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Bovino de alcurnia
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“Los conflictos bélicos de las primeras décadas del siglo XIX no se pueden seguir interpretando como guerras de liberación nacional”, dice Tomás Pérez Vejo. The Picture Desk.
Porque no podemos seguir diciendo que las naciones fueron su causa cuando fueron su consecuencia, que fue un enfrentamiento entre criollos y peninsulares cuando fue entre americanos, que fue un choque entre clases sociales o defensores del Antiguo Régimen y partidarios del nuevo orden liberal, cuando algunos líderes independentistas eran profundamente conservadores y reaccionarios, y varios realistas liberales y progresistas. En este año de conmemoraciones múltiples, desde Argentina hasta México, la pregunta de por qué volver sobre las guerras de independencia puede parecer capciosa. La celebración de los primeros doscientos años de vida independiente de muchas de las naciones americanas parece motivo más que suficiente para echar una mirada, entre nostálgica y evocadora, sobre lo que fueron estas confrontaciones. Aunque quizá no estaría de más recordar que ninguno de los Estados que conmemoran el bicentenario proclamó su libertad en 1810, y que todas las supuestas declaraciones de independencia de ese año inician o concluyen con vivas a Fernando VII.
No es, sin embargo, esto lo que me interesa aquí. La celebración de los Centenarios, coincidente con un momento de exaltación nacional y nacionalista, fue el broche de oro final de una historiografía –y quizá también de una cultura–, que hizo de la nación el protagonista de la historia y del Estado nación la forma de organización política “natural” de la humanidad.
Cien años después, poco queda ya de aquella efervescencia nacionalista, menos todavía de la ingenuidad con la que la nación fue vista y juzgada. Las naciones se muestran hoy a los ojos del científico social como construcciones imaginarias, de origen relativamente reciente y cuyo principal cometido, si no único, es la legitimación del ejercicio del poder.
Pasadas ya las necesidades de legitimación historicista de los Estados nación y, aunque quizá menos, las pulsiones nacionalistas de los historiadores, parece el momento apropiado para volver sobre lo ocurrido desde una perspectiva que tome en consideración tanto los nuevos aportes de la teoría política sobre el concepto de nación, como los que la historiografía sobre las guerras de independencia ha ido acumulando en las últimas décadas. Es tiempo ya de sacar el relato de las guerras de independencia americanas de la jaula de la melancolía, la nostalgia por lo que nunca existió, en la que las historias patrias decimonónicas del continente le encerraron casi desde su origen.
¿Derrota de una nación o de un sistema?
Hay que volver sobre los conflictos bélicos de las primeras décadas del siglo XIX porque no podemos seguir interpretándolos como guerras de liberación nacional. Las naciones no fueron su causa sino su consecuencia; no podemos seguir repitiendo que fueron un enfrentamiento entre criollos y peninsulares cuando lo que los datos nos demuestran es que los ejércitos, de uno y otro bando, estuvieron formados casi exclusivamente, y salvo excepciones puntuales, por americanos; no podemos seguir afirmando que fueron un enfrentamiento de clases sociales, cuando clases privilegiadas y subalternas tomaron partido a partir de motivos que en gran parte se nos escapan, pero que en ningún caso estuvieron determinados por su ubicación en la pirámide social, y, por último, tampoco podemos seguir afirmando que fue un enfrentamiento entre los defensores del Antiguo Régimen y los partidarios del nuevo orden liberal, cuando algunos de los líderes de las independencias muestran un pensamiento profundamente conservador y reaccionario y algunos de los realistas, liberal y progresista.
Esta celebración es un buen momento también para preguntarnos si, como han repetido insistentemente las diferentes historias patrias del continente, estamos ante guerras de liberación nacional en las que unas preexistentes “naciones” americanas se liberaron de una también preexistente “nación” española y la respuesta es claramente negativa. La Monarquía católica era una estructura política de carácter anacional. Un conglomerado de coronas, reinos y señoríos en el que la nación carecía de cualquier tipo de densidad política. El vacío de poder generado por el colapso de esta estructura fue ocupado por nuevos poderes de tipo nacional, a uno y otro lado del Atlántico, pero las naciones fueron la consecuencia de su disolución y no su causa.
El modelo para explicar las independencias americanas poco tiene que ver con las guerras de liberación nacional clásicas, las africanas y asiáticas de mediados del siglo XX. No solo por un desfase histórico–temporal más que evidente, sino porque, a diferencia de lo que ocurrió en éstas, las élites que las llevaron a cabo fueron los descendientes genéticos y culturales de los antiguos colonizadores.
Las independencias americanas forman parte de otro modelo, el de la desaparición por implosión de sistemas imperiales fracasados, caso del Imperio turco, el Imperio austro–húngaro o, más recientemente, la Unión Soviética. Todos ellos alternativas globales, se podría decir civilizatorias, a formas de organización económico–socio–político–culturales frente a las cuales acabaron por sucumbir. Es la derrota de un sistema, no la de una nación. Parece bastante evidente que lo que llevó a la disolución de la extinta Unión Soviética no fue el deseo de independencia de rusos, bielorrusos o ucranianos, sino la derrota en la Guerra Fría de su propuesta de organización económica, social, política y cultural.
Americanos contra americanos
Las llamadas guerras de independencia fueron guerras civiles, respuestas a una situación de crisis generalizada que, a partir de un determinado momento, desde luego no en 1810, pero sí en torno a 1812, comenzaron a incluir la idea de la nación como fundamento de la organización política en sustitución del rey. Una nación, sin embargo, que nadie en el ámbito hispánico sabía muy bien qué era, por eso se pudo transitar desde una cuyos límites se confundían con los de la antigua monarquía (Constitución de Cádiz) a otras que se confundían con los antiguos pueblos de la tradición jurídica castellana (las innumerables Juntas que con posterioridad a 1808 proclamaron la soberanía política), en medio de todas las alternativas posibles.
Las guerras no fueron un conflicto entre identidades nacionales. No lucharon de un lado “españoles” y de otro, póngase el gentilicio que se quiera (“argentinos”, “colombianos” o “mexicanos”), sino americanos contra americanos, desde el Río de la Plata hasta la Nueva España. Fue la propaganda bélica y el carácter sanguinario del conflicto los que construyeron la imagen de dos comunidades enfrentadas en la que los ejércitos realistas eran los de “los españoles”. Unos ejércitos realistas –hay que recordar– formados también básicamente por americanos, desde la Nueva España, donde fueron oficiales realistas prácticamente la totalidad de los primeros jefes de Estado del nuevo México independiente (Iturbide, Santa–Anna, Bustamante, Herrera, etc.), hasta el Río de la Plata, donde la decisiva batalla de Salta enfrentó a las tropas del criollo Manuel Belgrano con las del no menos criollo Pío Tristán. Esto por no hablar de los soldados.
Fuente
Porque no podemos seguir diciendo que las naciones fueron su causa cuando fueron su consecuencia, que fue un enfrentamiento entre criollos y peninsulares cuando fue entre americanos, que fue un choque entre clases sociales o defensores del Antiguo Régimen y partidarios del nuevo orden liberal, cuando algunos líderes independentistas eran profundamente conservadores y reaccionarios, y varios realistas liberales y progresistas. En este año de conmemoraciones múltiples, desde Argentina hasta México, la pregunta de por qué volver sobre las guerras de independencia puede parecer capciosa. La celebración de los primeros doscientos años de vida independiente de muchas de las naciones americanas parece motivo más que suficiente para echar una mirada, entre nostálgica y evocadora, sobre lo que fueron estas confrontaciones. Aunque quizá no estaría de más recordar que ninguno de los Estados que conmemoran el bicentenario proclamó su libertad en 1810, y que todas las supuestas declaraciones de independencia de ese año inician o concluyen con vivas a Fernando VII.
No es, sin embargo, esto lo que me interesa aquí. La celebración de los Centenarios, coincidente con un momento de exaltación nacional y nacionalista, fue el broche de oro final de una historiografía –y quizá también de una cultura–, que hizo de la nación el protagonista de la historia y del Estado nación la forma de organización política “natural” de la humanidad.
Cien años después, poco queda ya de aquella efervescencia nacionalista, menos todavía de la ingenuidad con la que la nación fue vista y juzgada. Las naciones se muestran hoy a los ojos del científico social como construcciones imaginarias, de origen relativamente reciente y cuyo principal cometido, si no único, es la legitimación del ejercicio del poder.
Pasadas ya las necesidades de legitimación historicista de los Estados nación y, aunque quizá menos, las pulsiones nacionalistas de los historiadores, parece el momento apropiado para volver sobre lo ocurrido desde una perspectiva que tome en consideración tanto los nuevos aportes de la teoría política sobre el concepto de nación, como los que la historiografía sobre las guerras de independencia ha ido acumulando en las últimas décadas. Es tiempo ya de sacar el relato de las guerras de independencia americanas de la jaula de la melancolía, la nostalgia por lo que nunca existió, en la que las historias patrias decimonónicas del continente le encerraron casi desde su origen.
¿Derrota de una nación o de un sistema?
Hay que volver sobre los conflictos bélicos de las primeras décadas del siglo XIX porque no podemos seguir interpretándolos como guerras de liberación nacional. Las naciones no fueron su causa sino su consecuencia; no podemos seguir repitiendo que fueron un enfrentamiento entre criollos y peninsulares cuando lo que los datos nos demuestran es que los ejércitos, de uno y otro bando, estuvieron formados casi exclusivamente, y salvo excepciones puntuales, por americanos; no podemos seguir afirmando que fueron un enfrentamiento de clases sociales, cuando clases privilegiadas y subalternas tomaron partido a partir de motivos que en gran parte se nos escapan, pero que en ningún caso estuvieron determinados por su ubicación en la pirámide social, y, por último, tampoco podemos seguir afirmando que fue un enfrentamiento entre los defensores del Antiguo Régimen y los partidarios del nuevo orden liberal, cuando algunos de los líderes de las independencias muestran un pensamiento profundamente conservador y reaccionario y algunos de los realistas, liberal y progresista.
Esta celebración es un buen momento también para preguntarnos si, como han repetido insistentemente las diferentes historias patrias del continente, estamos ante guerras de liberación nacional en las que unas preexistentes “naciones” americanas se liberaron de una también preexistente “nación” española y la respuesta es claramente negativa. La Monarquía católica era una estructura política de carácter anacional. Un conglomerado de coronas, reinos y señoríos en el que la nación carecía de cualquier tipo de densidad política. El vacío de poder generado por el colapso de esta estructura fue ocupado por nuevos poderes de tipo nacional, a uno y otro lado del Atlántico, pero las naciones fueron la consecuencia de su disolución y no su causa.
El modelo para explicar las independencias americanas poco tiene que ver con las guerras de liberación nacional clásicas, las africanas y asiáticas de mediados del siglo XX. No solo por un desfase histórico–temporal más que evidente, sino porque, a diferencia de lo que ocurrió en éstas, las élites que las llevaron a cabo fueron los descendientes genéticos y culturales de los antiguos colonizadores.
Las independencias americanas forman parte de otro modelo, el de la desaparición por implosión de sistemas imperiales fracasados, caso del Imperio turco, el Imperio austro–húngaro o, más recientemente, la Unión Soviética. Todos ellos alternativas globales, se podría decir civilizatorias, a formas de organización económico–socio–político–culturales frente a las cuales acabaron por sucumbir. Es la derrota de un sistema, no la de una nación. Parece bastante evidente que lo que llevó a la disolución de la extinta Unión Soviética no fue el deseo de independencia de rusos, bielorrusos o ucranianos, sino la derrota en la Guerra Fría de su propuesta de organización económica, social, política y cultural.
Americanos contra americanos
Las llamadas guerras de independencia fueron guerras civiles, respuestas a una situación de crisis generalizada que, a partir de un determinado momento, desde luego no en 1810, pero sí en torno a 1812, comenzaron a incluir la idea de la nación como fundamento de la organización política en sustitución del rey. Una nación, sin embargo, que nadie en el ámbito hispánico sabía muy bien qué era, por eso se pudo transitar desde una cuyos límites se confundían con los de la antigua monarquía (Constitución de Cádiz) a otras que se confundían con los antiguos pueblos de la tradición jurídica castellana (las innumerables Juntas que con posterioridad a 1808 proclamaron la soberanía política), en medio de todas las alternativas posibles.
Las guerras no fueron un conflicto entre identidades nacionales. No lucharon de un lado “españoles” y de otro, póngase el gentilicio que se quiera (“argentinos”, “colombianos” o “mexicanos”), sino americanos contra americanos, desde el Río de la Plata hasta la Nueva España. Fue la propaganda bélica y el carácter sanguinario del conflicto los que construyeron la imagen de dos comunidades enfrentadas en la que los ejércitos realistas eran los de “los españoles”. Unos ejércitos realistas –hay que recordar– formados también básicamente por americanos, desde la Nueva España, donde fueron oficiales realistas prácticamente la totalidad de los primeros jefes de Estado del nuevo México independiente (Iturbide, Santa–Anna, Bustamante, Herrera, etc.), hasta el Río de la Plata, donde la decisiva batalla de Salta enfrentó a las tropas del criollo Manuel Belgrano con las del no menos criollo Pío Tristán. Esto por no hablar de los soldados.
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