Dragut
Bovino de alcurnia
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La primera piedra
Hace algunos años, miles de personas nos movilizamos para salvar la vida de Safiya Huseini, condenada a morir lapidada en Nigeria por un supuesto delito de adulterio. Mientras cientos de anhelantes manos se crispaban sobre las piedras, en otros lugares del mundo llovía una firma tras otra para frenar una sentencia tan repugnante.
Finalmente la presión internacional y la articulación de un efectivo mecanismo de recursos jurídicos consiguieron frustrar los propósitos que un tribunal de fanáticos y sanguinarios jueces, amparados en una particular interpretación islámica, tenían para con Safiya.
En ese momento el que ahora os habla tuvo, haciendo alarde de una ingenuidad que roza la estupidez, la absurda convicción de que la absolución de Safiya iba a suponer un precedente mundial para la salvaguardia de los Derechos Humanos en general y para la abolición de la ominosa práctica institucional de la lapidación.
Poco habría de durarme esa esperanza pues apenas unos meses después el mundo supo de otras dos mujeres sentenciadas a morir bajo las piedras: Amina Sawal, también en Nigeria y Zafran Bibi en Pakistán. Una vez más, las movilizaciones, las campañas de sensibilización y la llamada a manifestar una inequívoca repulsa por este acto dieron sus frutos materializados en dos respectivos indultos bajo el fantasma de los embargos internacionales y del peligro que supone (O tempora, o mores) que bajo el pretexto de que en tu país no se respetan los Derechos Humanos, seas invadido por otro país que los respeta menos aún.
Pero no quiero caer en esa trampa tan seductora. Ante situaciones como estas la comunidad internacional se convierte en un espacio de lapidaciones retóricas donde se aprovecha para declamar contra la pena de muerte, para arremeter contra la política exterior de algún Estado o para satanizar al mundo islámico en su conjunto. Y, en definitiva, se termina sin aportar ninguna solución práctica para terminar con la barbarie que ahora nos ocupa.
Ahora el horror nos ha vuelto a sorprender y en esta ocasión la víctima no ha tenido oportunidad alguna de defenderse ni de que la defiendan. Ocurrió el pasado 24 de abril en una zona rural situada al oeste de Feizabad, a 300 kilómetros al norte de Kabul, la capital de Afganistán. Se llamaba Amina. Su delito: mantener relaciones con otro hombre después de que su marido la abandonara cinco años atrás. El "agraviado" regresó a casa un día y decidió terminar su matrimonio de la forma más expeditiva: hasta que la muerte os separe. La sentencia fue anunciada por el líder religioso local, el mulá Mohamed Yusuf. Tres días después, la mujer fue lapidada hasta morir en la plaza del pueblo. El marido lanzó la primera piedra.
No hubo garantías jurídicas ni oportunidad de apelaciones ni tiempo para una nueva movilización ni llamamientos a la solidaridad internacional. El gobierno de Afganistán se escuda en el desconocimiento del suceso. Nadie sabía nada.
Pero ahora todos lo sabemos.
Y siendo este un crimen que escapa a toda denuncia, no debemos permitir que la vergüenza, el pesimismo antropológico, la rabia o el asco nos atrapen y nos cieguen impidiendo ver las posibles soluciones.
Bajando al terreno práctico lo primero que procede es preguntarnos por qué ha ocurrido algo así.
Tras la caída del régimen talibán, la mujer afgana había recuperado en apariencia gran parte de los Derechos que, como persona, le son inherentes bajo el prisma iusnaturalista del concepto mismo de persona. Afganistán resurge de las oscurantistas cenizas del fundamentalismo con una nueva y flamante Constitución que recogía la igualdad de género, el derecho a voto, a la educación, la participación política (incluso se contempla un Ministerio propio para la Mujer) y la no discriminación por razones de sexo. Pero más allá de los fuegos artificiales, un análisis más detenido nos descubre que dicha constitución no sólo está vacía de contenido (no se prohíbe expresa y tajantemente la lapidación ni otras prácticas vejatorias y antagonistas del concepto de dignidad humana) sino, lo que es casi peor, de medios.
Así las cosas, desde el Ministerio para los Asuntos de la Mujer de Afganistán, su propia titular, la Sra. Sima Samar, denunciaba que no sólo no cuenta con oficina propia sino que, trabajando lo que podía desde el salón de su casa, hace verdaderos malabarismos para poder pagar el teléfono y el alquiler.
Ahora, Masudah Jalal, que se presentó como candidata a las pasadas elecciones presidenciales y aspira al Ministerio de Derechos de la Mujer, ha anunciado que intentará esclarecer lo sucedido con Amina. Y uno no puede dejar de preguntarse ¿con qué medios contará para ello?.
Una vez más, el reconocimiento de los derechos no viene acompañado de la dotación de los recursos materiales y económicos necesarios para hacerlos efectivos. Nada nuevo bajo el sol. Bien está, a la hora de buscar soluciones, que el peso de las leyes recaiga ahora sobre los responsables de este hecho con la misma fuerza con que las piedras golpearon el cuerpo de Amina. Bien está que la presión internacional obligue a jueces y presidentes de estos países (entre los que también se cuentan los Emiratos Árabes Unidos) a absolver o indultar a estas mujeres con un repugnante ademán de condescendencia, como si en vez de hacer un acto de Justicia estuvieran llevando a cabo un gesto de caridad. Bien está, sí.
Pero no basta. No basta con horrorizarse, no basta con condenar.
Decía hace dos siglos Mariano José de Larra que "Resulta imposible hacer libre mediante leyes a un pueblo esclavizado por sus costumbres". De ahí que considero que la verdadera liberación de la mujer en los países empobrecidos ha de llegar no sólo a golpe de Decreto, sino de formación, educación y asistencia. Sólo haciéndolas partícipes (a ellas y al resto de la sociedad) de los derechos que les son inherentes e irrebatibles, y dotándolas de los medios necesarios para alcanzar su propio desarrollo, ayudándolas a encontrar la fórmula que permita la coexistencia de sus derechos como mujeres con su propia tradición e identidad socio-cultural, capacitándolas, en definitiva, en medios y formación, para que puedan alcanzar sus propios objetivos.
Mientras nos quedemos únicamente con las declaraciones formales de derechos y principios, sin apoyarlas en un sustrato de recursos materiales, seguiremos viendo a más Aminas cubiertas por su burka de piedras y estaremos colaborando, por omisión, a ello.
Las mujeres afganas ya se quitaron el burka; quitémonos nosotros ahora el nuestro. Los discursos grandilocuentes no frenarán las piedras aunque llenen de algodón la boca de nuestras conciencias. Peleemos pues con proyectos sólidos de cooperación para el desarrollo integral de estas mujeres y devolvámosles lo que siempre ha sido suyo: su dignidad.
No pretende ser este discurso un homenaje a todas las mujeres asesinadas hasta la fecha de forma tan atroz; ni siquiera es un grito de asco ni de rabia, ni una condena, una denuncia o mucho menos un lamento. Es un toque de atención, no ya por las mujeres muertas sino por las que seguirán cayendo víctimas no sólo de las piedras sino de nuestra propia indiferencia, de nuestra obscena complicidad occidental por mantener un estado de las cosas que permite y ampara hechos como este.
Da igual quién tire la primera piedra. En realidad todos nosotros tenemos las manos manchadas con el polvo de esas piedras.
Hace algunos años, miles de personas nos movilizamos para salvar la vida de Safiya Huseini, condenada a morir lapidada en Nigeria por un supuesto delito de adulterio. Mientras cientos de anhelantes manos se crispaban sobre las piedras, en otros lugares del mundo llovía una firma tras otra para frenar una sentencia tan repugnante.
Finalmente la presión internacional y la articulación de un efectivo mecanismo de recursos jurídicos consiguieron frustrar los propósitos que un tribunal de fanáticos y sanguinarios jueces, amparados en una particular interpretación islámica, tenían para con Safiya.
En ese momento el que ahora os habla tuvo, haciendo alarde de una ingenuidad que roza la estupidez, la absurda convicción de que la absolución de Safiya iba a suponer un precedente mundial para la salvaguardia de los Derechos Humanos en general y para la abolición de la ominosa práctica institucional de la lapidación.
Poco habría de durarme esa esperanza pues apenas unos meses después el mundo supo de otras dos mujeres sentenciadas a morir bajo las piedras: Amina Sawal, también en Nigeria y Zafran Bibi en Pakistán. Una vez más, las movilizaciones, las campañas de sensibilización y la llamada a manifestar una inequívoca repulsa por este acto dieron sus frutos materializados en dos respectivos indultos bajo el fantasma de los embargos internacionales y del peligro que supone (O tempora, o mores) que bajo el pretexto de que en tu país no se respetan los Derechos Humanos, seas invadido por otro país que los respeta menos aún.
Pero no quiero caer en esa trampa tan seductora. Ante situaciones como estas la comunidad internacional se convierte en un espacio de lapidaciones retóricas donde se aprovecha para declamar contra la pena de muerte, para arremeter contra la política exterior de algún Estado o para satanizar al mundo islámico en su conjunto. Y, en definitiva, se termina sin aportar ninguna solución práctica para terminar con la barbarie que ahora nos ocupa.
Ahora el horror nos ha vuelto a sorprender y en esta ocasión la víctima no ha tenido oportunidad alguna de defenderse ni de que la defiendan. Ocurrió el pasado 24 de abril en una zona rural situada al oeste de Feizabad, a 300 kilómetros al norte de Kabul, la capital de Afganistán. Se llamaba Amina. Su delito: mantener relaciones con otro hombre después de que su marido la abandonara cinco años atrás. El "agraviado" regresó a casa un día y decidió terminar su matrimonio de la forma más expeditiva: hasta que la muerte os separe. La sentencia fue anunciada por el líder religioso local, el mulá Mohamed Yusuf. Tres días después, la mujer fue lapidada hasta morir en la plaza del pueblo. El marido lanzó la primera piedra.
No hubo garantías jurídicas ni oportunidad de apelaciones ni tiempo para una nueva movilización ni llamamientos a la solidaridad internacional. El gobierno de Afganistán se escuda en el desconocimiento del suceso. Nadie sabía nada.
Pero ahora todos lo sabemos.
Y siendo este un crimen que escapa a toda denuncia, no debemos permitir que la vergüenza, el pesimismo antropológico, la rabia o el asco nos atrapen y nos cieguen impidiendo ver las posibles soluciones.
Bajando al terreno práctico lo primero que procede es preguntarnos por qué ha ocurrido algo así.
Tras la caída del régimen talibán, la mujer afgana había recuperado en apariencia gran parte de los Derechos que, como persona, le son inherentes bajo el prisma iusnaturalista del concepto mismo de persona. Afganistán resurge de las oscurantistas cenizas del fundamentalismo con una nueva y flamante Constitución que recogía la igualdad de género, el derecho a voto, a la educación, la participación política (incluso se contempla un Ministerio propio para la Mujer) y la no discriminación por razones de sexo. Pero más allá de los fuegos artificiales, un análisis más detenido nos descubre que dicha constitución no sólo está vacía de contenido (no se prohíbe expresa y tajantemente la lapidación ni otras prácticas vejatorias y antagonistas del concepto de dignidad humana) sino, lo que es casi peor, de medios.
Así las cosas, desde el Ministerio para los Asuntos de la Mujer de Afganistán, su propia titular, la Sra. Sima Samar, denunciaba que no sólo no cuenta con oficina propia sino que, trabajando lo que podía desde el salón de su casa, hace verdaderos malabarismos para poder pagar el teléfono y el alquiler.
Ahora, Masudah Jalal, que se presentó como candidata a las pasadas elecciones presidenciales y aspira al Ministerio de Derechos de la Mujer, ha anunciado que intentará esclarecer lo sucedido con Amina. Y uno no puede dejar de preguntarse ¿con qué medios contará para ello?.
Una vez más, el reconocimiento de los derechos no viene acompañado de la dotación de los recursos materiales y económicos necesarios para hacerlos efectivos. Nada nuevo bajo el sol. Bien está, a la hora de buscar soluciones, que el peso de las leyes recaiga ahora sobre los responsables de este hecho con la misma fuerza con que las piedras golpearon el cuerpo de Amina. Bien está que la presión internacional obligue a jueces y presidentes de estos países (entre los que también se cuentan los Emiratos Árabes Unidos) a absolver o indultar a estas mujeres con un repugnante ademán de condescendencia, como si en vez de hacer un acto de Justicia estuvieran llevando a cabo un gesto de caridad. Bien está, sí.
Pero no basta. No basta con horrorizarse, no basta con condenar.
Decía hace dos siglos Mariano José de Larra que "Resulta imposible hacer libre mediante leyes a un pueblo esclavizado por sus costumbres". De ahí que considero que la verdadera liberación de la mujer en los países empobrecidos ha de llegar no sólo a golpe de Decreto, sino de formación, educación y asistencia. Sólo haciéndolas partícipes (a ellas y al resto de la sociedad) de los derechos que les son inherentes e irrebatibles, y dotándolas de los medios necesarios para alcanzar su propio desarrollo, ayudándolas a encontrar la fórmula que permita la coexistencia de sus derechos como mujeres con su propia tradición e identidad socio-cultural, capacitándolas, en definitiva, en medios y formación, para que puedan alcanzar sus propios objetivos.
Mientras nos quedemos únicamente con las declaraciones formales de derechos y principios, sin apoyarlas en un sustrato de recursos materiales, seguiremos viendo a más Aminas cubiertas por su burka de piedras y estaremos colaborando, por omisión, a ello.
Las mujeres afganas ya se quitaron el burka; quitémonos nosotros ahora el nuestro. Los discursos grandilocuentes no frenarán las piedras aunque llenen de algodón la boca de nuestras conciencias. Peleemos pues con proyectos sólidos de cooperación para el desarrollo integral de estas mujeres y devolvámosles lo que siempre ha sido suyo: su dignidad.
No pretende ser este discurso un homenaje a todas las mujeres asesinadas hasta la fecha de forma tan atroz; ni siquiera es un grito de asco ni de rabia, ni una condena, una denuncia o mucho menos un lamento. Es un toque de atención, no ya por las mujeres muertas sino por las que seguirán cayendo víctimas no sólo de las piedras sino de nuestra propia indiferencia, de nuestra obscena complicidad occidental por mantener un estado de las cosas que permite y ampara hechos como este.
Da igual quién tire la primera piedra. En realidad todos nosotros tenemos las manos manchadas con el polvo de esas piedras.