo estampada por la fuerza del mar contra las paredes del bungalow.
El tsunami no dio tregua. La ola había viajado en mar abierto a más de 900 kilómetros por hora, desde que había sido desplazada por un temblor submarino, y llegó a estallarse con menor velocidad y mayor altura en las costas de la isla.
Tanto los que vieron el frente de la destructiva ola, como los que no tuvieron tiempo de tasarla, igualmente fueron succionados por ella.
Antes de llegar al PP Princess, el último de los hoteles en la playa norte, la cortina de agua que entró por Loh Dalum Bay ya había arrastrado a todos los turistas que estaban en la playa. Sorprendió a los huéspedes del View Point, Pavillion y Charlie Beach, inclusive a los que aún dormían plácidamente en sus camas.
Nadie sabía que la ola sísmica había ya entrado por el sur, y le llevó sólo unos segundos revolver sus aguas con la otra ola gigantesca que luego entró por el norte.
Así, quienes lograron huir de la mortífera cortina de agua de un lado, chocaron con quienes desesperados corrían del otro. Todos finalmente fueron acosados, no hubo escapatoria.
Karen y Jacobo fueron de los últimos en salir corriendo, quizá los últimos. La gente adelante de ellos ya estaba luchando con las fauces del agua, muchos de ellos ahogados.
Antes de que sus pies dejaran el concreto para comenzar a rozar la arena, Jacobo abrazó a Karen. El gigante muro de agua, veloz e iracundo, así los alcanzó.
Comenzamos a revolcarnos juntos. Jacobo me pellizcó mi brazo izquierdo, luego se soltó. Era imposible seguir abrazados, la presión era inaudita, tratábamos de llegar a la superficie, respirar. Con mi mano derecha yo lo buscaba, con la izquierda intentaba salir. Volteé mi mano hacia atrás y lo toqué. Estoy segura que lo toqué. Fue la última vez.
La fuerza y velocidad del agua eran fulminantes. Karen se revolcaba en posición fetal, se sabía sola.
Junto a ella, lacerándola, pasaban techos, ladrillos, paredes, vidrios, seguramente cuerpos, un mundo que buscaba esquivar y que no era capaz ni siquiera de reconocer. Quería respirar, quería salvarse. Jacobo, una noche antes se lo había pedido - quiero que te cuides, no podría soportar el dolor de perderte-, y esas palabras reverberaban en su mente.
Pasó una eternidad bajo el agua y, cuando estuvo a punto de morir ahogada, su vida comenzó a proyectarse en flashazos en el interior de su mente. Todo era vertiginoso: su sobrino, hijo de su hermana, un pequeñito al que adora y que justamente ese día cumplía dos años, la saludaba, ¿era un adiós? Jacobo la miraba amoroso, le ponía en su dedo índice el anillo de compromiso.
Uno a uno, los invitados llegaban a la boda. Los mismos asistentes, igualmente trajeaditos, arribaban ahora al sepelio de la novia, se despedían.
Sus padres echaban tierra sobre su cuerpo.
Karen intentaba evadirse del luto, de la muerte. Pensaba: no lo puedo dejar... anoche se lo prometí... no puedo morirme. Cuando ya no podía más, comenzó a dejarse ir. En ese preciso instante, con tres o cuatro segundos de vida más, después de haber pasado más de dos minutos bajo el agua, milagrosamente logró sacar su cabeza. Jadeó, respiró profundamente.
Un instante después ya estaba nuevamente luchando bajo el agua, deglutida por el mar embravecido que cobraba más y más víctimas.
Con los ojos bien cerrados, como si ella supiera que sólo así protegía su vista del infierno, Karen siguió suspendida en un incierto limbo de volteretas, pesadumbre y angustia.
Sola en la inmensidad del mar, no entendía qué clase de ola era ésa, pero, después de haber podido respirar, comenzó a tener la sensación de que se salvaría.
Pasó cuatro prolongados minutos bajo el agua, con una compasiva interrupción intermedia donde inhaló cálido oxígeno. Karen finalmente salió. La ola la dejó suspendida, de espaldas al mar, sobre escombros que bajo sus pies culminaban en un suave colchón. Estaba a cerca de cuatro metros de altura de la playa misma, y como a medio kilómetro de donde el tsunami, la ola del puerto, la recogió. Abrió por vez primera sus ojos, respiró exaltada y comenzó a gritarle a Jacobo. Sus angustiosos gritos no cesaban: "Jacobo...
Mi amor... ¿Dónde estás, Jacobo?...
No me dejes sola... Jacobo...
Mi vida... Jacobo".
Sólo el cínico rugido del mar, lograba acallar sus desesperados lamentos.
Su clamor era tan intenso que tardó unos segundos en poder escuchar a un hombre, a su lado, que gemía pidiendo ayuda. Entre vidrios rotos, techos de bungalows, puertas y vigas de madera, trozos de concreto que unos minutos antes fueron pared y cobijo, había un joven de 25 años con el rostro desgajado, no tenía un ojo y su cara estaba tan tasajeada que la marea, al descender, se teñía de rojo. Desde el tobillo hasta la cadera tenía una herida a flor de piel, el hueso estaba desnudo. El joven se desangraba.
Karen intentó desatorar una sábana de entre los escombros, ésta no cedía. No había ni un pedazo de tela para hacerle un torniquete, no había forma de salvarlo. "Help me, I´m dying". Ella, desesperada, también en shock, trató de tranquilizarlo: "Were you alone?" "No, with my girlfriend", respondió jadeante.
"Help me, help me". Murió a los pocos instantes. Ahí, junto a ella.
Sólo hasta ese momento se atrevió voltear a mirar su propio cuerpo. También estaba herida, la sangre escurría por todas las rajadas, cerca de una decena entre el tronco, los brazos, dedos y ambas piernas.
En su rodilla izquierda se alcanzaba a ver la rótula, pero podía moverla.
Nada parecía estar roto.
El mar a la distancia lucía tranquilo, sosegado, una tina esmeralda. Ya había destrozado, desgarrado las entrañas del mundo. Ahora parecía descansar. Maldito, hipócrita, te odio, le gritaba Karen al manso océano, mientras se desgañitaba llamándole también a Jacobo.
Tuvo entonces pánico que pudiera venir otra ola. Miró hacia la isla, desgajada y pestilente. Los caños se habían roto, el olor comenzaba ya a ser nauseabundo.
Junto a ella había miles de peces y moluscos muertos, los humanos estaban enterrados bajo desechos, cascotes y montañas de arena. Karen alzó la vista y sobre la azotea de un edificio de tres pisos, no muy lejos, detectó que había unas doscientas personas gritando, gesticulando aterrorizadas.
Algunos más, en un edificio más bajo, le llamaban a ella.
Jacobo no se quería despertar, yo lo empujé de la cama. Después de casi tres semanas de viaje, al fin iba yo a poder desayunar un buen plato de frutas. Teníamos pagado el buffet de desayuno, y lo retiraban a las diez. No podíamos faltar. Estaba ya harta de la comida oriental y de desayunar pizzas, sopas Maruchan y papas de cebolla que comprábamos en los Seven Eleven, cadena comercial que prolifera en Asia. Fue ése el despertar de la pareja el día fatídico.
Después del almuerzo frugal, caminando de regreso a su bungalow, quizá a las 9:40 de la mañana, Karen constató que la marea que ella vio distanciarse la noche anterior, estaba ya en su sitio. Jacobo dijo que quería aprender a bucear, iría luego a informarse.
Al regresar a la cabaña, él se metió al baño, Karen se recostó. Se había puesto su pareo al revés, sobre el bikini, y éste comenzó a picarle. La comezón la levantó de la cama.
Aunque le tiene fobia a los gatos, se le ocurrió buscar a una gatita que la noche anterior se paseaba con sus crías frente a su terraza. Al asomarse vio a mucha gente correr, alejándose del mar. Una barra de bar, justo frente a su cuarto, le obstaculizaba la vista del horizonte. Los gritos eran ensordecedores. No entendía.
En ese instante, escuchó una explosión como si un jumbo se hubiera estrellado contra la isla o como si una bomba hubiera detonado sus explosivos en el mar. Karen le gritó a Jacobo: "Corre, la gente está huyendo, no sé que pasa".
Alcanzaron todavía a salir. Para tener visibilidad, saltaron al bungalow vecino. Karen ya no alcanzó a mirar atrás. Se enfilaron al pasillo para alcanzar la otra costa. La última imagen que recuerda haber visto es la de un mundo de gente corriendo, atiborrándose entre las cabañas, queriendo llegar al otro lado.
Ella nunca vio que la marea se alejara, o el arribo de la mortífera ola.
Sólo registró en su memoria a una señora, que hubiera podido ser su madre, parada en la barda de su terraza, gritándole con desesperación a su esposo y siendo estampada por la fuerza del mar contra las paredes del bungalow.
El tsunami no dio tregua. La ola había viajado en mar abierto a más de 900 kilómetros por hora, desde que había sido desplazada por un temblor submarino, y llegó a estallarse con menor velocidad y mayor altura en las costas de la isla.
Tanto los que vieron el frente de la destructiva ola, como los que no tuvieron tiempo de tasarla, igualmente fueron succionados por ella.
Antes de llegar al PP Princess, el último de los hoteles en la playa norte, la cortina de agua que entró por Loh Dalum Bay ya había arrastrado a todos los turistas que estaban en la playa. Sorprendió a los huéspedes del View Point, Pavillion y Charlie Beach, inclusive a los que aún dormían plácidamente en sus camas.
Nadie sabía que la ola sísmica había ya entrado por el sur, y le llevó sólo unos segundos revolver sus aguas con la otra ola gigantesca que luego entró por el norte.
Así, quienes lograron huir de la mortífera cortina de agua de un lado, chocaron con quienes desesperados corrían del otro. Todos finalmente fueron acosados, no hubo escapatoria.
Karen y Jacobo fueron de los últimos en salir corriendo, quizá los últimos. La gente adelante de ellos ya estaba luchando con las fauces del agua, muchos de ellos ahogados.
Antes de que sus pies dejaran el concreto para comenzar a rozar la arena, Jacobo abrazó a Karen. El gigante muro de agua, veloz e iracundo, así los alcanzó.
Comenzamos a revolcarnos juntos. Jacobo me pellizcó mi brazo izquierdo, luego se soltó. Era imposible seguir abrazados, la presión era inaudita, tratábamos de llegar a la superficie, respirar. Con mi mano derecha yo lo buscaba, con la izquierda intentaba salir. Volteé mi mano hacia atrás y lo toqué. Estoy segura que lo toqué. Fue la última vez.
La fuerza y velocidad del agua eran fulminantes. Karen se revolcaba en posición fetal, se sabía sola.
Junto a ella, lacerándola, pasaban techos, ladrillos, paredes, vidrios, seguramente cuerpos, un mundo que buscaba esquivar y que no era capaz ni siquiera de reconocer. Quería respirar, quería salvarse. Jacobo, una noche antes se lo había pedido - quiero que te cuides, no podría soportar el dolor de perderte-, y esas palabras reverberaban en su mente.
Pasó una eternidad bajo el agua y, cuando estuvo a punto de morir ahogada, su vida comenzó a proyectarse en flashazos en el interior de su mente. Todo era vertiginoso: su sobrino, hijo de su hermana, un pequeñito al que adora y que justamente ese día cumplía dos años, la saludaba, ¿era un adiós? Jacobo la miraba amoroso, le ponía en su dedo índice el anillo de compromiso.
Uno a uno, los invitados llegaban a la boda. Los mismos asistentes, igualmente trajeaditos, arribaban ahora al sepelio de la novia, se despedían.
Sus padres echaban tierra sobre su cuerpo.
Karen intentaba evadirse del luto, de la muerte. Pensaba: no lo puedo dejar... anoche se lo prometí... no puedo morirme. Cuando ya no podía más, comenzó a dejarse ir. En ese preciso instante, con tres o cuatro segundos de vida más, después de haber pasado más de dos minutos bajo el agua, milagrosamente logró sacar su cabeza. Jadeó, respiró profundamente.
Un instante después ya estaba nuevamente luchando bajo el agua, deglutida por el mar embravecido que cobraba más y más víctimas.
Con los ojos bien cerrados, como si ella supiera que sólo así protegía su vista del infierno, Karen siguió suspendida en un incierto limbo de volteretas, pesadumbre y angustia.
Sola en la inmensidad del mar, no entendía qué clase de ola era ésa, pero, después de haber podido respirar, comenzó a tener la sensación de que se salvaría.
Pasó cuatro prolongados minutos bajo el agua, con una compasiva interrupción intermedia donde inhaló cálido oxígeno. Karen finalmente salió. La ola la dejó suspendida, de espaldas al mar, sobre escombros que bajo sus pies culminaban en un suave colchón. Estaba a cerca de cuatro metros de altura de la playa misma, y como a medio kilómetro de donde el tsunami, la ola del puerto, la recogió. Abrió por vez primera sus ojos, respiró exaltada y comenzó a gritarle a Jacobo. Sus angustiosos gritos no cesaban: "Jacobo...
Mi amor... ¿Dónde estás, Jacobo?...
No me dejes sola... Jacobo...
Mi vida... Jacobo".
Sólo el cínico rugido del mar, lograba acallar sus desesperados lamentos.
Su clamor era tan intenso que tardó unos segundos en poder escuchar a un hombre, a su lado, que gemía pidiendo ayuda. Entre vidrios rotos, techos de bungalows, puertas y vigas de madera, trozos de concreto que unos minutos antes fueron pared y cobijo, había un joven de 25 años con el rostro desgajado, no tenía un ojo y su cara estaba tan tasajeada que la marea, al descender, se teñía de rojo. Desde el tobillo hasta la cadera tenía una herida a flor de piel, el hueso estaba desnudo. El joven se desangraba.
Karen intentó desatorar una sábana de entre los escombros, ésta no cedía. No había ni un pedazo de tela para hacerle un torniquete, no había forma de salvarlo. "Help me, I´m dying". Ella, desesperada, también en shock, trató de tranquilizarlo: "Were you alone?" "No, with my girlfriend", respondió jadeante.
"Help me, help me". Murió a los pocos instantes. Ahí, junto a ella.
Sólo hasta ese momento se atrevió voltear a mirar su propio cuerpo. También estaba herida, la sangre escurría por todas las rajadas, cerca de una decena entre el tronco, los brazos, dedos y ambas piernas.
En su rodilla izquierda se alcanzaba a ver la rótula, pero podía moverla.
Nada parecía estar roto.
El mar a la distancia lucía tranquilo, sosegado, una tina esmeralda. Ya había destrozado, desgarrado las entrañas del mundo. Ahora parecía descansar. Maldito, hipócrita, te odio, le gritaba Karen al manso océano, mientras se desgañitaba llamándole también a Jacobo.
Tuvo entonces pánico que pudiera venir otra ola. Miró hacia la isla, desgajada y pestilente. Los caños se habían roto, el olor comenzaba ya a ser nauseabundo.
Junto a ella había miles de peces y moluscos muertos, los humanos estaban enterrados bajo desechos, cascotes y montañas de arena. Karen alzó la vista y sobre la azotea de un edificio de tres pisos, no muy lejos, detectó que había unas doscientas personas gritando, gesticulando aterrorizadas.
Algunos más, en un edificio más bajo, le llamaban a ella.