Dragut
Bovino de alcurnia
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Los martes al sol
Podría decirse que así, a priori, Muley lo tenía bastante jodido; nacer en uno de los países más empobrecidos del planeta ya es mal asunto. Si encima naces negro (como de hecho suele ocurrir en África con bastante frecuencia) y pobre (más de lo mismo) la cosa se complica. Pero cuando además de todo eso naces con una severa malformación congénita es que el Destino se está ensañando especialmente con uno.
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Cuando suena el teléfono a la hora de la siesta, una de dos: o ha ocurrido alguna desgracia, o alguien te va a pedir un favor. Y de favores se trataba esta vez; mi compadre y viejo camarada de aventuras solidarias David, que si puedo ir con él al aeropuerto a recoger a alguien que llegará en silla de ruedas, y que si conozco a alguien que viva en Málaga, hable pular (un dialecto de Mauritania) y se ofrezca a hacer compañía a un niño paralítico durante unos días a cambio de nada. He de aclarar que David es el responsable en Málaga de una conocida Organización internacional que se dedica a traer niños enfermos desde los países empobrecidos para que los curen aquí. Y, además, sabe pedir favores.
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Nuestros flamantes pases de seguridad no nos sirven de nada, así que tenemos que esperar a que un tipo de Pilotos Sin Fronteras (no es broma, existe) llegue hasta nosotros empujando el carrito que contiene a Muley. No te impresiones cuando lo veas pero sí me impresiono y mucho, aunque creo que no se me nota. Y es que no es fácil sostener la mirada de un niño de ocho años cuyas piernas están mirando hacia atrás.
El pequeño viene con lo puesto, sin más equipaje que su desgracia y mi mala leche cuando -"motivos de seguridad"- empiezan a registrar su carrito. He de tomarlo en brazos y lo hago con un absurdo e irracional miedo a hacerle daño. Muley se agarra a mi cuello y entonces me sonríe. No sé si para transmitirme seguridad (casi pude oírle decir telepáticamente no tengas miedo, no me voy a romper) o por agradecimiento. El caso es que desde ese mismo instante el crío ya me tiene en su bolsillo.
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Muley se pasa el fin de semana de hospitales; los médicos no se andan con contemplaciones. Hacer que sus pies apunten al mismo sitio que su nariz es una operación dolorosa, de las más dolorosas que existen. Y el organismo del pequeño no llega precisamente en las condiciones más óptimas; por el estado de sus huesos, debe haber llovido mucho (y a fe mía que en Mauritania llueve bastante poco) desde que Muley vio el último vaso de leche. La desnutrición afecta también a su corazoncito y por ello tampoco se le puede sobrecargar de calmantes. Pruebas y más pruebas. Hay que asegurarse bien antes de meterle mano. Esto va para largo.
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Es martes y hay que llevar a Muley para arreglarle los papeles. La burocracia no entiende de solidaridades. En la cola, el crío se entretiene dibujando cosas que no acierto a identificar. Le compré cuadernos para colorear y un estuche con más de un centenar de creyones, pero sólo usa un creyón.
Alguien, allá abajo, la ha debido cagar al traducir del árabe el visado. Y la funcionaria no debe creerse que Muley no tenga 28 años, a juzgar por los aspavientos que hace David allá en el mostrador. Una monjita le hace carantoñas al pequeño. Una conocida (fashion, fashion toda ella) se me acerca y me saluda. Mira a Muley con interés no exento de morbo y cuando le explico pacientemente el por qué está aquí, me pregunta inquieta que si me pagan mucho por hacer esto. Levanto una ceja (algo así como el iconito del MSN) y le digo que sí, que mucho. Sonríe satisfecha; sus esquemas de la vida no han variado un ápice. Para qué.
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David se ha marchado. Tiene una entrevista en no sé qué televisión. Es importante para recaudar fondos de las conciencias turbias, así que me quedo con Muley el resto de la mañana. Nos vamos a desayunar, un vaso de leche y pan con tomate para él. Mejor dos vasos de leche. O tres. Me encantan los niños con buen apetito, y Muley come como una lima. ¿Qué mejor para una soleada mañana de martes en compañía de un niño mauritano deformado, que irse al zoo marino?
Se mea de risa con los pingüinos, me agarra del brazo cuando un tiburón pasa sobre su cabeza y finalmente aparco su sillita de ruedas frente al show de los delfines.
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Miro a Muley alucinar con los delfines y pienso que, después de todo, tiene suerte. Según las estadísticas (putas, frías, asépticas) debería estar muerto hace bastante tiempo. Alguna asociación de ideas me trae a la cabeza a Darwin, con lo de la supervivencia de los más fuertes de la especie. También a Malthus, con lo de la supervivencia de las clases económicas más poderosas. Este niño de ocho años los ha tumbado a los dos. Ahora que lo pienso, yo también tengo suerte. Es martes por la mañana y en vez de estar en mi despacho estoy aquí, al sol (¿los martes al sol?) aupando a un niño que debería estar muerto para que alcance a acariciarle el lomo a un delfín. "¿Te pagan mucho por hacer esto?" No lo sabes tú bien, zorra.
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Muley -que, por cierto, no se llama Muley- ya está con una familia de acogida mientras dure todo el proceso de las pruebas, la operación y la convalecencia. Con una familia de verdad, no con un pendejo que lo iba a terminar malcriando. Lo último que se llevó fue un montón de papeles; sacó por la impresora las fotos de sus jugadores de fútbol preferidos y una foto aérea de su poblado. En un par de años, ojalá, estará jugando al fútbol dicen los médicos.
(Viene la segunda, señor Darwin y señor Malthus...)
Podría decirse que así, a priori, Muley lo tenía bastante jodido; nacer en uno de los países más empobrecidos del planeta ya es mal asunto. Si encima naces negro (como de hecho suele ocurrir en África con bastante frecuencia) y pobre (más de lo mismo) la cosa se complica. Pero cuando además de todo eso naces con una severa malformación congénita es que el Destino se está ensañando especialmente con uno.
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Cuando suena el teléfono a la hora de la siesta, una de dos: o ha ocurrido alguna desgracia, o alguien te va a pedir un favor. Y de favores se trataba esta vez; mi compadre y viejo camarada de aventuras solidarias David, que si puedo ir con él al aeropuerto a recoger a alguien que llegará en silla de ruedas, y que si conozco a alguien que viva en Málaga, hable pular (un dialecto de Mauritania) y se ofrezca a hacer compañía a un niño paralítico durante unos días a cambio de nada. He de aclarar que David es el responsable en Málaga de una conocida Organización internacional que se dedica a traer niños enfermos desde los países empobrecidos para que los curen aquí. Y, además, sabe pedir favores.
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Nuestros flamantes pases de seguridad no nos sirven de nada, así que tenemos que esperar a que un tipo de Pilotos Sin Fronteras (no es broma, existe) llegue hasta nosotros empujando el carrito que contiene a Muley. No te impresiones cuando lo veas pero sí me impresiono y mucho, aunque creo que no se me nota. Y es que no es fácil sostener la mirada de un niño de ocho años cuyas piernas están mirando hacia atrás.
El pequeño viene con lo puesto, sin más equipaje que su desgracia y mi mala leche cuando -"motivos de seguridad"- empiezan a registrar su carrito. He de tomarlo en brazos y lo hago con un absurdo e irracional miedo a hacerle daño. Muley se agarra a mi cuello y entonces me sonríe. No sé si para transmitirme seguridad (casi pude oírle decir telepáticamente no tengas miedo, no me voy a romper) o por agradecimiento. El caso es que desde ese mismo instante el crío ya me tiene en su bolsillo.
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Muley se pasa el fin de semana de hospitales; los médicos no se andan con contemplaciones. Hacer que sus pies apunten al mismo sitio que su nariz es una operación dolorosa, de las más dolorosas que existen. Y el organismo del pequeño no llega precisamente en las condiciones más óptimas; por el estado de sus huesos, debe haber llovido mucho (y a fe mía que en Mauritania llueve bastante poco) desde que Muley vio el último vaso de leche. La desnutrición afecta también a su corazoncito y por ello tampoco se le puede sobrecargar de calmantes. Pruebas y más pruebas. Hay que asegurarse bien antes de meterle mano. Esto va para largo.
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Es martes y hay que llevar a Muley para arreglarle los papeles. La burocracia no entiende de solidaridades. En la cola, el crío se entretiene dibujando cosas que no acierto a identificar. Le compré cuadernos para colorear y un estuche con más de un centenar de creyones, pero sólo usa un creyón.
Alguien, allá abajo, la ha debido cagar al traducir del árabe el visado. Y la funcionaria no debe creerse que Muley no tenga 28 años, a juzgar por los aspavientos que hace David allá en el mostrador. Una monjita le hace carantoñas al pequeño. Una conocida (fashion, fashion toda ella) se me acerca y me saluda. Mira a Muley con interés no exento de morbo y cuando le explico pacientemente el por qué está aquí, me pregunta inquieta que si me pagan mucho por hacer esto. Levanto una ceja (algo así como el iconito del MSN) y le digo que sí, que mucho. Sonríe satisfecha; sus esquemas de la vida no han variado un ápice. Para qué.
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David se ha marchado. Tiene una entrevista en no sé qué televisión. Es importante para recaudar fondos de las conciencias turbias, así que me quedo con Muley el resto de la mañana. Nos vamos a desayunar, un vaso de leche y pan con tomate para él. Mejor dos vasos de leche. O tres. Me encantan los niños con buen apetito, y Muley come como una lima. ¿Qué mejor para una soleada mañana de martes en compañía de un niño mauritano deformado, que irse al zoo marino?
Se mea de risa con los pingüinos, me agarra del brazo cuando un tiburón pasa sobre su cabeza y finalmente aparco su sillita de ruedas frente al show de los delfines.
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Miro a Muley alucinar con los delfines y pienso que, después de todo, tiene suerte. Según las estadísticas (putas, frías, asépticas) debería estar muerto hace bastante tiempo. Alguna asociación de ideas me trae a la cabeza a Darwin, con lo de la supervivencia de los más fuertes de la especie. También a Malthus, con lo de la supervivencia de las clases económicas más poderosas. Este niño de ocho años los ha tumbado a los dos. Ahora que lo pienso, yo también tengo suerte. Es martes por la mañana y en vez de estar en mi despacho estoy aquí, al sol (¿los martes al sol?) aupando a un niño que debería estar muerto para que alcance a acariciarle el lomo a un delfín. "¿Te pagan mucho por hacer esto?" No lo sabes tú bien, zorra.
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Muley -que, por cierto, no se llama Muley- ya está con una familia de acogida mientras dure todo el proceso de las pruebas, la operación y la convalecencia. Con una familia de verdad, no con un pendejo que lo iba a terminar malcriando. Lo último que se llevó fue un montón de papeles; sacó por la impresora las fotos de sus jugadores de fútbol preferidos y una foto aérea de su poblado. En un par de años, ojalá, estará jugando al fútbol dicen los médicos.
(Viene la segunda, señor Darwin y señor Malthus...)