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El intempestivo tsunami de Karen - Deambulando para sobrevivir- cuarta parte

dito de best

Bovino adicto
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8 May 2008
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Quienes aterrorizados advirtieron desde aquella azotea la devastación total, percibían con estupor la presencia de Karen.

No podían creer que de aquellas aguas malditas renaciera esta mujer, esta Ave Fénix que surgía de las cenizas como pájaro mítico para ofrecer esperanza ante tanta muerte y destrucción. La miraban estupefactos, querían ayudarla, asegurarse de que pudiera sobrevivir.

Karen tenía la vista nublada, trastabillaba, no paraba de gritarle a Jacobo.

"Leave him", "leave him", le gritaban desde la azotea del edificio al constatar que ella trataba de jalar una sábana.

Quizá ya no era para hacerle un torniquete al hombre que estaba a su lado, sino para cubrirlo y darle un respeto final. Ella entendió que debía irse. Dos jóvenes alemanes, atrás de una barricada de despojos, le indicaban cómo salir. Le señalaban el techo de un bungalow y el resto del trayecto que debía seguir para lograr alcanzarlos.

Paso a paso, fue abriéndose camino.

Llegó a sentir que entre los escombros pisaba cuerpos aún calientes.

Deambulaba temerosa, espantada. Jacobo, Jacobo, insistía. Quería que donde quiera que él estuviera, supiera que ella lo llamaba, que estaba cerca. Seguía a pie juntillas las indicaciones de los alemanes, pero tropezó con el vidrio de una ventana.

Éste se hizo añicos y ella cayó más de medio metro, hiriéndose aún más. Su vida seguía pendiendo de un hilo, sobrevivir parecía una quimera.

El temor de los vivos era que el iracundo mar regresara insatisfecho.

Karen se puso en manos de este par de alemanes. Su intención era ascender, alejarse del océano, elevarse hasta la cima de la montaña para ponerse a salvo. No parecía fácil.

Había que colgarse de los edificios en ruinas para ir saltando de uno a otro. Karen ya no tenía fuerzas, pero no se dejaba morir. Hacía lo que le pedían.

En un edificio maltrecho, vio al segundo muerto, un hombre sepultado por una placa de cemento.

Ya no quería ver más; era ése sólo el principio. Nadie conocía a ciencia cierta la magnitud de la tragedia.

Saltaba por inercia, entre balcones, azoteas y despeñaderos. Sus guías, que presenciaron ilesos el tsunami, insistían que el maremoto no tardaría en replicar. Perdieron casi todo, papeles e inocencia, pero ellos tenían la esperanza intacta. Karen sólo pensaba en Jacobo.

Yo que era cobarde e insegura, ahí entre muertos y precipicios se me quitaron todos los miedos. Ni ella misma sabe de dónde sacó las fuerzas para soportar tanto dolor.

Los jóvenes alemanes, musculosos y arremetidos, no cejaban. Su objetivo era ascender. Al llegar a un peligroso despeñadero, constataron que Karen, malherida, no lograría saltar.

Decidieron sostenerla entre ambos en una silla tambaleante, así cruzaron el abismo. Ya luego, con maderas que fueron hallando a su paso, improvisaron vacilantes puentes.

Trepaban como hormigas, nada los hacía flaquear. Alcanzaron una pendiente de lámina, el techo destrozado que perteneció a alguna vivienda.

La usaron como rampa. Karen iba descalza. Al pisar la lámina hirviente, se quemó las plantas de sus pies.

Una llaga más. Para entonces, un tailandés ya se había unido al grupo. Las señas fueron igualmente útiles para expresar el desconsuelo. Karen, adolorida, cansada y desesperada, no quería ya seguir. La arena y el agua tapaban todas sus cavidades, sentía ahogo, veía y escuchaba poco, perdió la fuerza. Por primera vez temió que Jacobo estuviera muerto. Cómo podía ella salvarse sin su marido, cómo podía sobrevivir sin él. No quería ya dar un paso más. Ahí se quedaría.

Sus salvadores, de quienes hoy lamenta no recordar ni siquiera su nombre, le insuflaron esperanza. Insistían que Jacobo seguramente viajó como ella entre las olas, que seguramente estaba tratando de sobrevivir en algún otro rincón de Phi Phi.

Optó por creerles, por hacerle un nudo ilusorio a la cuerda del desconsuelo.

Eran quizá las 11 de la mañana, el sol todavía no llegaba al cenit.

Hacía tan sólo dos horas, ella y Jacobo desayunaban plácidamente.

¿Despertaría de la sofocante pesadilla?

Se recargó en un tambo saturado de agua salada. El calor era infernal, el silencio escalofriante. Los dos alemanes y el tailandés estudiaban la zona y decidían cómo seguir.

Sólo de vez en vez se escuchaba la voz herida de alguna víctima o el lamento ardiente de quien sobrevivió.

Abotargada, pensó que moriría de un infarto.

A medida que ascendían, podían ver la zona devastada. El paraíso era fango y horror, montañas de escombros, bosques de muertos.

Karen seguía gritándole con desesperación a Jacobo. Le hacía promesas a Dios, sería más piadosa, más apegada a los preceptos de la religión, iría contra sí misma si fuera necesario, sólo anhelaba encontrarlo.

A lo lejos vieron venir una nueva ola, implacable. Sin duda, era una réplica. La distancia impidió que el agua los alcanzara.

Temían la tercera ola, más fuerte aún. El pánico y la adrenalina eran freno y motor, el calor y la sed eran ya insoportables.

Por todos lados surgían más montañistas, escalando sin rumbo, cada uno inventando su ruta, de un edificio a otro abrían sendas que improvisaban con frágiles varas de madera.

Karen recuerda a una joven desnuda, tambaleándose, asustada, que cubría sus senos con un pequeño backpack. Estaban inmersos en una jungla de salvajes, perdieron su humanidad.

Cobró ella conciencia de su propio cuerpo. Tenía puesto sólo su bikini con estampado de tigre, su piel estaba llagada de sol, dolor y mar. A su paso encontró un tendedero. Tomó unos shorts azules de futbol, una playera roja con el instintivo "staff" y unas enormes chanclas de plástico. Prendas que quizá ya nadie reclamaría. Ese sería su uniforme, sus únicas pertenencias en los días subsecuentes.

Con otra playera se hizo un torniquete en la rodilla. Seguía sangrando.

A falta de más edificios a la vista, sus líderes decidieron ascender trepando palmeras, como monos salvajes. Los insectos y los millones de mosquitos de esa tupida maleza parecían tener un banquete con la sangre coagulante de sus heridas.

Había que seguir. Las pocas construcciones que ahora encontraron parecían acartonadas, pero estaban intactas. Modestos hogares de tailandeses en la montaña que contrastaban con los bellos bungalows de la zona turística.

Justo en ese preciso momento alguien gritó: "Viene la tercera ola".

El pánico cundió y los pobladores comenzaron a correr, era un avispero de almas despavoridas. Pensando que sus amigos alemanes habían subido por una escalera, Karen tomó ese rumbo.

Ahí encontró un bar. Algunos se aprovechaban de la tragedia para robarse la bebida. Sólo una mujer negra lloraba desconsolada; otros, distantes, se empinaban con cinismo las botellas de alcohol y fumaban alucinados.

Karen tomó dos botellas de agua y siguió a las hordas que cruzaban una pared rota hacia la jungla tropical. Se aferró a una liana.

Sus fuerzas mermaban. Se le resbaló una chancla, perdió el equilibrio y comenzó a rodar más de dos metros al vacío.

Unos travestis tailandeses la escucharon caer de bruces. Hombres con busto, maquillados de mujer.

Le aventaron una cuerda y poco a poco logró subir. Exhausta, llegó nuevamente al bar. Ya no había ningún occidental, solo tailandeses.

Desconsolada, se sentó a llorar por vez primera. No tenía a quién seguir. Perdió a Jacobo, perdió también a sus amigos alemanes, perdió la esperanza de vivir. Eran apenas las doce del medio día y estaba sola, más sola que nunca.
 
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