fidelacero
Bovino maduro
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Este es mi primer aporte espero hacerlo bien. Estos cuentos me parecen muy buenos y los quiero compartir los ire poniendo de a poco para no cansarlos.
Juegos con perfectos desconocidos
Siempre me han gustado los revolcones con perfectos desconocidos, por mucho que en la realidad esa clase de encuentros sexuales fortuitos no tenga nada que ver con las bien ensayadas escenas de alto voltaje que tienen lugar en las películas entre actores de carnes casi insultantemente prietas y donde las protagonistas, o bien no llevan bragas o bien llevan un conjunto de Dior recién salido de cualquier corsetería carísima. En la puñetera realidad, una lleva las
bragas agujereadas el día que conoce al ligue de su vida. O tiene la regla. O padece una tremenda y disuasiva halitosis. O no hay manera de agenciarse un condón y hay que apechugar con el miedo a coger cualquier porquería o renunciar a la aventura. O estás sin blanca y acabas mal follando en un utilitario o en el retrete apestoso de algún bar, con la clientela del local golpeando la puerta, impacientes por vaciar sus vejigas.
Pese a todo, esos fenómenos de atracción sexual temporalmente intensa, de hambre repentina, impertinente y desbocada por un hombre a quien apenas conozco me proporcionan la sensación, tan fugaz como gratificante, de que los predecibles cauces por los que se desenvuelve la existencia pueden verse alterados en el momento más inesperado y que lo imprevisto logra colarse por una rendija para hacer estallar, aunque el prodigio siempre dure muy poco,
nuestra triste rutina.
Un día, hará ya cosa de diez años, viajaba yo en tren hacia Bordeaux, donde una amiga mía muy querida acababa de morir de un violento ataque de risa e iba a ser enterrada. Fue su compañero, absolutamente destrozado, quien me dio la noticia. El tipo pertenecía a un grupo de payasos y estaba ensayando un gag para su próximo espectáculo cuando mi amiga, a quien él le había pedido que presenciara el número y le dijera si de verdad le parecía gracioso,
sufrió el mortífero ataque de risa. La noticia cayó como un mazazo sobre mi ánimo pero no pude evitar saludarla con una larguísima carcajada histérica a la que, por fortuna, sobreviví. Él, que no apreció mi risotada, colgó el teléfono sin darme tiempo a recobrar la compostura y me sentí como si acabara de caer en un pozo de mierda.
Cuando cogí el tren para Bordeaux, mis ánimos seguían por los suelos y mi vestido no me ayudaba demasiado a detener la torrencial actividad de mis lagrimales. Lo cierto es que me había acostumbrado a mantener alejada de mí la melancolía por el sencillo procedimiento de ponerme únicamente prendas de colores vivos y alegres, tal y como me lo aconsejara años atrás mi terapeuta. Pero, en esa ocasión, habida cuenta de que me dirigía al entierro de un ser querido, la prudencia me indujo a vestirme con el único vestido negro que poseía por aquel entonces. Lo malo es que, desolada como estaba por la muerte de mi amiga y por la torpeza con que había reaccionado a la noticia, no reparé hasta un rato después de que el tren se pusiera en marcha en que mi vestido resultaba decididamente inconveniente para presentarse con él en el entierro.
Caí en la cuenta de mi error cuando un hombre de unos treinta años entró en mi compartimiento, se asomó con una mirada encandilada a mi escandaloso escote y siguió calibrando con un gesto apreciativo la rotundidad de mis formas, que el vestido, bastante ceñido, subrayaba con insidiosa precisión. "Qué incorregiblemente idiota eres, hija mía" —pensé—, y mi depresión subió unos cuantos grados, con lo que gruesos y calientes lagrimones no cesaron de despeñarse por mis mejillas durante la siguiente media hora. Me sentía tan ridícula que ni siquiera me atrevía a mirar a mi compañero de compartimento.
Supongo que habría acabado batiendo algún récord de llanto ininterrumpido si mi vecino no se hubiera dirigido finalmente a mí.—Está usted muy indispuesta.
No era una pregunta, sino una afirmación. En la voz de aquel hombre se detectaba el tono inconfundible de la Autoridad Competente. Pero era una autoridad suave, algo en él que se imponía con aplastante naturalidad. Me atreví a mirarlo por vez primera y vi en sus labios una sonrisa que parecía invitarme a jugar con él a alguna clase de juego que yo desconocía por el momento. O tal vez la invitación no estaba en su boca sino en el centelleo de
sus ojos. En cualquier caso, me sentí proclive a aceptar el lance.
—Creo que puedo hacer algo por usted. Soy médico.
Sus ojos seguían sonriéndome.
El tipo cogió el maletín de piel que llevaba consigo y se arrodilló frente a mí en el espacio que separaba las dos hileras de asientos. Abrió el maletín y sacó de él unas tijeras y el instrumental necesario para tomar la presión arterial y auscultar el pecho. Con absoluta seriedad, me tomó la presión y meneó reprobadoramente la cabeza ante el resultado de su exploración.
—Lo que me figuraba: está usted baja, muy baja. Habrá que hacer
algo para reanimar su tono vital —dijo frunciendo el ceño.
Pese a la expresión seria y profesional de su rostro, un vestigio de sonrisa seguía tirando de sus comisuras hacia arriba y un breve centelleo persistía en su mirada.
—Ahora tendrá que bajarse el vestido hasta la cintura, para que
pueda examinarla.
Lo hice y el doctor se quedó mirando reprobadoramente los aros de hierro de mi sujetador.
—Lo que me figuraba: está usted sometida a una gran presión psíquica y, por añadidura, usa prendas que crean opresiones físicas, de forma que la energía no puede fluir libremente y se obstruye.
—¿Es peligroso? —musité, siguiéndole el juego.
—Bastante; no quiero engañarla, pero ha caído usted en buenas manos. Cuando lo vi coger las tijeras, una punzada caliente en mi vientre me anunció que ciertas secreciones iban a ponerse inmediata e inexorablemente en marcha. En un abrir y cerrar de ojos, el doctor me había cortado el sostén y mis tetas, liberadas, se movían ante su atenta mirada. Me excitó pensar que alguien podía vernos a través de la ventanilla, o que cualquier otro pasajero podía irrumpir en el compartimento.
—¿Se siente mejor ahora?
—¡Oh, sí! Mucho mejor —contesté aflautando la voz, decidida a
abrazar mi personaje de ingenua con la misma solvencia con la que aquel hombre interpretaba al médico celoso de su deber.
—Seguro que también lleva bragas opresivas. Veamos —dijo arremangándome con destreza el vestido hasta la cintura. Lo que me figuraba: bragas estrechas de blonda que se clavan en las ingles.
Practicó un corte de cada lado y me quitó las bragas con suavidad.
—¿Qué tal ahora?
—Muchísimo mejor. Le estoy muy agradecida por sus desvelos.
—Y eso que su energía está todavía atascada. Tendré que hacerle
un masaje para reactivársela.
—Lo que usted diga —lo animé yo con mi tono de voz más manso.
Dejé que masajeara mis tetas concienzudamente. El tipo no había mentido: yo había caído en muy buenas manos.
—¿Me permite que siga masajeándola con la lengua?
Me excitaba que siguiera comportándose como un educado e irreprochable profesional de la medicina y que no dejara de tratarme de usted. A esas alturas, mis jugos ya debían de haber mojado el asiento, pero por nada del mundo quería yo precipitar la situación.
De pronto, dejó de comerse mis tetas, hurgó en su maletín y se levantó con una expresión grave. Pero su mirada era tan intensa y relampagueante como un fogonazo.
—Ahora tiene que tomar usted una decisión importante —me dijo a la vez que sacaba una píldora de un tubito—. Esta pastilla puede obrar milagros en su tono vital en cuestión de media hora. Ahora bien —la sonrisa que tanto me gustaba volvió a tirar de sus comisuras—, existe un tratamiento alternativo. Es igual de eficaz que esta píldora, pero algunos lo prefieren porque resulta mucho más agradable. En fin, lo mejor será que escoja usted.
—¿Y cuál es ese tratamiento alternativo? —pregunté disfrutando lo
indecible de mi papel.
El doctor se desabrochó la bragueta y me enseñó un espléndido miembro, endiabladamente duro y enhiesto. Yo estaba impaciente por saborearlo por una u otra vía, pero me había colocado voluntariamente bajo la autoridad de aquel tipo, y me gustaba que fuera él quien dictara las normas de un juego en el que lo excitante estribaba precisamente en mantener las formas y en no perder la cabeza. El siguió mirándome con penetrante fijeza mientras en una
mano sostenía la píldora y en la otra la polla.
—Esto es lo que hay: la píldora y la polla. Ahora es usted quien tiene que decirme lo que prefiere. La ética profesional me impide tratar de influir sobre usted.
—La verdad, doctor, es que soy bastante indecisa.
—Ya, se deshace usted en un mar de dudas —dijo mirando mi coño,
que debía de estar reluciente de líquidos.
—Exacto, repliqué yo mientras me decía que si el tipo no me follaba enseguida, no tendría más remedio que abalanzarme sobre él.
—Entonces lo que podemos hacer es probar un ratito el tratamiento con la polla. La follo a usted tres minutos, por ejemplo, y al término de esos tres minutos, tendrá que decidirse.
—Espléndida idea —logré articular.
—Túmbese entonces —me ordenó, al tiempo que subía los respaldos
abatibles de toda la hilera de asientos.
En cuanto me estiré, él trepó a nuestro improvisado lecho y se
arrodilló encima mío. Se bajó los pantalones hasta media pierna,
manipuló su reloj y, sin más ceremonia, me hincó el miembro con
insidiosa lentitud.
—Buena chica —dijo una vez que lo tuvo entero dentro de mí—. Es usted una paciente muy receptiva.
Empezó a follarme parsimoniosamente, metiendo y sacando todo su instrumento terapéutico a cada embestida. Sus andanadas eran tan profundas que notaba como sus testículos me golpeaban el culo. Sus ojos escrutaban mi rostro con serenidad, como si su conciencia profesional le impidiera pasar por alto cualquier detalle útil para la elaboración de su informe médico. Al poco, la alarma del reloj sonó y el doctor me cortó momentáneamente el suministro de placer.
—¿Seguimos o cree que prefiere la píldora? —me preguntó
impávido.
—Seguimos —contesté en un murmullo—. Es usted un médico
excelente.
—Me alegro de que le guste la terapia —dijo él mientras volvía a penetrarme con fuerza, arrancándole un poderoso estremecimiento a mis entrañas. Lo cierto es que no tardé en correrme con inusitada intensidad. Al hacerlo, exhalé un grito que él se apresuró a sofocar tragándose mi grito con su boca imperiosa.
—Si no llego a besarla —me dijo a guisa de explicación científica— habríamos corrido el peligro de ser interrumpidos. Y eso habría resultado pernicioso para el tratamiento.
Dicho esto, mi galeno siguió cabalgándome con vigor, pero sin darse prisa alguna por alcanzar su propio orgasmo. Su miembro, que yo notaba cada vez más duro, invadía con infatigable perseverancia mi coño. No recuerdo cuántas veces me corrí antes de que el doctor se diera por satisfecho. Entonces sacó su verga, me refregó los testículos por todo el rostro y hundió finalmente su polla encabritada en mi boca, donde me alimentó con su cálida, larga y tonificante inyección de leche. Liberada ya por completo de todas mis
tensiones, caí en un sueño profundo y reparador. Cuando desperté, el tren estaba entrando en la estación de Bordeaux y en el compartimento no quedaba ni rastro de mi querido doctor. Durante unos instantes, pensé si no lo habría soñado todo, pero el sabor acre que todavía persistía en mi boca me persuadió de que el doctor era una criatura de carne y leche.
No volví a saber nada de él hasta que, tres meses después, alguien llamó a la puerta de mi casa. Abrí y me encontré frente a mi doctor, aunque en esta ocasión llevaba una Biblia en la mano en lugar de su maletín médico.
—Buenos días —dijo al tiempo que entraba en mi casa cerrando la puerta tras de sí.
—Estamos hablando con las personas acerca de la disgregación de la
familia.
Había abandonado la expresión de suave eficacia y autoridad que adoptaba cuando era médico. Con el ceño fruncido y los ojos encendidos de ira, parecía un genuino profeta enfurecido ante la corrupción del mundo.
Desde luego, ninguno de los dos dimos señales de haber reconocido al otro.
—Si la familia, que es el pilar de todo cuanto hay de bueno en el ser humano, se descompone, el individuo, desorientado, se convierte en víctima fácil de la corrupción y del desafuero. ¿Y sabe usted por qué se disgrega la familia?
—Ardo en deseos de que usted me lo explique.
—¡La fornicación! —dijo con la voz temblándole de rabia y los ojos destilando el fuego del infierno. ¡La fornicación indiscriminada que convierte al ser humano en una bestia incapaz de gobernar sus peores instintos! ¡La fornicación que nos acecha detrás de cada esquina es la gran responsable de la disgregación de la familia!
—¿La fornicación? —pregunté—. No sé de qué me está usted
hablando.
—¡Ah! —gritó mi predicador postrándose de rodillas a mis pies y hundiendo la cabeza en mi entrepierna—. ¡Al fin una criatura pura y virginal que ha logrado escapar de las ubicuas garras de la fornicación!
Sus manos tiraron con fuerza de mis bragas hasta lograr arrancármelas. Me acarició el culo, separando y amasando las nalgas.
—Muy a mi pesar, tendré que enseñarle lo que es la fornicación, para que sepa defenderse de sus feroces embestidas.
Su vehemente lengua de predicador, la misma que, para mi deleite, se obstinaba en tratarme de usted, recorrió mis ingles y mi pubis antes de lanzarse a una concienzuda exploración de mi vulva. Su saliva agudizaba mi tendencia a fundirme en tales situaciones. Vi que tenía la nariz reluciente de mis estalactitas y empecé a moverme furiosamente en torno a su boca hasta que las violentas contracciones del orgasmo calmaron mi ansia.
Pero las valiosas enseñanzas de mi querido predicador no acabaron ahí. No bien hube gozado, me tumbó con brutalidad en el suelo, boca abajo, y me penetró furiosamente por la vía ordinaria y por la extraordinaria alternativamente, mientras por el espejo que cubría una de las paredes del vestíbulo de mi casa yo contemplaba el hipnótico y cada vez más frenético vaivén de sus musculosas nalgas, hendidas por unos adorables hoyuelos.
En cuanto acabó nuestra salvaje coyunda, le juré a mi querido predicador que jamás volvería a practicar esas guarradas y él abandonó mi casa con la sonrisa de un arcángel satisfecho tras haber cumplido una delicada misión.
A lo largo de estos diez años, mi imprevisible y camaleónico amante ha reaparecido encarnando, entre otros muchos personajes, al butanero (en esa ocasión yo no tenía dinero y me vi obligada a pagar en especies), a un ascensorista novato y víctima de una despiadada claustrofobia, al acomodador de un cine X, al dependiente de unos grandes almacenes que me aconsejó en la compra de varios conjuntos de ropa interior, al director de una sucursal bancaria al que yo iba a solicitar un crédito (y vaya si me lo concedió) y así sucesivamente. Jamás nos hemos apartado ni un ápice de los personajes que elegimos cada vez. No conozco su nombre verdadero ni tengo la menor idea acerca de a qué se dedica cuando no irrumpe en mi vida. Nunca sé cuándo ni bajo qué disfraz reaparecerá. Ni falta que me hace, la verdad. En cualquier caso, mi vida erótica es mucho más divertida y estimulante desde que él (¿o
debería decir esa colección de perfectos desconocidos?) juega conmigo de vez en cuando.