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Bovino de la familia
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Dan Alexander y Matt Drange
Forbes Staff
febrero 20, 2018
Justo después de que Trump fuera elegido, la mayoría asumió que se desharía de sus activos y se involucraría en el mayor trabajo del mundo con las manos limpias. Hoy, el septuagenario mantiene su propiedad total, junto con los 175 mdd que sus inquilinos le pagan al año.
Foto: Reuters
La oficina estadounidense más grande del banco más grande de China se encuentra en el piso 20 de Trump Tower, seis niveles debajo del escritorio donde Donald Trump construyó un imperio y arrebató la presidencia. Es difícil verlo por dentro. No parece que haya fotos públicas de la oficina, el banco no da la bienvenida a los visitantes, y un hombre vigila los ascensores de la planta baja, una de las ventajas de pagar más de 2 mdd estimados al año por el espacio.
La Trump Tower oficialmente enlista al inquilino como el Banco Industrial y Comercial de China, pero no nos confundamos con quién paga la renta: el gobierno chino, que posee la mayoría de la compañía. Y si bien el propietario es técnicamente la Organización Trump, no confundamos quién está cobrando esos millones: el presidente de los Estados Unidos, que ha colocado la administración diaria con sus hijos pero conserva el 100% de la propiedad. Este contrato vence en octubre de 2019, de acuerdo con un prospecto de deuda obtenido por Forbes. Entonces, si supones que los Trump quieren mantener a este lucrativo inquilino, entonces Eric Trump y Donald Trump Jr. podrían estar negociando cuántos millones pagará el gobierno chino al presidente en función. A menos que ya se haya ocupado de ello: en septiembre de 2015, el entonces candidato Trump alardeó ante Forbes de que había “recién renovado” el contrato, en el momento en que estaba preparando su campaña.
Es un conflicto de intereses sin precedentes en la historia de Estados Unidos. Pero difícilmente inesperado. Los Padres Fundadores construyeron específicamente esta contingencia en la Constitución a través de la Cláusula de Emolumentos, que prohíbe a los funcionarios de EU aceptar regalos, títulos o “emolumentos” de gobiernos extranjeros.
En Federalist 75, Alexander Hamilton enmarcó la amenaza así: “Un hombre avaro podría verse tentado a traicionar los intereses del Estado por la adquisición de riqueza”. Los académicos han estado debatiendo qué constituye exactamente un “emolumento” desde el momento en que Trump ganó las elecciones, y casi 200 demócratas del Congreso demandaron al presidente por posibles violaciones en junio.
Gran parte de las quejas al respecto involucran a los hoteles de Trump, especialmente el de Washington, que ha facturado 268,000 dólares en habitaciones de hotel y por atender al gobierno saudí, y sus acuerdos de licencia internacional, que permiten a magnates y vendedores ambulantes extranjeros, muchos de ellos con conexiones a sus gobiernos locales, para pagar a la Organización Trump más de 5 millones de dólares al año con el fin de beneficiarse del nombre del presidente en lugares remotos.
Pero esas son pequeñeces. El dinero del imperio Trump proviene de inquilinos comerciales como el banco chino. Forbes estima que estos inquilinos le pagan al presidente 175 millones de dólares al año. Y lo hacen de forma anónima. Las leyes federales, redactadas sin imaginar a un multimillonario de bienes raíces como presidente, requieren que Trump divulgue públicamente las empresas ficticias que posee, pero no a los cientos de empresas que les inyecta dinero o incluso la cantidad de dinero involucrado.
“El público que lee el formulario [de declaración] no sabe quién le está pagando al presidente”, dice Walter Shaub, quien renunció como máximo funcionario de ética del gobierno federal en julio. Al presidente le gusta que sea de esa manera. Ni la Casa Blanca ni la Organización Trump proporcionarían una lista de los inquilinos del presidente, y mucho menos revelarían lo que pagan. En cambio, el abogado de la organización Trump Alan Garten pronunció una declaración: “Tras la elección, la Organización Trump implementó un riguroso proceso de investigación para todas las transacciones, incluidos los arrendamientos, que incluye una revisión detallada y la aprobación de nuestro jefe de cumplimiento y asesor externo de ética”. En otras palabras, los funcionarios de ética del gobierno, encargados de detectar conflictos de interés, nunca han visto los pagos de alquiler que recibe el presidente.
Así que creamos uno por nuestra cuenta, identificando 164 inquilinos, de prácticamente todas las industrias, de todo el mundo, y luego calculamos los pagos, cuando fuera posible, basados en registros de propiedad, prospectos de deudas y conversaciones con expertos inmobiliarios. Cuando los inquilinos se negaron a decir cuánto espacio alquilaban, hicimos visitas en persona y tomamos medidas aproximadas. (Hubo obstáculos: el día después de enviar preguntas a la Organización Trump, dos guardias de seguridad expulsaron a un periodista de Forbes de un área comercial de una propiedad de Trump.) Cuando no pudimos obtener información más detallada, asumimos que los inquilinos pagaban tarifas comparables a aquellas para propiedades similares en sus respectivos mercados. Creemos que hemos rastreado las fuentes del 75% del alquiler que fluye hacia las arcas del presidente.
Las cifras son significativas: 21 mdd por aquí, 12 mdd por allá. Los nombres lo son aún más: al menos 36 de los inquilinos de Trump tienen relaciones significativas con el gobierno federal, desde contratistas hasta empresas de cabildeo y objetivos regulatorios.
¿Qué tan enredado está todo? Forbes descubrió un acuerdo, previamente no revelado, en el que Trump sirve parcialmente como su propio propietario: el gobierno de Estados Unidos está pagando un alquiler a la persona que lo administra.
En resumen, la Organización Trump es más una colección de ofertas que una empresa en funcionamiento. Si bien Wal-Mart y General Motors dependen de millones de clientes en todo el mundo, la Organización Trump depende de un puñado de grandes entidades. Eso aísla el negocio del presidente de los caprichos del consumidor, y de las calificaciones de favorabilidad más bajas, mientras que lo deja vulnerable a los intereses corporativos (o gubernamentales).
¿Cómo, entonces, evaluar las discusiones internas entre los funcionarios federales y Walgreens Boots Alliance, una de las farmacias más grandes del mundo? A través de su marca Duane Reade, es el inquilino que paga más en el rascacielos de Trump en 40 Wall Street en Nueva York, con 3.2 millones de dólares en renta anual, según un prospecto de 2015. En octubre de 2015, Walgreens Boots Alliance anunció una fusión por 9,400 mdd con su rival Rite Aid, que requería la aprobación de los reguladores antimonopolio. Después de que el acuerdo no logró la aprobación del presidente Obama, recayó en la administración Trump, que llegó a Washington durante el primer trimestre de 2017. Según las divulgaciones federales, ese fue el mismo trimestre en que Walgreens Boots Alliance comenzó a presionar directamente a la Casa Blanca sobre “problemas de política de competencia”. En septiembre, a pesar de las objeciones de una de los dos comisionados de la Comisión Federal de Comercio, el inquilino de Trump recibió luz verde por una versión reducida del contrato de 4,400 millones. En enero, Trump anunció que nominaría a la comisionada que apoyó el acuerdo, Maureen Ohlhausen, como juez federal.
¿Cuánto, si es que lo hizo, la relación comercial afectó la decisión del gobierno? Es intrínsecamente imposible de medir. Walgreens Boots Alliance dice que no había conexión alguna y que su cabildeo no era específico del trato. Pero incluso si Trump intentara gobernar sin ningún favor personal, o si esto se decidiera sin su participación directa, la aparición de un conflicto de intereses es inevitable. Las compañías saben que su casero es el presidente. Y es difícil meterse en la cabeza de los reguladores, por bien intencionados o eliminados de la Casa Blanca, que prestan servicios a un presidente famoso por su obsesión con la lealtad personal.
[CONTINUA EN LA SIGUIENTE ENTRADA]