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Más allá del pesimismo

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Bovino maduro
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24 Dic 2008
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Más allá del pesimismo



Había que poner buena cara. Era el cumpleaños y debíamos festejar. Andar de criticón en estos días es visto como un acto de mal gusto, una deslealtad imperdonable. Amargados y mezquinos, nos llegaron a llamar. Los malnacidos hablando pestes de la familia hasta en las fiestas. Éstos eran tiempos para dejar atrás los reproches, cantar las mañanitas, brindar y soplar las doscientas velas. Los festejadores insinuaban una extraña conexión entre ciudadanía y optimismo: la pertenencia era exaltación y júbilo.; los reparos sospechosos. Pero se equivocan los celebradores al contrastar sus fiestas con la actitud del pesimista. Al optimista no se le opone el pesimista sino el crítico. El pesimismo no está en el lado opuesto del optimismo. En realidad, la estructura mental del pesimista está copiada directamente del talante del optimista. Una copia en negativo, pero copia al fin. Ambas disposiciones intelectuales son hijas de la credulidad. Uno cree que las cosas van bien y caminan con buen rumbo porque así debe ser; el otro está convencido de que las cosas están mal y no harán más que empeorar porque el mundo es así. En ambos impera una confianza idéntica en el futuro: el optimista piensa que todo irá de maravilla, el pesimista está seguro que a todo se lo llevará el diablo. Pero ambos caminan por la calle con el mismo impermeable que impide que se cuele la duda por algún hoyito. Convicciones a salvo de las dudas. Chesterton encontró la afinidad de estos temperamentos al subrayar que el optimista pensaba que todo en el mundo era bueno—menos el pesimista; mientras que el pesimista estaba convencido de que todo en el mundo era malo—salvo él mismo.


El bicentenario ha sido el torneo de esas dos credulidades: optimistas contra pesimistas.


A decir verdad, el pesimismo ha sido la voz cantante. Tenemos miedo y no vemos el futuro con confianza. Existe una enorme frustración con el desempeño del pluralismo y la sensación de que el país está detenido. El pesimista hace un catálogo de los fracasos que enlista como si fueran condenas eternas. Pero no nos confundamos: no es el registro de los problemas lo que lo convierte en pesimista. Lo que le da ese carácter es su convencimiento de que el desastre es nuestra naturaleza: así somos y no hay escapatoria. El optimista, por su parte, corre de un presente que es difícil elogiar para presentar un panorama más halagüeño. Habla de los avances que hemos vivido en un par de siglos para concluir que caminamos con buena dirección. A lo mejor avanzamos lentamente pero vamos en la ruta correcta.


Advierto que me parece innegable lo que han dicho algunos con la intención de subirnos el ánimo. Bajo cualquier mirador, México está mejor que en 1810 o que en 1910. Es un país más integrado, menos desigual y más próspero. Decirlo no es una mentira pero puede ser una trivialidad. Por supuesto que México tiene hoy más personas que saben leer y escribir; es evidente que hay mejores caminos y más hospitales que hace doscientos años; no se puede negar que el país era más injusto hace un siglo. Pero vale preguntar si esa es la forma en que debemos evaluar nuestra condición para apreciar nuestra circunstancia. ¿Compararnos con nuestro pasado o ubicarnos en nuestro entorno? ¿Festinar Festejar lo que hemos logrado o advertir las oportunidades que hemos dejado pasar? Seguirnos viendo en aislamiento como si nuestra historia fuera el único experimento del género humano es un ejercicio absurdo.


Un pudor cívico impulsa a los optimistas a enfatizar realizaciones y a desdeñar la entidad de nuestros problemas. Como si subrayar nuestro retraso fuera una indecencia, como si fueran cosas de las que no deberíamos hablar en público porque propalan desánimo. Como si la crítica dependiera del estado de ánimo o, como nos dicen, de nuestro “mal humor.” La hoja de parra que el voluntarismo optimista ha encontrado para ocultar nuestras vergüenzas es una mirada histórica que es tan verídica como superficial. Celebrar que en México haya más personas que conocen el alfabeto hoy, frente a las que sabían leer y escribir hacie doscientos años es como homenajear a un adulto que ha logrado controlar esfínteres. Por supuesto que hoy hay muchos más caminos asfaltados que hace un siglo y es obvio que hay más hospitales y más vacunas y más escuelas y también más teléfonos celulares. Pero, ¿debemos poner ahí la prueba de la complacencia? El pasado no puede ser criterio de evaluación si no examinamos las realizaciones en contraste con las oportunidades que hemos desaprovechado y si no las ponemos en la perspectiva de lo que ha sucedido a nuestro alrededor.


No se trata de flagelación sino de ejercicio crítico. México va mal. El pesimista pensará que estamos mal porque ése es nuestro destino; el crítico entenderá que vamos mal por malas decisiones antes y por las pocas decisiones de hoy. Sabrá por ello que el circuito de la frustración puede romperse y que en una generación el país puede—si es que toma las decisiones correctas—cambiar sustancialmente de horizonte. Pero hoy ese horizonte se nos sigue escondiendo.



Jesús Silva-Herzog Márquez
 
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