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Les dejo un escrito que hizo Lidia Cacho
Barbie: un juguete Sexual
¡Lo sabía!, me dije cuando, subiendo al avión, me encontré en el periódico la reseña del libro de Jerry Openheimer: Toy Monster: The Big, Bad World of Mattel. Tenía que encontrarlo. Justo luego de saber que Día Siete haría un especial sobre el aniversario de la mujer objeto sexual del siglo: la muñequita Barbie.
Confieso que mucho antes de que mi madre me dijera “creo que eres feminista” yo sentía una animadversión malsana hacia la muñeca rubia de piernas kilométricas y senos artificiosamente cercanos a las amígdalas. No, no era envidia, sino desagrado.
No eres buena referencia, me dijo un amigo a los 20 años cuando aseguré que Barbie era una muñeca que se daba a las niñas para entrenarlas en el estereotipo del símbolo sexual. Me resultaba extraño ver a esa rubia nórdica en miniatura, de piel blanca rosácea, particularmente entregada a manos de mexicanas de piel morena y cabello castaño o negro (hablemos de mayorías).
Algunas amigas me llamaron exagerada, es sólo una muñeca, insistían. Pues 30 años después de que comencé a despotricar contra la plástica rubia despampanante y su novio castrato, un tal Ken, Openheimer publica este estupendo libro que
revela los verdaderos orígenes de la –hasta ahora– aparentemente inocua Barbie doll. Se hizo la luz, diría el profeta. Resulta que el diseñador de la Bárbara americana, Jack Ryan, era un fanático de los juguetes sexuales. En la década de los setenta Ryan, quien se graduó en Yale como diseñador industrial, llevaba una vida, como diría mi abuelo paterno, licenciosa. O, como diría el propio Ryan, “era un maniático sexual con una obsesión por las rubias exóticas, de pechos voluptuosos y cuerpos despampanantes”.
Su fijación por mujeres despampanantes lo llevó a casarse, entre otras rubias, con Zsa Zsa Gabor. Ryan era lo que los americanos llaman un womanizer y las mexicanas apodamos mujeriego empedernido. Además de ser un genio del diseño, se las arregló para convencer a los dueños de Mattel, la compañía juguetera, de que Barbie y Ken eran los muñecos ideales para las niñas y niños modernos.
En el libro, Stephen Gnass confiesa que cuando su amigo Jack le contó de su muñeca recién fabricada, hablaba de ella como el colofón de sus perversiones sexuales. Quién lo diría, y las madres comprándoles Barbies a sus niñas.
Resulta que engañó al mundo entero, sobre todo a los propietarios de Mattel, Ruth y Elliot Handler, pareja conservadora y protestante, a quienes Barbie y Ken les parecieron tan monos, que les pusieron los nombres de sus propios hijos.
Según el libro Toy Monster, el verdadero Ken Handler quedó traumatizado por las burlas del muñeco bautizado como él; sobre todo por el asunto de aparecer como asexuado y precioso. El autor asegura que el verdadero Ken murió de VIH-sida y dentro del clóset en 1990.
El libro tiene cuantiosas anécdotas de la vida y obra del creador de Barbie y Ken. Pero sobre todo reivindica esta extraña sensación que durante décadas muchas personas hemos tenido, la sospecha de que esa muñeca apela al estereotipo de la mujer objeto, de la mujer artificialmente fabricada.
Tal vez por eso nunca hizo sentido ver a una niña mexicana jugando a las Barbies con sus amiguitas. Sus madres no se parecían a la muñeca plástica, ni tampoco sus amigas. Difícilmente sus tías medirían en promedio 1.85 y tendrían las piernas más largas que una modelo noruega y los senos más duros y grandes que la mujer promedio con implantes de silicona. Pero a fin de cuentas, ¿a qué jugaban, o juegan, las niñas mexicanas con Barbie? ¿A ser mamá? Por supuesto que no. Para fomentar la maternidad se les compran muñecos que semejan bebés tan naturales que asustan.
Con Barbie, que ahora sería la tía abuela de las Brats, las niñas juegan a soñar con ser una mujer artificial. Sueñan con convertirse en un paradigma de mujer prácticamente inalcanzable, más allá incluso de las costosísimas cirugías plásticas –si no pregúntenle a Niurka. Las niñas de la generación Barbie juegan a convertirse en Conejitas de Play Boy, no a ser ingenieras o presidentas. Es la generación que desarrolló una enfermedad moderna llamada anorexia.
Para quienes leyendo estas líneas piensen que escribirán a Día Siete para decirme “eres una exagerada, es simplemente un juguete”, esta vez, gracias al libro de Openheimer, puedo decirles que sí, que es un juguete, pero un juguete sexual de un tipo que consideraba a las mujeres poco menos que objetos. Un hombre fascinado con los prostíbulos y que debió resistir varios tratamientos para sanar la gonorrea. Un tipo, como dice el libro, embelesado con las mujeres de apariencia aniñada, núbil, que en sus propias oficinas de Mattel, mientras diseñaba a sus muñecas, recibía las llamadas de la proxeneta (madame) que le enviaba prostitutas cada vez más jóvenes. En ellas se inspiraba para la creación que terminó en manos de millones de niñas del mundo.
Desde hace años una voz interior me decía que Barbie inspiraba todo menos ganas de jugar al té, a la mamá, a las muñecas. Barbie invita a las niñas a jugar a Sex and the City o a la cabaretera. Y las madres dirán ¿pero qué hago si a sus amiguitas les encanta? ¿Puedo evitar que se maquille con el juego Barbie va a Las Vegas, o que se disfrace de bailarina de tubo a los 6 ó 7 años? Todo parece indicar que las madres y padres están para educar, no para consentir; a veces deciden las personas adultas, otras veces decide la mercadotecnia, o la niña pequeña. Todos los juguetes son, en esencia, educativos. Enseñan a niñas y niños a seguir patrones de conducta, a descubrir ideas, a desarrollar paradigmas o a fortalecer estereotipos.
El problema con Barbie no es la muñeca hermosa en sí misma, sino lo que representa. A la cultura de la nenorra bobalicona, de la mamacita manipuladora que juega a hacerse la tonta para lograr sus objetivos. Esa sonrisita núbil de Marilyn Monroe que esconde a una mujer deprimida y utilizada por el poder, víctima de su propio personaje.
Eso es lo que esconde el símbolo, por eso nos incomodó a tantas. Su padre lo ha confesado, la fabricó para que todos los hombres tuvieran una rubia boba y tetona en casa.
El hecho de que la muñeca más vendida de la historia sea producto de la travesura de un maniaco sexual irrefrenable, cuya creación fue una travesura fetichista, no es para escandalizarse, claro está. Las feministas lo dijeron desde que salió al mercado; la historia lo confirma y la realidad lo reafirma cotidianamente. Dale una espada a un niño y querrá hacer la guerra. Dale una Barbie a una niña y pensará que sin tetas no hay paraíso.
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