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Un mal día

NoxRubra

Bovino adicto
Desde
9 Jul 2008
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589
Les dejo este relato que a pesar de no ser erótico al 100% espero que les guste.



Era una noche de lunes bastante aburrida, las calles vacías, y la torrencial lluvia impedía ver más allá de mis ojos; Martha y yo, intentábamos platicar, queríamos conservar el calor corporal, intercambiando algunas frases esporádicas y encogiéndonos sobre nosotras mismas, tratando de extender el pequeño abrigo y diminutas faldas que usábamos, cruzando las piernas como si quisiéramos orinar.

No teníamos mucho éxito en ninguna de las actividades.

Bajo la marquesina rota y apagada del viejo cine porno que usábamos esa noche para guarecernos del agua, la luz de nuestros cigarrillos iluminaban la oscuridad con mas brillo que el de la luz lechosa que provenía de las lámparas de la avenida. Ahí, bajo la mirada de las estatuas art-decó que en algún momento anunciaron la gloria del edificio, y que ahora sólo servían como orinales de vagabundos y lienzos de grafiteros, esperábamos pacientemente al cliente que se nos antojaba nunca llegaría, llenando los cada vez más frecuentes huecos en nuestra conversación con la atenta observación de las caprichosas figuras que formaba el humo de nuestros cigarrillos.

Pensé en retirarme. Mi departamento estaba solo a unas cuadras de ahí. Heché un rápido vistazo a mi bolso, con todos los artículos necesarios para una chica de mi oficio, y luego, a mi cartera sin un céntimo. Valoré esto contra el frió y la lluvia, buscando una mirada de aprobación con Martha, cuando me dí cuenta que ya se había ido. Era evidente que nadie llegaría y yo la única pendeja en toda la ciudad que seguía mojándose como perro.

Un último vistazo a mi cartera vacía me hizo dudar, y ante la ausencia de Martha, que se había ido sin decirme nada, busqué fuerza en la estatua detrás de la oxidada cortina metálica, en la mujer en el cartel manchado de al lado con expresión fingida y exagerada. Apreté mis brazos y piernas, sosegué el hambre que se acrecentaba, y esperé un poco más.

-“Pendeja, Pendeja” me repetía a mi misma, mientras veía desaparecer el último cigarrillo entre mis dedos.

De repente, el tic, tic de la lluvia se interrumpió cuando el ruido de un vehículo acercándose hizo que me alegrara, como el perro que escucha venir a su amo. La esperanza desapareció cuando vi que sólo eran unos juniors demasiado borrachos como para verme ahí, agazapada como chihuahua mojado bajo la marqesina del cine. Su deportivo rojo derrapó y desapareció tan rápidamente como había llegado.

Desilusionada, dí media vuelta; cuando una serie de pitidos a la distancia me hizo detenerme y volver a mi lugar.

Segundos después apareció el viejo Toyota negro, bastante deteriorado pero con un claxon agudo que reconocí inmediatamente, así como a su conductor. Era un cliente habitual. Salí de la protección de la derruida marquesina del edificio y me recargué en el marco de su ventanilla, para repetir la negociación llevada a cabo un millar de veces antes:
“750, con presevativo, tú pagas la habitación”; “No, el anal no va incluido, 300 extras”; “Si, en hotel de aquí enfrente”.

Me sorprendí a mi misma pensando que mis palabras parecían líneas de una aburrida obra interpretada por la peor actriz del mundo. Me prometí dar el día de hoy la mejor función de mi vida. Después de todo, si salía bien, sería la última. Esta era justo la oportunidad que había estado esperando.

Aunque era un cliente habitual y regular como reloj, el malestar de aceptarlo no disminuía: era un viejo rabo verde, de aspecto repulsivo, padecía una obesidad mórbida, sus rasgos eran toscos al igual que sus manos; su ropa casi harapos, culminando con su gruesa y sebuda chamarra pasada de moda que sin importar la época del año, parecía su segunda piel; además de que estaba habitualmente bañado en un sudor con aroma a aceite rancio. Para colmo final, el día de hoy parecía haberse esmerado en resultar especialmente desagradable. No solamente brillantes trozos de cilantro decoraban su dentadura amarilla, sino que apestaba a cigarro y de su boca exhalaba un aliento de los mil demonios. Sin embargo, todo ello, era menos desagradable que el prospecto de una noche en blanco.

Subí al coche, y escuché crujir los desvencijados asientos, rotos por sus costuras. Volteé para ver por última vez mi refugio de esa noche. Las estatuas parecían llorar.

Las manos burdas acariciaban mi entrepierna mientras recorríamos el pequeño tramo hacia la habitación, la cortina del garaje bajó y una fiera jadeante se me abalanzó; mi expresión debió ser muy obvia y de su pantalón sacó algunos billetes que superaban dos o tres veces mi tarifa.

Una habitación pequeña de paredes de verdes fue mudo testigo. Sentado sobre la cama, empezó a desvestirse con una dificultad aparente debida a su robustez; contoneándome al ritmo de la música ambiental, botón a botón y con mirada felina fui retirando mi blusa, mostrando el mejor ángulo de mi trasero, deslicé el cierre de mi falda que cayó al suelo sensualmente, quedándome en un coqueto conjunto blanco y botas altas del mismo color, vestía mis bragas de encaje satinado favoritas. Satisfecha de mi buen comienzo, clavé mi mirada en él, a fin de hacerle una incitante seña.

Para mi desilusión, me percaté que el espectáculo fue inútil. Cuando voltee seguía luchando por salir de sus pantalones, un tanto indignada esperé.

Un relámpago, a lo lejos, iluminó la habitación, conmigo cruzada de brazos como las estatuas del cine, el hombre forcejeando con su pantalón atorado en sus zapatos. Un segundo después, el sonido del trueno anunció que el sujeto porfín había logrado desnudarse.


Salvajemente, me volteó y puso a 4 patas, volvió a meter sus dedos, esta vez de manera más gentil, mientras lamía mi ano, a pesar de la repulsión el placer surgió seguido de un orgasmo, el hombre, hizo temblar mis piernas, sorbiendo estruendosamente para beber toda mi humedad.

Me hincó frente a él y sacó su miembro, pequeño y delgado, que luchaba miserablemente por sobresalir de entre los pliegues bajo su abultado abdomen. El olor que le acompañaba era aun peor que el de su boca, tome un condón de mi bolso y lo coloqué, si bien nunca me había agradado el sabor del látex esa noche me era de lo más grato, mi lengua y boca lo hicieron prisionero, lengüetazos y una mamada intensa hicieron que gruñidos y gemidos llenaran el cuarto; me detuvo a punto del orgasmo, inclinada de cara a la pared, tomo mis muñecas y las sujetó a mi espalda, mi duro trasero sintió el terco intento por entrar en alguno de mis orificios, su desesperación se hizo evidente, y con la frustración de que el pequeño pene no lograra su objetivo, me aventó a la cama, tomó mis caderas, jalándome hacia las suyas, abrazó mis tobillos en lo alto y me embistió con tal dureza que empezaron de nuevo los sonidos guturales, su mano se dirigió a mi cuello, apretó con fuerza y una perturbadora sonrisa se pinto en sus pálidos labios, mis uñas se clavaron en el brazo, chillé, me aventó y quitó el condón para intentar correrse en mi cuerpo; Supe que era el momento, así que en un solo movimiento me abalancé sobre mi bolso. Cerré con fuerza los ojos, el sonido y la furia del relámpago inundaron la pequeña habitación.

Cuando abrí los ojos nuevamente, vi su cara desencajada, en sus ojos la expresión de sorpresa y terror quedaron para siempre plasmados en el instante en que su nuca explotó decorando el verde enfermizo de la pared con una gran mancha roja de hueso y sesos, que se agrandó verticalmente según su voluminoso cuerpo se deslizaba sobre la pared, hacia el suelo. Su cara quedó sobre un charco de su propia sangre, manando copiosamente del pequeño hueco que había dejado mi revólver justo en medio de su frente. Al caer, su boca y mirada vidriosa se contrajeron el gesto propio de los puercos recién sacrificados.

Me vestí presurosa y nerviosa, bajé las escaleras, sin importarme que entre todo el alboroto, nunca encontré mis bragas. Sólo quería salir de ahí. Abrí el garaje y le avisé al de limpieza que estaba hecho. Ellos sabrían qué hacer.

Me encaminé presurosa hacia la calle; esa noche no regresé al trabajo, ni a mi vida anterior. Caminé rápidamente entre las calles hacia mi departamento perseguida por la pertinaz llovizna, pero esta vez, no tenia frío. Me sentía cálida y protegida bajo la gruesa , pesada, sebuda y pasada de moda chamarra del cerdo, impregnada de su característico olor a aceite frito. Demasiado desconfiado, demasiado ignorante para confiar en persona o institución alguna, el viejo que hablaba dormido siempre pensó que era más seguro ocultar las ganancias de su negocio tras su apariencia miserable, entre los forros de su vieja chamarra de toda la vida.
 
Muy buen texto, creo que no le falta nada, excepto ser leído y
disfrutarlo.
Felicidades linda, tienes mucho mas, phas que disfrutemos de
tu creatividad.
Gracias.
 
Vaya maravilla de relato, voy a disfrutar aún más cuando llueva :)
Gracias por el aporte.
 
Muy buen relato, te mereces unos :aplausos::aplausos::aplausos: Y gracias por compartirlo con nosotros
 
Muy buen relato, no se me hizo excitante pero valio la pena, es frio y hasta triste la forma en como se maneja el sexo pero me parece algo que seguro es muy real. Saludos.
 
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