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Srs. del (pan) que no tienen miedo

esoj03

Bovino Milenario
Desde
24 Jun 2009
Mensajes
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Los políticos deben ocultar la
realidad para preservar su imagen. De ésta depende su
capital político y, por ende, el éxito de su carrera. Por
todo ello recurren al chantaje, al embuste o a cualquier
bajeza para cuidar su prestigio, de modo que la verdad
nunca aflore y su credibilidad no se desplome.

Veamos un capitulo de esto que habla por si solo:

—¿Pero qué hizo Díaz?

Porfirio Díaz había vivido en concubinato con Delfina Ortega, su primera mujer, su sobrina, la hija
nada menos que de su hermana Manuela, con la que
procreó cinco hijos, de los cuales tres ya habían fallecido
en esas fechas. El dictador no estaba casado por la
iglesia con Delfina, una omisión imperdonable que el
día del Juicio Final podría tener consecuencias terribles
para ambos, en particular para Delfina, quien al estar ya
muy próxima a la muerte, a pesar de contar con tan sólo
treinta y dos años de edad, bien podría ser condenada,
por ese hecho, a pasar la eternidad en el infierno.

El arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos
había sido llamado al lecho de muerte de Delfina Ortega
para que le administrara lo más pronto posible la
extremaunción, dado que su deceso parecía inminente
en esas últimas horas del siete de abril de 1880. Sin
embargo, el alto prelado le comunicó a la afligida mujer
que no podría absolverla porque no estaba casada con
Díaz de acuerdo a las leyes de Dios.

—Pero padre —repuso la mujer balbuceante—,
convenza usted, por lo que más quiera, a Porfirio para
que se case conmigo. Se lo suplico. Él no puede permitir
que me vaya al infierno. He sido su compañera. Le he
dado hijos. Lo he hecho feliz. Le he cumplido todos sus
caprichos. Me le he entregado sin condiciones, padre,
que se apiade de mí en estos momentos en que me estoy
muriendo... ¡Apiádense de mí! Vaya usted a donde él,
apersónese y dígale que si nunca le pedí nada, ahora sí
lo hago: sólo él puede salvarme, él y sólo él, padre... Sé
que esta es la última noche de mi vida... Jamás volveré a ver la luz del día... ¡Que se case conmigo, que se case
ahora, antes de que sea demasiado tarde, padre, padre,
por favor, padre...! Sería inútil hacerlo con una muerta...
No amaneceré viva, lo sé, lo sé, lo sé... —repitió la mujer
sin fuerza siquiera para llorar, mientras negaba con la
cabeza recostada sobre la almohada empapada de
sudor.

—¿Cómo voy a casarte con Porfirio, hija mía, si se
trata de tu tío? Porfirio es tu tío y en primer grado, ¡por
Dios...! ¿Qué es esto...?
—Padre mío, me voy. Apiádese de mí, por lo que
más quiera...
—Pero si es un impedimento insalvable. ¿Cómo voy
a casarte con tu tío sanguíneo...? Si por lo menos fuera
un pariente político...
—Padre, por favor, por favor...
El arzobispo buscó en el salón contiguo de Palacio
Nacional al presidente de la República para plantearle
el problema. Don Porfirio estaba ante su escritorio,
sentado en un sillón forrado con terciopelo verde que
ostentaba en su ángulo superior izquierdo, bordado con
hilo de oro, un águila devorando una serpiente. Al ver
entrar al arzobispo se puso de pie.

—¿Alguna novedad, padre? Los médicos han
perdido toda esperanza. La peritonitis ha envenenado
todo el cuerpo de Delfina. Puedo jurarle que la perderé
en cualquier momento, ¿o no?
El ilustre sacerdote confirmó al jefe del Ejecutivo
sus sospechas.

—Creo que debemos dejarla que parta en paz,
Porfirio, y garantizar que su espíritu caiga en las manos
de Dios y de ninguna manera en las de Lucifer.
—¿Qué quiere usted decir con que Delfina pueda
llegar a caer en las manos del Diablo? Ella ha sido
siempre una católica ejemplar. Nunca ha faltado a la
misa ni a ninguna celebración religiosa.

—Ese no es el problema.
—¿Entonces cuál...? —repuso impaciente el
presidente—. ¿Por qué podría irse al infierno...?
—Porque morirá en pecado mortal —sentenció
lacónicamente Labastida.
—¿En pecado mortal ella, padre...? —cuestionó Díaz
sorprendido—. Pero si es una santa, una auténtica
santa. Hasta deberían ustedes beatificarla...
Omitiendo cualquier comentario en torno a esta
última afirmación, el arzobispo continuó inconmovible.
De sobra conocía su objetivo.

—Está en pecado, Porfirio, primero porque es tu
sobrina sanguínea, segundo, porque vivió contigo como
tu concubina, tercero porque tuvieron cinco hijos, y
cuarto, jamás obtuvieron la bendición de Dios para
formar una familia. De modo que cargarás esa losa de
por vida. Tuya y sólo tuya será la culpa...
—¿Casarme con ella ayudará? —cuestionó Díaz
sintiéndose arrinconado.
—Sería definitivo, Porfirio, es la única manera de
salvarla —agregó Labastida sintiendo a su presa en un
puño.

—Cásenos, padre, cásenos de inmediato. Absuélvala.
Concédale la extremaunción. Garantíceme que se irá al
cielo —exclamó el presidente con una visible angustia
reflejada en sus ojos.
—Sólo Dios puede dar esas garantías, Porfirio. Yo,
por mi parte, haré todo lo posible por complacer tus
deseos.

Acto seguido, y sin pérdida de tiempo, la máxima
autoridad política del país, acompañado por el máximo
líder religioso de México, se presentaron ante Delfina
Ortega. Era claro que la mujer agonizaba. Los ojos
hundidos delataban la gravedad de la infección. Su
respiración era acompasada. El sudor empapaba su
frente y el color macilento de su tez confirmaba la
gravedad de la enfermedad. Se iba: nadie podía dudarlo.
Bastaba ver su mirada extraviada, los repentinos
temblores, los silencios premonitorios.

La muerte
acechaba. El ambiente era de muerte. Ahí estaba la
muerte. Tal vez esperaba de pie, paciente, recargada en
un rincón, el momento propicio para utilizar su
guadaña.
—¡Cásenos padre, cásenos! —demandó el dictador.
Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos se empezaba
a colocar la estola y la Mitra para iniciar el proceso de
absolución, ya sin confesión por falta de tiempo, cuando
volteó a ver a Díaz para dispararle a quemarropa, con el
rostro impertérrito:

—Perdóname, pero no los puedo casar. Es tu
sobrina, Porfirio...
—Olvídelo, padre...
—Yo puedo olvidarlo, pero Dios lo sabe todo.
—Usted logrará la indulgencia, lo sé, padre, lo sé...
—Esa podría lograrla si ambos nos comprometemos
a rezar y a pedir perdón, pero hay otro impedimento
mucho, mucho más grave aún.

—¿Cuál?, ¿cuál...? Dígamelo por favor —explotó el
jefe del Poder Ejecutivo, quien supuestamente ya había
accedido a todas las pretensiones del prelado—. ¿Cuál es
el impedimento?

—Cuando juraste someterte y defender la
Constitución de 1857, por ese solo hecho la iglesia
católica te excomulgó a ti y a quienes hubieran hecho un
juramento similar por haber atacado frontalmente el
patrimonio y los privilegios divinos. Por lo tanto,
Porfirio, hijo mío, estás excomulgado desde ese año y,
como tú entenderás, puedo pasar por alto, con la
benevolencia del Señor, el impedimento sanguíneo,
pero, eso sí, no puedo casar, de ninguna manera, a un
excomulgado. ¡Me condenaría yo mismo, Porfirio,
querido!

—Pero, padre —insistió Díaz pensando tal vez
apalancarse en sus enormes poderes políticos y
militares, que estaban siendo ignorados.
—Lo siento, Porfirio, lo siento —se resignó Labastida
con el rostro contrito—. Veo con profundo dolor que
Delfina se irá irremediablemente al infierno, de donde
no podrá salir en toda la eternidad.

—No, padre, no puedo consentirlo, me moriría de la
angustia. Soy católico, creo en Dios, creo en el Espíritu
Santo, creo en la Divina Trinidad, creo en las vírgenes,
en los santos, en los apóstoles y en los beatos... No me
haga esto, padre.

—No te lo hago yo, Porfirio: son las leyes inflexibles
de Dios Nuestro Señor, que todo lo sabe y todo lo oye.
De modo que si quieres impedir que esta santa mujer se
vaya al infierno para que Lucifer le saque todos los días
los ojos, tienes que abjurar de la Constitución de 1857 y
retirar ante mí ese juramento que en nada te beneficiará
tampoco a ti, en lo personal, cuando vayas a rendirle,
espero que dentro de muchos años, cuentas al Gran
Crucificado —el arzobispo se persignó elevando
piadosamente la mirada hacia el techo.

—Porfirio, Porfirio, Porfirio —mascullaba la
desgraciada mujer...
El rostro de Díaz se congestionó. Estaba
desencajado. ¿Qué diría el ejército que él había
encabezado para terminar de aplastar al imperio de
Maximiliano? ¿Y su trayectoria como distinguido
liberal? Los ojos inyectados parecían salirse de sus
órbitas. Bien sabía que estaba en un callejón sin salida
y que, en su carácter de militar, estaba perdiendo una
batalla.

—Abjuro, padre. Abjuro. Reniego de mi compromiso
con la Constitución. Me desdigo de mi juramento, pero
salve usted a Delfina —concedió desesperado, a
sabiendas de que arrojaba una vez más su prestigio
político por la borda. ¿Qué más daba otra traición ante
un pueblo desmemoriado? Se rendía vergonzosamente.
Desenvainaba la espada y se la entregaba mellada al
enemigo.

El arzobispo no acusó recibo de su triunfo.
Permaneció de pie, inmutable. Aceptaba la concesión
del señor presidente de la República, sí, pero no
procedía a administrar la extremaunción. De pronto, sin
mostrar la menor perturbación, teniendo a Díaz
simbólicamente de rodillas, al representante del Poder
Ejecutivo en sus manos, lo abofeteó con estas palabras
apartadas de cualquier actitud piadosa. La iglesia
católica volvía a ser insaciable:

—Perdón, Porfirio, pero tu sola palabra no basta...
¡Perdóname! Ningún miembro de la alta jerarquía
eclesiástica va a atreverse a dudar de mi dicho, conoce
de sobra mi sentido del honor, pero debo cubrirme la
espalda de cara a la historia y dejar ampliamente
satisfechos a mis colegas: debo llevarles tu renuncia al
juramento por escrito. ¡Perdóname!

Y Díaz, el mismo que en 1867 colocó a Maximiliano
ante el paredón en el Cerro de las Campanas. Él, el gran
liberal, ¿resultaría un farsante? ¿Toda su carrera había
resultado una vulgar comedia? ¿Había jurado defender
la Constitución con todas las solemnidades para
después renunciar en privado a todo compromiso
adquirido con su pueblo? ¿Y si se llegaba divulgar su
abjuración? Ahí tienes al gran ídolo del país, al vencedor
de ejércitos extranjeros, a uno de los restauradores de la
República, arrodillado ante un cura y traicionando a toda la nación con tal de impedir que su mujer cayera en
los brazos de Lucifer. ¿Y la patria? ¿Y la dignidad? ¿Y el
sentido del honor? ¿Y la palabra? ¿Y las promesas
incumplidas? ¿Y el gran líder defensor de las causas
justas y de la legalidad?

Porfirio Díaz volteó a ver al rostro del arzobispo.
Éste no proyectaba la menor crispación. El control de
cada uno de los músculos de su cara era total. Su mirada
no despedía la menor emoción. ¡Con qué gusto lo
hubiera puesto enfrente de un pelotón de fusilamiento!
Odiaba esa vocecita hipócrita con la que le solicitaba lo
insospechable... Acto seguido, clavó la mirada en el
rostro exangüe de su mujer. Delfina todavía respiraba.
No había tiempo que perder.

Una pluma y un papel.
Redactó sentado en el escritorio presidencial: «El
suscrito Porfirio Díaz, declaro que la religión católica,
apostólica y romana fue la de mis padres y es la mía en
que he de morir.

Que cuando he protestado guardar y
hacer guardar la Constitución Política de la República,
lo he hecho en la creencia de que no contrariaba los
dogmas fundamentales de mi religión y que nunca hubo
voluntad de herirla...» ¡Falso, falso, juró defender los
principios liberales consignados en la Carta Magna, que
traiciona en esta trágica hora! Díaz declaró asimismo
que no poseía ningún bien expropiado a la iglesia y,
según le pidió el arzobispo que asentara, sí era cierto
que había pertenecido a la masonería pero que se había
alejado de ella... ¿Por qué renunciar a las creencias de
toda una vida?

Terminada la carta, regresó violentamente a la
habitación donde agonizaba su mujer para entregársela
en mano al arzobispo. Le disparó una mirada de
respeto, sumisión y odio. No resultaba sencillo
descifrarla. Éste, después de leerla y constatando que la
Delfina fallecía, ya no hizo ningún reparo, sólo le ordenó
al presidente de la República que pusiera la fecha y la
firmara, a lo cual accedió Porfirio Díaz de inmediato:
era antes de la medianoche. La señora Delfina Ortega de
Díaz fallecería unas cuantas horas después, a las cinco
de la mañana, según reza la inscripción de su tumba en
el cementerio del Tepeyac.

—Por supuesto que este colosal secreto de Estado
estuvo perfectamente guardado en la Mitra
metropolitana, lejos, muy lejos del alcance de los
historiadores y de los investigadores

NO LES QUITEN EL BOSAL.




Saludos.
 
Que interesante aporte y tenia desconocimiento de este suceso que si es de un gran valor creo yo
Gracias
Saludos
 
solo sabia que no eran casados...! caray, sin duda eh aprendido mas..!!
 
Este es un capitulo mas, de como "los santos", se comportan como serpientes asquerosas, reptando, por el poder y los privilegios mundanos.
 
Una historia digna de un relato de Allan Poe...

Sin palabras.
 
Este Francisco Moreno siempre saca historias muy escondidas... ojalá que exista la documentación que sustente este relato. De momento, me descargo el libro, aunque creo que ya lo tengo.
 
con eeto nos damos cuenta de lo viles y malditos(con todo respeto y sin ofender a nadien) que son la mayoria de los curas ante la sociedad pueden dar una cara pero en la intimidad son uno demonios y tambien unos que se dejan llevar por su fanatismo pero bueno eso es otro rollo
 
Este Francisco Moreno siempre saca historias muy escondidas... ojalá que exista la documentación que sustente este relato. De momento, me descargo el libro, aunque creo que ya lo tengo.

no eh terminado este libro, estoy leyendo este y el de mexico mutliado y como dices seria muy bueno saber de donde el autor toma sus investigaciones para saber mas del tema ya que son muy buenos.
 
interesante relato, no puedo decir que sea historicamente correcto o no, sin embargo eso no le quita el merito de plantear otras formas de ver la historia menos explorada que las vias oficiales
 
Excelente aporte, uno a uno se van desmoronando los mitos de la historia de México que de forma por demás vil, nos endilgó el PRIísmo SÓLO CON FINES POLÍTICOS, por ésa razón en México cada vez más, la clase política está cayendo de nuestra gracia.
 
no eh terminado este libro, estoy leyendo este y el de mexico mutliado y como dices seria muy bueno saber de donde el autor toma sus investigaciones para saber mas del tema ya que son muy buenos.

Investigando un poco al respecto, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que no hay fuentes de lo que se cita, porque simple y sencillamente, todo el libro es un trabajo de ficción. Es una novela que entrelaza hechos reales con mitos y mucha de la inventiva del autor. Así que recomiendo solo leerla como un trabajo literario con poco o nulo valor histórico.

Excelente aporte, uno a uno se van desmoronando los mitos de la historia de México que de forma por demás vil, nos endilgó el PRIísmo SÓLO CON FINES POLÍTICOS, por ésa razón en México cada vez más, la clase política está cayendo de nuestra gracia.

Como dije líneas arriba. El extracto es parte de una novela, los datos ahí mostrados no parecen ser reales.
 
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