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Miguel Servet: un Mártir de la Libertad de Culto.

Onironauta

Bovino Heliólatra
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1 Feb 2009
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También ellos (Reformistas) tuvieron sus hogueras:

El arresto en Ginebra

Aunque en Vienne se escapó del presidio, Miguel Servet no encontraba en el mundo un lugar donde sentirse libre para hacer lo que quisiera. No se atrevía a quedarse en Francia por miedo a ser capturado. Era igual de inseguro regresar al departamento del Rin, de donde había huido años antes y donde podrían todavía reconocerle. Impensable era también regresar a su tierra natal en la fanática España. Por lo tanto, decidió irse a Nápoles a ejercer su profesión entre los hombres del lugar, muchos de los cuales habían huido allí para disfrutar de mayor libertad religiosa. Primero pensó en cruzar los Pirineos y pasar por España pero el peligro de ser arrestado en la frontera le hizo desistir y, tras caminar sin rumbo fijo durante cuatro meses, al final optó por la ruta que atravesaba Suiza hasta el norte de Italia como la más segura. Afortunadamente para él, tenía dinero suficiente.
Así fue como Miguel Servet llegó a una posada de Ginebra una noche a mediados de agosto. Intentó enseguida conseguir un bote para cruzar el lago de camino a Zurich y luego a Italia. Pretendía pasar lo más inadvertido posible pero, desgraciadamente para él, el día siguiente era domingo y como la ley obligaba a todo el mundo a asistir a la iglesia, sintió curiosidad por escuchar el sermón de Calvino. Aquí fue reconocido incluso antes de que el sermón empezara. Hacía tiempo que Calvino creía que Miguel Servet se merecía la muerte por blasfemo y hereje, y pensó que había llegado para propagar sus herejías por Ginebra y poner, así, el éxito de su Reforma en peligro. Era muy consciente de este peligro desde que había recibido una carta comunicándosele lo rápidamente que las enseñanzas de Miguel Servet se estaban propagando por las ciudades del norte de Italia. Se sintió entonces obligado a hacer todo lo posible para liberar al mundo de Miguel Servet ya que en Vienne la Inquisición no lo había conseguido. Ordenó su arresto de inmediato y le envió a la cárcel. La ley exigía que, en tales casos, el acusador fuera encarcelado con el acusado hasta que se hubieran fijado los cargos. Como esto no le convenía, Calvino envió a la cárcel a un estudiante llamado Nicolás de la Fontaine, que vivía en su casa como secretario, para representarle como acusador.

Se presentan los cargos

Un día después de su arresto, Miguel Servet fue citado para un examen preliminar ante la autoridad correspondiente, a quien de la Fontaine, su acusador formal, había presentado una denuncia redactada por el propio Calvino en contra de Miguel Servet. La acusación se basaba principalmente en la obra Restitutio y, tras acusarle de que unos veinticuatro años atrás ya se había envuelto en problemas con las iglesias por sus herejías y que desde entonces había reincidido constantemente con sus opiniones sobre la Biblia y Ptolomeo, con la publicación de un libro reciente lleno de innumerables blasfemias y con su fuga de la prisión de Vienne, continuaron acusándole de destruir los cimientos del Cristianismo por medio de varias herejías sobre la Trinidad, la persona de Cristo, la inmortalidad del alma o el bautismo de los niños. Finalmente, se llegó al clímax acusándole de haber difamado a Calvino lanzando todas las blasfemias posibles en su contra y habiendo ocultado sus escandalosas opiniones al impresor de Vienne. Miguel Servet admitió algunos de estos cargos, otros los negó por ser falsos y a otros les encontró una explicación convincente añadiendo, sin embargo, que si en algo se había equivocado, deseaba ser corregido. Pero los cargos se mantuvieron y se dictaminó que se iniciaría un proceso.

Inicio del proceso

Al día siguiente, se inició el proceso dirigido por el fiscal ante el gobierno local de Ginebra. Miguel Servet, habiéndosele hecho prestar juramento, fue interrogado de nuevo sobre los cargos que se le habían imputado el día anterior. Esta vez, admitió y negó los cargos de manera más decidida que antes pero intentó algo nuevo respecto a Calvino al decir que no era culpa suya no haber sido quemado vivo en Vienne, y que estaba dispuesto a mostrar a Calvino las razones y los borradores de sus enseñanzas ante numerosos fieles. Más tarde, uno de los defensores más ardientes de Calvino se incorporó al caso en calidad de fiscal, mientras uno de sus adversarios políticos más activos se encargaba de la defensa de Miguel Servet. Este hecho amenazaba convertir el caso en una disputa política para derrocar a Calvino así que, él mismo prefirió no correr riesgos, quitarse la máscara y presentarse en persona directamente como el acusador y ser asistido durante la acusación. En el último interrogatorio de Miguel Servet, poco salió a relucir, excepto que Miguel Servet había aplicado a los que creían en la doctrina ortodoxa de la Trinidad el término de trinitarios, por lo cual Calvino se sintió terriblemente ofendido. El proceso mantuvo que los cargos contra Miguel Servet se habían examinado lo suficientemente para determinar que era un criminal y se solicitó que de la Fontaine fuera liberado de su presidio como acusador, lo cual se concedió. El fiscal, por lo tanto, se encargó del proceso en representación del Estado e inició una nueva etapa del juicio formulando una acusación completamente nueva mientras Calvino volvía a un segundo plano enseguida, a pesar de que desde el púlpito avivaba el sentimiento público pronunciando implacables ataques contra Miguel Servet. Mientras tanto, se había votado solicitar a las autoridades de Vienne una copia de las pruebas que tenían en contra de Miguel Servet y así, presentar el caso ante otras iglesias de Suiza para que tuvieran constancia de ello.
Ahora que el juicio regular estaba a punto de empezar, Miguel Servet compareció ante el tribunal con una petición para ser absuelto. Su premisa fue argumentar que ni los Apóstoles ni los primeros emperadores cristianos habían tenido por costumbre tratar a los herejes de culpables con la pena de muerte sino de excomunicarles o, como máximo, desterrarles; que él no había cometido ningún crimen en ninguna parte; que los temas que él había debatido eran sólo para los estudiosos y que nunca los había comentado con otros; que en cuanto a los anabaptistas, quienes habían intentado presentarle como un personaje peligroso para el orden público, él siempre les había desaprobado; y, finalmente, que teniendo en cuenta que era un extranjero y desconocedor de las costumbres de la región y de los procedimientos legales, solicitaba un abogado que llevara el caso en representación suya.
Los artículos de la nueva acusación apenas se fijaban en los aspectos doctrinales que habían sido tan importantes en los cargos iniciales; al contrario, se habían redactado para demostrar que Miguel Servet había estado propagando doctrinas opuestas al Cristianismo y que había llevado una vida inmoral y delictiva; que sus enseñanzas comportaban la inmoralidad y favorecían a otras religiones; que sus doctrinas eran las mismas que las de herejes ya condenados; y que se había desplazado a Ginebra para provocar el desorden de la ciudad. Cuando fue interrogado, las respuestas de Miguel Servet a esas cuestiones fueron tan sinceras y claras que causó una muy buena impresión a los jueces. El fiscal, sin embargo, al parecer preparado por Calvino, enseguida buscó la manera de contrarrestar esta impresión enseñando la petición que Miguel Servet había redactado días antes para argumentar que las causas presentadas no instaban a su absolución. Expuso que esas razones no podían demostrarse con hechos; que era evidente, por lo tanto, que Miguel Servet era uno de los herejes más astutos, imprudentes y peligrosos que nunca habían existido, pues deseaba que se anularan las leyes que castigaban a los herejes; que sus enseñanzas anabaptistas eran sus errores de menor importancia; que durante su declaración, había mentido y se había contradicho; que nunca se había oído que tales criminales pudieran ser representados por un abogado; y, además, que era tan claramente culpable que ni lo necesitaba. Su petición, por lo tanto, fue denegada y el proceso siguió adelante con el interrogatorio del prisionero.
La respuesta de las autoridades de Vienne llegó a su debido tiempo. Enviaron una copia de la sentencia que existía contra Miguel Servet pero reclamaron tener jurisdicción sobre él como preso fugitivo por crímenes cometidos en su territorio y, en consecuencia, pedían que les fuera entregado para recibir castigo. También rogaron que les eximiesen de enviar pruebas. Al preguntársele si quería ser juzgado allí o si prefería ser devuelto a Vienne, Miguel Servet se lanzó al suelo y les suplicó con lágrimas que no le deportaran, sino que le juzgaran allí mismo e hicieran lo que quisieran con él. Esto les pareció bien a Calvino y sus amigos porque si el hereje finalmente iba a ser quemado, querían hacerlo ellos mismos para demostrar que los protestantes no eran menos entusiastas que los católicos a la hora de preservar la pureza de la fe cristiana. De esta forma, rechazaron educadamente la petición que les había llegado de Vienne y prometieron que se haría justicia.

Calvino vs. Servet sobre temas teológicos

Cuando las enseñanzas herejes de Miguel Servet se pusieron a discusión, se consideró que el debate se alargaría mucho si se celebraba en el tribunal. Además, el tema era demasiado complicado para que nada se les pasara por alto a los jueces. Se decidió que se proporcionarían los libros necesarios a Miguel Servet para que él y Calvino debatieran por escrito los puntos a tratar. Una vez redactadas las disertaciones, se adjuntarían al resto de los documentos aportados al caso, y se entregarían a las iglesias de Suiza para pedir sus consejos sobre cómo actuar. Es posible que esta decisión no fuera del agrado de Calvino e incluso que hubiera sido propuesta por sus enemigos a fin de perjudicarle ya que dos años antes, cuando Bolsec fue a juicio por oponerse a las teorías de Calvino sobre la predestinación, una apelación similar se había resuelto a favor de Bolsec a pesar de que Calvino también había deseado que se le condenara a muerte.
La misma mañana del día en que el Consejo ordenó el debate por escrito entre Calvino y Miguel Servet, los enemigos de Calvino se habían anotado un tanto importante en el gobierno local. Parece ser que esto animó a Miguel Servet a pensar que ganaría el caso y a engendrar una falsa sensación de seguridad. La discusión por escrito duró cuatro días. En nombre de los sacerdotes de Ginebra, Calvino recopiló un compendio de treinta y ocho fragmentos extraídos de las obras de Miguel Servet, que presentó como “en parte blasfemias impías, en parte errores irreverentes e insensatos, y del todo en desacuerdo con la Palabra de Dios y la fe ortodoxa.” Los entregó sin ningún comentario. Miguel Servet le dio réplica explicando y justificando sus opiniones. Calvino respondió rebatiéndolo y Miguel Servet acabó por anotar breves comentarios entre las líneas o en los márgenes del manuscrito de Calvino. El debate se había iniciado de manera digna pero Miguel Servet, considerando a Calvino vencido, perdió la cabeza y, al final, sin ofrecer argumentos consistentes se vino abajo lanzando fuertes insultos e improperios en perjuicio de su caso. Calvino, por el contrario, se mantuvo firme y reforzó el suyo. Los documentos se enviaron entonces al Consejo y luego a las iglesias y a los consejos locales de Zurich, Berna, Basilea y Schaffhausen. Mientras, Calvino se les había adelantado escribiendo a los distintos sacerdotes para predisponerles en contra de Miguel Servet.

Miguel Servet apela al tribunal

Habían pasado cuatro semanas antes de que se recibieran las respuestas y durante todo ese tiempo Miguel Servet se había estado consumiendo en prisión. Él pensaba que Calvino se encontraba contra las cuerdas y que le retenía allí para fastidiarle. Los bichos se lo estaban comiendo vivo, de su ropa sólo quedaban harapos y éstos ni podía cambiárselos. Volvió a solicitar un abogado y apeló su caso al Consejo de los Doscientos. El líder del grupo adversario de Calvino apoyó su apelación pero no sirvió de nada. Una semana más tarde, Miguel Servet, todavía convencido de su causa, solicitó que se encarcelara a Calvino por falso acusador, castigado a pena de muerte si era declarado culpable, y presentó seis cargos contra él. Esta petición fue ignorada como las otras. Finalmente, habiendo pasado tres semanas más, volvió a solicitar por piedad la ropa que necesitaba, pues se encontraba enfermo y tenía frío. Esta petición le fue finalmente concedida.

La condena y la ejecución

Las respuestas de las distintas iglesias llegaron por fin. Los consejos habían remitido, de común acuerdo, el asunto a sus pastores y éstos, a pesar de expresarse de modo distinto y haciendo uso de un lenguaje cauteloso, consideraron que Miguel Servet era claramente culpable y rogaban que se utilizaran todos los medios posibles para liberar a las iglesias de su presencia, en particular para prevenir que éstas ganaran mala reputación por albergar a herejes. Ante tal unánime consejo, sólo había una decisión que tomar, y pasados unos días, se aprobó que Miguel Servet fuera condenado a ser llevado al barrio de Champel para, al día siguiente, ser quemado allí junto a sus libros. La quema había sido durante siglos la pena imputada por herejía según la ley del Imperio y cuando Calvino revisó las leyes de Ginebra, dejó este punto como estaba. En este caso, intentó que la decapitación sustituyera a la quema pero el asunto estaba fuera de su control. Cuando se anunció la sentencia a Miguel Servet, éste se derrumbó por completo, pues él había esperado la absolución o en el peor de los casos, el destierro. Pronto recuperó la compostura, envió llamar a Calvino y le suplicó su perdón. Farel, ministro de Neuchatel, había llegado esa mañana a petición de Calvino. Intentó que Miguel Servet renunciara a sus ideas para poder, así, salvar su vida pero Miguel Servet se mantuvo firme a sus convicciones. Tan sólo imploró otra forma de muerte por miedo a que el sufrimiento en la hoguera le obligara, al final, a tener que abjurar. Farel le acompañó hasta el lugar de la ejecución, donde se había reunido una gran multitud, y allí murió rezando una plegaria (27 de octubre de 1553).

Reacciones al caso de Miguel Servet

Ya durante el juicio de Miguel Servet se habían levantado algunas voces en su favor, siendo una de ellas el magistrado italiano Gribaldo, quien se encontraba en Ginebra en ese tiempo. Mientras, David Joris escribía desde Basiliea a los distintos gobiernos de las ciudades protestantes de Suiza para pedirles que impedieran su fatal destino. Pero cualquier cosa que los anabaptistas, quienes no aprobaban la represión de la herejía por la fuerza y Erasmo, Martín Lutero , Zuinglio o Calvino pudieran haber dicho, en un principio, a favor de un tratamiento más condescendiente con los herejes, o el hecho de que ese mismo año Calvino hubiera representado a cinco jóvenes protestantes de Lausana en un juicio ante la Inquisición de Lyon, fueron convenientemente olvidados.
Los líderes de la Reforma aprobaron sin excepción la ejecución de Miguel Servet, y Melanchthon se refirió a ella como “un ejemplo piadoso que merecía ser recordado para toda la posteridad.” Calvino nunca mostró el menor arrepentimiento por ella. Los católicos no lo olvidaron y, durante generaciones posteriores, cuando los protestantes se quejaban del trato que los católicos infligían a los herejes protestantes, ellos les replicaban recordándoles el trato que Calvino había aplicado a Miguel Servet.
Todavía las cenizas de Miguel Servet no habían tenido tiempo de enfriarse cuando se despertó un rechazo general sobre el asunto así como indignación en contra de Calvino por su participación en todo ello. El consejo enseguida desestimó los cargos pendientes contra el impresor de Restitutio, quien había sido capturado. Calvino fue objeto de los ataques más crueles, incluso en Ginebra: “hasta los perros me ladran por todas partes”, escribió. Y se decía que era más odiado en la Basilea protestante que en el París católico. Al cabo de dos meses de la muerte de Miguel Servet, Calvino tuvo que abandonar Ginebra. Sintiéndose obligado a defenderse de sí mismo, publicó a principios del año siguiente una defensa de la fe ortodoxa sobre la Santa Trinidad en contra de los errores propugnados por Miguel Servet. En ella, además de defender la pena capital para los herejes, presentaba a Miguel Servet en términos de lo más odiosos. Esto no ayudó a aumentar la estima por Calvino y pronto se vió compensado por una obra anónima sobre el castigo de los herejes, un noble llamamiento a la tolerancia generalmente atribuido a Chatillon (Castellio), quien años antes tuvo desavenencias con Calvino en Ginebra y quien se encontraba ahora en Basilea. Ésta, a su vez, fue seguida de una respuesta del admirado amigo de Calvino, Beza. De hecho, a través de estas y otras obras, se abrió en debate la cuestión del castigo o la tolerancia de las herejías, consiguiendo un resultado muy beneficioso. Durante un tiempo, los herejes todavía fueron, ocasionalmente, castigados con la muerte en países protestantes pero, desde ese momento, la oposición a esta práctica había crecido considerablemente. Por lo tanto, podría decirse que si las obras de Miguel Servet fueron de gran importancia para la desautorización de la creencia atanasia sobre la Trinidad, su muerte tuvo todavía una mayor importancia al potenciar una apertura hacia la libertad religiosa de pensamiento y palabra.

Fuente: http://www.servetus.org/es/michael-servetus/biography/bio7.htm
 
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