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Lowry, el ebrio sagrado

tiburonxx

Bovino de la familia
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6 Nov 2005
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Fernando Solana Olivares
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8613713

Creo que fue Salvador Elizondo quien me contó que todos los años, durante la Semana Santa, leía Bajo el volcán. Lo dijo con fruición, como solía decir las cosas, cargándolas de sentido. Entendí lo celebratorio de tal costumbre, pues esa novela, la obra-imán de Malcolm Lowry, alrededor de la cual giraría todo lo demás que luego escribiera, requiere ser leída varias veces para comprenderse: está compuesta de estratos, claves, interpretaciones.
No solamente por el canon intangible que decide los asuntos literarios, sino quizá sobre todo por razones históricas debidas al crepúsculo de la Galaxia Gutemberg, esa novela concentra una condición sapiencial antes que literaria, aun cuando es pura, y dura, literatura. Por ello está elaborada en capas o en claves cuyo desciframiento lleva tiempo alcanzar. Aunque su autor, obligado por el rechazo de doce editores, siendo ésta la cuarta versión escrita, extraviada y después recuperada del texto, debe explicar parcialmente a Jonathan Cape, el único dispuesto a publicarla, la multicomposición de la obra1, y con ello auxilia a moverse en sus abisales profundidades.
Primero defiende el ritmo lento con el cual comienza su sinfonía. Lowry le explica a Cape que el lector debe “aceptar como inevitable la lentitud del arranque”. Dice además que el primer capítulo debe establecer “el lento, melancólico, trágico ritmo del mismo México —su tristeza”. Recurre a clásicos que llama obvios: El idiota, Los poseídos, Moby Dick, Cumbres borrascosas, para defender su sentido del comienzo, su teoría del principio, en cuyo caso está escrito como una antesala, un eco introductor a los capítulos siguientes, donde cambiará la cadencia narrativa y avanzarán en velocidad.
Desde esa defensa radical y temprana, Lowry no cederá un solo centímetro ante ninguna crítica o sugerencia de Cape. La soberbia del genio o el genio de la soberbia lo llevan a comportarse así. Se atreve a reclamar que Cape no sea capaz de leer en Bajo el volcán aquello que Lowry llama todo: una concepción poética de su novela de varios cientos de páginas intocables; citando a Henry James recuerda aquella advertencia suya: lo que no es intento no es representable y lo que no es representable no es arte; usando a Aristóteles anuncia que el personaje es lo que menos cuenta, aunque su novela tenga un inolvidable cuarteto de ellos: M. Laruelle, Hugh, Ivonne, el Cónsul.
Y Lowry escribe: “Esta novela se refiere principalmente, para decirlo con palabras de Edmund Wilson (cuando habla de Gogol) a ciertas fuerzas existentes en el interior del hombre que le producen terror en sí mismo”. Con una nota previa ha advertido a Cape que el libro se inicia en el Hotel Casino de la Selva y que hay una conexión entre la palabra selva y el comienzo del Infierno de Dante. México, por otra parte, es un escenario típicamente dual: Jardín del Edén y Torre de Babel, infernal paraíso. La novela, como se sabe, ocurre en noviembre de 1939, el Día de Muertos, justo un año después de que el Cónsul fuera arrojado a la barranca, como aquella de la Cábala, según explica el autor: “el abismo aún indeciblemente peor del Qliphoth, o simplemente el drenaje, según el gusto”.
Cape aparentemente no reclamaba el asunto que Lowry le exigía: “me puede decir que es un truco gastado y estéril el comenzar por el final del libro: en efecto lo es: pero en este caso me gusta y tengo, además, un motivo profundo para emplearlo”. Acaso este motivo estuviera determinado por la condición circular de la novela, un oxymoron simbólico de flujos y transformaciones donde el principio también representa (o sucede en) el final de la historia.
Si los símbolos e imágenes que entonces aparecen volverán páginas más adelante, una condición germinal y aristotélica —en potencia— se oculta al interior de todo lo que se vea. Un borracho a caballo, por ejemplo, que interrumpe el sueño de M. Laruelle y cae de su cabalgadura en la calle Nicaragua, supone, indica Lowry, “por implicación, la primera aparición del mismo Cónsul como símbolo de la humanidad”. Tangencialmente, según afirma, ahí se encuentra el acorde de la muerte de Ivonne debido a un caballo desbocado presa del pánico que el Cónsul, estando ebrio, ha puesto en libertad.
Miguel de Unamuno decía que todo escritor es un mendigo desdeñoso. Así Lowry se comporta, y escribe a Cape que El volcán es “mejor, bastante más denso, más profundo y está más cuidadosamente planteado y ejecutado de lo que su lector sospecha”. Condición trágica del artista: debe explicar, defender, mostrar su propio arte, como si no bastara con tener que hacerlo. Diría Goethe que los editores son hijos del diablo, Lowry ya llevaba el rechazo de doce en su cuenta pero la fidelidad a su obra, la profunda confianza en su sentido seguía predominando en él sobre cualquier consideración, incluso que la novela no se publicara.
La propuesta de la escritura como salvación interior define esa postura: el artista queda pagado con la realización. Sin embargo quiere publicar, pues el artefacto escrito sólo acaba de volverse autónomo cuando pasa por el acto sacramental de la letra impresa. Aun los entusiasmos del lector que valora El volcán para Cape, son resentidos por Lowry: “Muchas gracias, pero, con su perdón, debo aclarar que no acumulo color local, o lo que sea, a paladas”.
Vendrá después algo más importante. Lowry defenderá la sustanciación alcohólica de la novela y al ebrio épico y doloroso del Cónsul, deslindando todo ello de un referente que por entonces era constante y comparativo: El fin de semana perdido, la historia de un alcohólico que luego se haría película y obtendría alguna fama. Lowry le cuenta a Cape su proyecto dantesco: una trilogía llamada El viaje que nunca termina, compuesta de la parte infernal de El volcán, seguida del purgatorial Lunar caustic y completada por En lastre hacia el Mar Blanco, el paraíso, (una novela, acota Lowry, “que perdí en el incendio de mi casa, como creo haberle dicho en otra ocasión”).
Entonces Lowry explica a Cape que dicho proyecto le representa una empresa espiritual, una fantasmagoría inspirada por el mezcal, la sangre crística que lo asalta y obsesiona y lleva hasta la cárcel de Oaxaca: su más dura noche, como lo recordará tiempo más tarde en un poema desgarrador. El mezcal, cuya ordalía es parecida a los efectos que debe atravesar un ocultista, el Cónsul como equivalente. Referirá más adelante al editor que en la Cábala se compara el mal empleo de los poderes mágicos con la embriaguez: el término es Sody también significa “jardín descuidado”. Y dirá, jactándose, que no hay una zona de la novela no sometida “a la prueba de ácido de Flaubert —leer en voz alta o escuchar su lectura frecuentemente a la clase de personas de quien uno espera recibir críticas y casi siempre a personas a quienes no les atemorizaba hablar con toda claridad”.
Todo lo anterior, y bastante más, es la introducción de Lowry a la parte preliminar de la novela. A continuación irá develando su prodigioso mecanismo basado en doce movimientos. Lo que sigue es una glosa de sus propias palabras hermenéuticas:

I. “El escenario es México, sitio de encuentro, según algunos, de la humanidad entera... Se trata por supuesto de la rueda de la fortuna instalada en la plaza, pero también es, si no tiene usted inconveniente, muchas otras cosas: es la rueda de la ley de Buda (véase en capítulo VII), es la eternidad, es el instrumento del eterno retorno, la recurrencia eterna, y es la forma del libro...”. II “...y los sinarquistas del Farolito en Parián, quienes al final matarán al Cónsul. El lema de No se puede vivir sin amar, escrito en una placa dorada afuera de la casa de M. Laruelle... Este capítulo, una especie de puente, fue escrito con sumo cuidado...”. III. “El tejido lingüístico de la visión retrospectiva cuando el Cónsul yace boca abajo en la calle Nicaragua, logra crear en realidad una situación muy bien lograda... Paracelso me daría la razón”. IV. “Por lo que a mí respecta pienso que este paseo en la luminosa mañana mexicana es una de las mejores partes del libro, y si Hugh parece ligeramente truculento es importante para la trama el pasaje final referente a su apasionado deseo de bondad.” V. “...entre muchos otros acontecimientos aparece inscrito en un letrero el tema más apasionante del libro: ‘¿Le gusta este jardín?’ El Cónsul malinterpreta ligeramente este letrero: ‘¿Le gusta este jardín? ¿Por qué es suyo? ¡Expulsaremos a quienes lo destruyan!’... El jardín es el Jardín del Edén... Es también el mundo. Tiene además los atributos cabalísticos del ‘jardín’...”. VI. “Hemos llegado al corazón del libro que en vez de seguir el mecanismo intensamente delirante del Cónsul vuelve, sorpresivo, aunque inevitablemente si bien se reflexiona, al inquieto pero saludable movimiento de sístole-diástole de Hugh. En medio del camino de nuestra vida... Hugh y el Cónsul son la misma persona, pero dentro de un libro que no obedece a las leyes de otros libros, sino a las que él mismo va creando al avanzar... Extraña pero correctamente, según mi parecer, el tema del camino de Dante reaparece y se desvanece en el camino también desvanecido”. VII. “Hemos llegado al siete, el número mágico, el del destino, el bueno y el malo de la fortuna... Boehme me apoyaría cuando hablo de la pasión por el orden latente aun en las formas más humildes que existen en el universo: el 7 es también el número del caballo que matará a Ivonne y a las 7 la hora en que morirá el Cónsul... A la vez que resulten adecuadas, son verdaderas, es decir son lo que uno ve aquí. La vida es un bosque de símbolos, como decía Baudelaire...”. VIII. “Aquí el libro, por así decirlo, marcha en reversa —o, más estrictamente hablando, comienza a ir cuesta abajo... Cuesta abajo (las primeras palabras), hacia el abismo... Sólo podría citar el ejemplo de Beethoven, quien también, según me parece recordar, era algo inclinado a desbordarse aun cuando muchos de sus temas son tan simples que podrían ser ejecutados con sólo hacer rodar una naranja sobre las teclas negras del piano.” IX. “...Hay mil escritores que pueden crear personajes convincentes hasta la perfección, por cada uno que pueda decir algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y lo que he escrito es algo nuevo sobre el fuego del infierno.” X. “...aunque este capítulo parezca absolutamente interminable, y de hecho intolerable cuando se lee en voz alta, me permito defender la calidad de su inspiración y afirmar que es uno de los mejores de la obra... Aquí el Cónsul libera ciertas fuerzas internas que lo traicionan, que en realidad ya lo han definitivamente traicionado...”. XI. “Mi objetivo fue derribar aquí todas las trabas de la naturaleza; profundizar en la belleza elemental natural del mundo y los astros, y a través de estos últimos conectar el libro (del mismo modo en que lo hice a través de la rueda, en la parte final del capítulo I) con la Eternidad... Las visiones de Ivonne en su agonía se asocian con sus primeros pensamientos... el final del capítulo prácticamente rebasa los límites del libro... Yvonne imagina que viaja directamente, a través de las estrellas, a las Pléyades, en tanto el Cónsul simultánea e incidentalmente se derrumba en los abismos”. XII. “...Me parece, definitivamente, el mejor de todos... En 1944 sustituí con el pasaje ‘qué semejantes son los gemidos del amor y de la agonía’, otro que no era tan bueno... Este capítulo es la torre oriental, el capítulo I sería la occidental de mi churrigueresca catedral mexicana, y todas las gárgolas de éste se reflejan con mayor interés en aquél. Las campanas doblan dolorosamente como un eco de las otras... Creo que el lector cuyo informe me envió usted quedó al menos impresionado, al grado que leyó el libro creativamente, aunque demasiado, como si fuera un director de cine que hiciera el montaje de una obra potencial, sin detenerse a pensar que el montaje ya estaba realizado y que los cortes obedecían a un tiempo básico interno ya elegido...”.
Subrayados arbitrarios de una irreductible exégesis propia poco frecuente en la historia literaria —pero no por eso menos singular. El 28 de julio de 1909 nació en Birkenhead, localidad de Cheshire, Inglaterra, Malcolm Lowry, el quinto hijo de una familia de comerciantes de algodón. Estudió en Cambridge —“con brillantez”, escribe Semprún, de quien provienen estos datos— y a los dieciocho años se embarcó en un carguero con rumbo a Extremo Oriente. Viajará más, hasta los fríos mares del Norte, tocará el ukulele en un burdel de las Antillas, y en 1936 escribirá la primera versión de Bajo el volcán radicándose en Cuernavaca, México (las otras tres serán una de 1938 escrita en Los Ángeles, otra de 1940 escrita en la Columbia Británica, y la última, terminada en junio de 1945, extraviada en un bar mexicano y recuperada gracias a un jugador de rugby que la encontró).
Concluiría Lowry diciéndole a Cape sobre su churrigueresca catedral mexicana que “el libro ha sido diseñado, contradiseñado y soldado de tal modo que puede leerse un indefinido número de veces, sin agotar todos sus sentidos, su drama o su poesía”. La carta la firmó desde la calle Humbolt 24 en Cuernavaca el 2 de enero de 1946. No requiere ser leída para leer Bajo el volcán, pero resulta indispensable para lo mismo. Con ella se conoce mejor no a Lowry, ebrio sagrado y genial, sino su sutil, asombroso mecanismo sapiencial literario. Entiendo por qué razón Elizondo una vez al año lo frecuentaba.
:eolo:
 
Hagiografía del endemoniado

Víctor Cabrera
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8613726

Cada oficio prohíja sus santos patronos, mártires de profesión que en el temple de su espíritu y su arte empeñan fuerzas, talento y hasta cordura para terminar, al confundir vida y obra, inmolándose en aras de una entelequia que, entre una y otra, no termina por ser ninguna de ambas. En el santoral pagano de las literaturas modernas, el nombre de Malcolm Lowry ocupa, por méritos propios, un altar particular coronado por la obra monumental a la que consagró su existencia y en la que, en mayor medida, terminó por consumir su genio arrebatado: Bajo el volcán, novela absoluta, catedralicia, a un tiempo divina y demoniaca, y que, al hacer del país una sucursal narrativa del infierno en el que padece y perece el cónsul Geoffrey Firmin, alter ego, cordero y chivo expiatorio de su autor confirió a México la categoría de paraje metafísico que, más de una década después, refrendaría el lacónico Juan Rulfo.
Como el devoto que tras una vida de trabajos y disciplina espirituales emprende el viaje a La Meca o culmina su Camino de Santiago, en 1993, el escritor, periodista y académico inglés Gordon Bowker vio completada, luego de años de investigaciones, lecturas, entrevistas y consultas de múltiples fuentes, una empresa al menos digna del legado maldito del genio de New Brighton: Pursued by Furies. A Life of Malcolm Lowry, la biografía monumental cuya traducción al español fue publicada el año pasado en nuestro país por el Fondo de Cultura Económica.
Igual que el devoto que se aproxima al templo sagrado, Bowker avanza en sus pesquisas con una mezcla de curiosidad, adoración y rigor aparente: allá, el ídolo, la piedra fundacional, inobjetable… o bien, cuestionable: todo paria lo es. De este lado el investigador, el tipo que acumula, discierne y, desde la fe, relata vida y milagros de su santo. De un lado, Dios; del otro, el apóstol.
“Resulta increíble que la perspectiva de tener un biógrafo no haya hecho renunciar a nadie a tener una vida”, escribió alguna vez Emil Cioran. Asombra lo contrario: que la posibilidad de narrar una vida ajena haga a alguien desistir de vivir la suya propia. Sin hacerlo, Gordon Bowker parece haberlo logrado. De tal manera se interna en detalles, en los intríngulis del día a día de su presa. Como en aquel cuento, “Los pasos en las huellas”, uno es capaz de imaginar la renuncia cuasi mística del profesor Bowker para consagrarse a la de su biografiado, de tal suerte que, antes que la vida de Malcolm Lowry, la de Bowker parece la agenda exacta de sus días y sus tragos:
Durante el último año llegué a un promedio de entre dos y medio y tres litros de vino tinto diarios, sin contar otras bebidas en los bares, y en los últimos dos meses en París el promedio había subido a cerca de dos litros de ron al día. Aunque terminara por anularme por completo, no podía yo moverme, ni pensar, si no bebía cantidades enormes de alcohol, sin las cuales el paso de unas cuantas horas se convertía en una tortura inimaginable…
Así, Bowker se mete para citar a los clásicos “hasta la cocina” para describirnos, con fechas exactas, cada una de las míticas borracheras con todo y botellas y etiquetas del escritor inglés. No se trata, sin embargo, de una bitácora detallada y sin más chiste que el que pueda otorgarle el chismorreo sobre sus parrandas (aunque de eso hay, y mucho); la de Bowker es una biografía en toda la extensión del término, una que en la precisa narración de sus indagaciones nos revela, más allá de la estampa del santo y el demonio que fue Malcolm Lowry, la imagen fiel de un hombre que, desde su temprana búsqueda del absoluto, ardió largamente en su propia hoguera: “La idea de convertir en ficción sus desgracias se convertiría en importante raison d’être de su escritura. Pero, para lograrlo, antes hay que vivir la desgracia”, escribe el biógrafo. Fiel a ese postulado, Malcolm Lowry dio su vida a la empresa, posible si bien suicida, de hacer de su existencia un purgatorio íntimo. Conforme el lector se adentra en la narración de Bowker (prolija, precisa, amena, agilísima), le va quedando la impresión de que el verdadero martirio, la gran tragedia de la vida de Lowry, parece haber sido la de hacer de ella la materia prima de su ficción, al punto que cada anécdota pudiera servirle de material narrativo: propiciar él mismo el caos para después describirlo por escrito: “…la desgracia era un material que él sabía transformar con propósitos creadores, y también constituía una experiencia, algo infernal”. He ahí su dogma.
Hijo predilecto de la superstición y los signos aciagos, desde muy temprano Lowry supo conferir a cada hecho significativo el simbolismo exacto para dotar a su existencia del cuestionable prestigio de la catástrofe: el padre estricto; la madre déspota; la adolescencia culposa merced al descubrimiento de la sexualidad; el suicidio de su amigo de juventud y condiscípulo universitario Paul -----, del que Lowry se culpó toda la vida y que, acaecido en un noviembre remoto, dotó a ese mes de un aura aciaga que no dejó de perseguirlo hasta su muerte (tanto así que su obra maestra comienza en Quauhnáhuac, nombre mitológico donde los haya para la ciudad de Cuernavaca, un 2 de noviembre, exactamente un año después de la muerte del Cónsul Geoffrey Firmin, el dipsómano entrañable que, como el Lowry de Bowker, hace nuestras paradójicas delicias); el primer viaje a México cargado de señales ominosas; el segundo, rocambolesco, y del que salió expulsado del país; los dos matrimonios desastrados en los que Malcolm buscó, primero en Jan y luego en Margerie, la imagen de una madre bondadosa y tolerante, tan lejana de la suya.
Perseguidor perseguido, atormentado por los demonios de la precisión literaria en la que vida y trabajo se (con)funden hasta volverse una masa indiscernible, el Lowry de Gordon Bowker es la estampa fiel del escritor que, en la búsqueda y el hallazgo de su obra maestra, sacrificó, como un santo contemporáneo, carne y espíritu:
…la rauda lucha que Lowry veía dentro de sí mismo, entre el Bien y el Mal, entre la Vida y la Muerte, entre la Felicidad y la Desgracia, entre el Júbilo y la Depresión. […] La idea de que sólo en la lucha, desde la oscuridad hasta la luz, podría encontrar un tema de profundidad suficiente para la gran literatura que deseaba producir.
Seamos honestos: casi una década después de concluido, podemos admitir que sólo unas cuantas novelas pueden signar la historia literaria del convulso siglo XX. Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, es, sin duda, una fundamental. Que cada quien dé su resto.
:mota:
 
A la chingada con Malcolm Lowry

Heriberto Yépez
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8613745

La literatura mexicana, la alcohólica. No predico que no debería serlo. Estoy diciendo, llano, que el cielo es azul y la literatura mexicana, alcohólica. Si a alguien le molesta este epíteto, elija otro. Y por “alcohólica” rediga “dipsómana” o “borracha” o, acompadrándose, “alegrona”.
Después de Sor Juana pura happy hour.
No se pongan el saco. A nadie más aludo. Río de mí mismo.
Querido Bill: el camino de los excesos poquísimas veces conduce al palacio de la sabiduría. Camino que se vuelve vía crucis. ¡Blake, vete a chupársela a Cristo!
La cerveza y Buda piden pedestales. Escribir es no tener ídolos.
El vino de Li Po era una metáfora. Pero ora resulta que la peda encamina al Tao.
Como quien cree que una boina, la UNAM o los puros te vuelven intelectual.
Malcolm Lowry cumple 100 años. En México, se le estima por obvios motivos. Su único gran libro (Bajo el volcán) se trata de una estancia etílica en nuestro hogar y, claro, Lowry sirve para hacernos creer que la borrachera y la literatura conjugan. A través de Lowry auto-idealizamos nuestra decadencia.
Vamos al grano, bro. Lowry escribió su novela sobrio. Y más que loa a la cantina, Lowry prueba cómo el alcohol arruina al escritor. Tomado, Lowry era un pobre güey.
Empero (ya pedo), Lowry es usado para sentir que beber te hace santo. Todo borracho se cree perfecto. El alcohol es la cima del ego.
Y si ni ego tengo, ¿para qué lo niego? Y, en cambio, si de ahí cojito, ergo, yo merito.
Y es que ya tomado, ¿a poco no me parezco a Bukowski?
“Burroughs” me justifica.
Uno se vuelve escritor por un sistemático desarreglo de todos los sentidos heredados, incluidas supersticiones románticas; sobre todo si vienen de pubertos geniales y finalmente icáricos (o sea que terminaron valiendo madre) como Rimbaud o Kerouac. Escritores que truncan su obra porque no creen merecerla. ¡Católicos de mierda!
Los mexicanos creemos que todo tiene que terminar en el fracaso; somos presas del pasado histórico (¿puro malviaje?) y los escritores ya idolatran ese status quo, esculpiendo estatuas mentales a los Grandes Escritores Borrachos (“Los Perdedores”) y, de pilón, Lowry simboliza la puñeta mental de que hoy en día es compatible la escritura radical y la bohemia nacional.
Este país se va a acabar; hora de decir la verdad.
Un José Alfredo con autoengaños intelectuales, eso es nuestro San Malcolm.
Cuando se elogia a Lowry, en realidad, él nos vale shit. Lo leemos en español, que no es Lowry, sino un traductor. Lowreamos para chouvinizar. Más de lo mesmo: el mexicano promedio como el Estado Supremo del Ser. ¡Altar a Juan Diego Pedo! ¡Oh, ser como un Maistro es mi Ideal!
“Lowry” es el auto-homenaje que hace el mexicano malogrado al autosacrificio mediante la bebida.
Eso es “Lowry”, señores. ¿Salud?
:eolo::mota:
 
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