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Jacinta me pega - Capítulo 1
"¡No güey, por favor! ¡No seas así, güey!" imploré, aunque sabía que era inútil.
"Dije que te bajes los pantalones, Marisa" repitió Jacinta. "¿Quieres que vaya por el chicote?"
Estábamos en la sala de nuestro departamento. Jacinta sentada en el sillón largo, esperándome. Yo parada frente a ella, retorciéndome del miedo. Jacinta estaba por darme unas buenas nalgadas.
Jacinta me ha pegado nalgadas una infinidad de veces, desde que entramos a la universidad y nos volvimos compañeras de departamento. Ella es una amiga de la infancia que a los 12 años se mudó de ciudad. Sin embargo, nuestros padres son grandes amigos y mantuvieron contacto, por lo que cuando llegó la hora de ir a la universidad, nuestros padres acordaron que Jacinta y yo viviríamos juntas. Saber eso me hizo muy feliz (y me sigue haciendo, pese a tantas nalgadas, ya que Jacinta es mi mejor amiga y en verdad la adoro, así como ella me quiere a su muy dolorosa manera). Jacinta y yo tenemos muchas cosas en común: Ambas somos morenas (¡y hermosas!), ambas tenemos el cabello negro, nos gusta la misma música, la misma ropa, la misma comida (excepto el aguacate, ¿cómo puede a alguien disgustarle el aguacate?) ¡y ambas somos re-malhabladas!. Pero lo que me hizo menos feliz fue saber que los padres de ambas habían también acordado un régimen de castigos. ¡Mi régimen de castigos!
Jacinta siempre fue una alumna ejemplar y una jovencita muy bien portada en todo sentido, mientras que yo siempre he sido todo lo contrario, por lo que al menos una o dos veces al mes, desde que tengo memoria, me he ganado una sesión de nalgadas de parte de mi mamá. Aun con ello, mi comportamiento nunca mejoró y mis padres se hallaban -con justa razón- temerosos de verme partir hacia otra ciudad a cursar mis estudios universitarios. ¿Quién podría cuidar de mi desempeño educativo en su ausencia? ¿Y quién podría cuidar de mi comportamiento extra-académico, principalmente el nocturno (siempre he sido bastante fiestera)? La respuesta les cayó del cielo con Jacinta, quien fue inmediatamente autorizada para castigarme tanto como ella quisiera.
No sólo fue autorizada a hacerlo, sino incentivada también. Como retribución por su ayuda, mis padres le envían cada mes una cantidad de dinero cuya primera mitad se calcula en base a mis calificaciones (incluyendo tareas y otros trabajos escolares) y cuya segunda mitad se calcula en base a la cantidad y severidad de nalgadas aplicadas a mi pobrecito trasero ese mes. Es decir, entre mejor calificaciones yo obtenga le envían más dinero. Y entre más nalgadas -¡y más dolorosas!- me pegue ese mes, mayor será también la cantidad de dinero que ella reciba. Mis padres confían tanto en ella que ni siquiera le piden las razones de mis castigos; están completamente seguros de que me los merecía. Y aunque no tendría por qué hacerlo, Jacinta siempre me entrega la mitad del dinero que recibe cada mes de mis padres, argumentando que tanto mi cerebro como mi trasero pagaron un precio por ese dinero, por lo que es justo que yo reciba la mitad. Así que cada mes, en cuanto recibimos ese depósito mensual, ¡nos vamos de compras! Esto por supuesto generatambién un incentivo perverso para mí ... pero eso lo contaré más adelante.
En fin, después de recuperarme de mi conmoción inicial al conocer ese trato entre Jacinta y mis padres, razoné que por lo menos Jacinta -quien tiene mi misma edad- no podía pegar tan fuerte como mi mamá. ¡Además era mi amiga! Eso significaba que seguramente no sería muy dura conmigo. Es más, probablemente hasta podríamos fingir que me pegaba muy seguido para así recibir más dinero, mientras que en realidad ella no me pegaría ni una sola vez. ¡Qué buen plan! El primer día que llegamos al departamento, se lo propuse a Jacinta, llena de emoción.
Nunca en mi vida había estado más equivocada.
Al terminar de escuchar mi idea, Jacinta inmediatamente me jaló de la oreja hasta el sillón, me desabotonó los pantalones y los bajó hasta mis tobillos. Luego se sentó, me puso sobre sus rodillas, me bajó los calzones y comenzó la primera de innumerables sesiones de nalgadas que partir de ese día recibiría de ella, mientras me daba también un buen regaño sobre las negras intenciones de mi plan.
¡Uf, pero qué re-buena es para nalguear! Ahí mismo descubrí que mi nueva nalgueadora era no sólo más fuerte sino también más entusiasta que mi madre a la hora de las nalgadas. En menos de lo que canta un gallo me tenía retorciendo y aullando del dolor, suplicando que dejara de pegarme, pero ella siguió y siguió y siguió, con la misma o incluso mayor potencia. Mi hermosa cola ardía como nunca había ardido. ¡Qué dolooooooor! Yo chillaba y chillaba y me preguntaba cuándo iba a terminar mi suplicio, pero Jacinta seguía regañando y azotando la palma de su mano sobre mis preciosísimas pompis (¿he mencionado ya que tengo las nalgas más redonditas y divinas de toda la universidad? Es un consenso entre todos los hombres, ¡en verdad!).
Regresando al principio de este relato, varios meses (y muchísimas sesiones de nalgadas) después, Jacinta y yo nos encontrábamos en la sala, en la ya familiar escena previa a mi castigo. Jacinta esperando a que yo me bajara los pantalones y me recostara boca abajo sobre sus rodillas. Yo nerviosísima, rogando una misercordia que sabía que no llegaría pero, a pesar de saberlo, nunca he dejado de suplicar clemencia. ¡Siempre siento el mismo terror al saber que estoy a punto de recibir unas nalgadas! Como casi siempre, Jacinta se ve forzada a amenazarme con ir a buscar el chicote (más adelante explicaré todo sobre este diabólico instrumento), con lo cual inmediatemente me pone en acción: Me bajo los pantalones y calzones velozmente, me deposito a mí misma sobre sus rodillas, abrazo uno de los cojines del sillón y tiemblo en espera del inicio de mi castigo. Jacinta nunca me hace esperar mucho y las terribles nalgadas comienzan a llover sobre mi linda colita.
*¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!*
"¡AAAAAYY! ¡ME VOY A PORTAR BIEN! ¡AAAAYY! ¡AAAAYY! ¡TE LO PROMETO, GÜEY! ¡AAAAAAAYY! ¡YA POR FAVOR! ¡AAAAYY! ¡YA NO ME PEGUES! ¡AAAAYY! ¡AAAAYY! ¡BUAAAAAAAAAAAAAA!"
Los chingazos siguen cayendo duro y tupido, mientras yo comienzo a chillar como bebé. Y cuando por fin mis nalgas están coloreadas de un rojo brillante y mi cara es un desastre de lágrimas y mocos chorreando.... Jacinta sigue pegándome un rato más. Cuando por fiiiiiiin termina el castigo, me levanto de un brinco y comienzo a sobar mis ardientes posaderas. Y por supuesto que sigo llorando por un largo rato más.
Desgraciadamente para mí, esta escena sucede casi a diario en mi departmento. No sólo en la sala, sino en cualquier habitación en la que nos encontremos. Incluso he recibido nalgadas en el cuarto de lavado, inclinada sobre la lavadora. Para ser justa, también tengo que decir que me he convertido en una mejor estudiante desde que Jacinta me castiga. Definitivamente no hubiera logrado pasar del primer semestre (estamos actualmente cursando el segundo) a no ser por los dolorosos incentivos de mi amiga (y también me ayuda a estudiar, hay que decirlo). Además, no todo es dolor: Jacinta y yo nos hacemos muy buena compañía y vamos a todas partes juntas. En verdad nos divertimos mucho todo el tiempo (excepto cuando es tiempo de bajarme los pantalones, claro). Realmente estoy disfrutando mucho esta etapa, a pesar de tanta nalgada. He llegado a aceptar que necesito este tipo de régimen disciplinario en mi vida, y qué mejor que sea mi mejor amiga la que me ayude con eso. Mi vida y mi futuro son mejores con ella y con su poderosa mano.
Contaré poco a poco más detalles y aventuras de mi vida universitaria, especialmente los relacionados con mis castigadas nalguitas.
"¡No güey, por favor! ¡No seas así, güey!" imploré, aunque sabía que era inútil.
"Dije que te bajes los pantalones, Marisa" repitió Jacinta. "¿Quieres que vaya por el chicote?"
Estábamos en la sala de nuestro departamento. Jacinta sentada en el sillón largo, esperándome. Yo parada frente a ella, retorciéndome del miedo. Jacinta estaba por darme unas buenas nalgadas.
Jacinta me ha pegado nalgadas una infinidad de veces, desde que entramos a la universidad y nos volvimos compañeras de departamento. Ella es una amiga de la infancia que a los 12 años se mudó de ciudad. Sin embargo, nuestros padres son grandes amigos y mantuvieron contacto, por lo que cuando llegó la hora de ir a la universidad, nuestros padres acordaron que Jacinta y yo viviríamos juntas. Saber eso me hizo muy feliz (y me sigue haciendo, pese a tantas nalgadas, ya que Jacinta es mi mejor amiga y en verdad la adoro, así como ella me quiere a su muy dolorosa manera). Jacinta y yo tenemos muchas cosas en común: Ambas somos morenas (¡y hermosas!), ambas tenemos el cabello negro, nos gusta la misma música, la misma ropa, la misma comida (excepto el aguacate, ¿cómo puede a alguien disgustarle el aguacate?) ¡y ambas somos re-malhabladas!. Pero lo que me hizo menos feliz fue saber que los padres de ambas habían también acordado un régimen de castigos. ¡Mi régimen de castigos!
Jacinta siempre fue una alumna ejemplar y una jovencita muy bien portada en todo sentido, mientras que yo siempre he sido todo lo contrario, por lo que al menos una o dos veces al mes, desde que tengo memoria, me he ganado una sesión de nalgadas de parte de mi mamá. Aun con ello, mi comportamiento nunca mejoró y mis padres se hallaban -con justa razón- temerosos de verme partir hacia otra ciudad a cursar mis estudios universitarios. ¿Quién podría cuidar de mi desempeño educativo en su ausencia? ¿Y quién podría cuidar de mi comportamiento extra-académico, principalmente el nocturno (siempre he sido bastante fiestera)? La respuesta les cayó del cielo con Jacinta, quien fue inmediatamente autorizada para castigarme tanto como ella quisiera.
No sólo fue autorizada a hacerlo, sino incentivada también. Como retribución por su ayuda, mis padres le envían cada mes una cantidad de dinero cuya primera mitad se calcula en base a mis calificaciones (incluyendo tareas y otros trabajos escolares) y cuya segunda mitad se calcula en base a la cantidad y severidad de nalgadas aplicadas a mi pobrecito trasero ese mes. Es decir, entre mejor calificaciones yo obtenga le envían más dinero. Y entre más nalgadas -¡y más dolorosas!- me pegue ese mes, mayor será también la cantidad de dinero que ella reciba. Mis padres confían tanto en ella que ni siquiera le piden las razones de mis castigos; están completamente seguros de que me los merecía. Y aunque no tendría por qué hacerlo, Jacinta siempre me entrega la mitad del dinero que recibe cada mes de mis padres, argumentando que tanto mi cerebro como mi trasero pagaron un precio por ese dinero, por lo que es justo que yo reciba la mitad. Así que cada mes, en cuanto recibimos ese depósito mensual, ¡nos vamos de compras! Esto por supuesto generatambién un incentivo perverso para mí ... pero eso lo contaré más adelante.
En fin, después de recuperarme de mi conmoción inicial al conocer ese trato entre Jacinta y mis padres, razoné que por lo menos Jacinta -quien tiene mi misma edad- no podía pegar tan fuerte como mi mamá. ¡Además era mi amiga! Eso significaba que seguramente no sería muy dura conmigo. Es más, probablemente hasta podríamos fingir que me pegaba muy seguido para así recibir más dinero, mientras que en realidad ella no me pegaría ni una sola vez. ¡Qué buen plan! El primer día que llegamos al departamento, se lo propuse a Jacinta, llena de emoción.
Nunca en mi vida había estado más equivocada.
Al terminar de escuchar mi idea, Jacinta inmediatamente me jaló de la oreja hasta el sillón, me desabotonó los pantalones y los bajó hasta mis tobillos. Luego se sentó, me puso sobre sus rodillas, me bajó los calzones y comenzó la primera de innumerables sesiones de nalgadas que partir de ese día recibiría de ella, mientras me daba también un buen regaño sobre las negras intenciones de mi plan.
¡Uf, pero qué re-buena es para nalguear! Ahí mismo descubrí que mi nueva nalgueadora era no sólo más fuerte sino también más entusiasta que mi madre a la hora de las nalgadas. En menos de lo que canta un gallo me tenía retorciendo y aullando del dolor, suplicando que dejara de pegarme, pero ella siguió y siguió y siguió, con la misma o incluso mayor potencia. Mi hermosa cola ardía como nunca había ardido. ¡Qué dolooooooor! Yo chillaba y chillaba y me preguntaba cuándo iba a terminar mi suplicio, pero Jacinta seguía regañando y azotando la palma de su mano sobre mis preciosísimas pompis (¿he mencionado ya que tengo las nalgas más redonditas y divinas de toda la universidad? Es un consenso entre todos los hombres, ¡en verdad!).
Regresando al principio de este relato, varios meses (y muchísimas sesiones de nalgadas) después, Jacinta y yo nos encontrábamos en la sala, en la ya familiar escena previa a mi castigo. Jacinta esperando a que yo me bajara los pantalones y me recostara boca abajo sobre sus rodillas. Yo nerviosísima, rogando una misercordia que sabía que no llegaría pero, a pesar de saberlo, nunca he dejado de suplicar clemencia. ¡Siempre siento el mismo terror al saber que estoy a punto de recibir unas nalgadas! Como casi siempre, Jacinta se ve forzada a amenazarme con ir a buscar el chicote (más adelante explicaré todo sobre este diabólico instrumento), con lo cual inmediatemente me pone en acción: Me bajo los pantalones y calzones velozmente, me deposito a mí misma sobre sus rodillas, abrazo uno de los cojines del sillón y tiemblo en espera del inicio de mi castigo. Jacinta nunca me hace esperar mucho y las terribles nalgadas comienzan a llover sobre mi linda colita.
*¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!*
"¡AAAAAYY! ¡ME VOY A PORTAR BIEN! ¡AAAAYY! ¡AAAAYY! ¡TE LO PROMETO, GÜEY! ¡AAAAAAAYY! ¡YA POR FAVOR! ¡AAAAYY! ¡YA NO ME PEGUES! ¡AAAAYY! ¡AAAAYY! ¡BUAAAAAAAAAAAAAA!"
Los chingazos siguen cayendo duro y tupido, mientras yo comienzo a chillar como bebé. Y cuando por fin mis nalgas están coloreadas de un rojo brillante y mi cara es un desastre de lágrimas y mocos chorreando.... Jacinta sigue pegándome un rato más. Cuando por fiiiiiiin termina el castigo, me levanto de un brinco y comienzo a sobar mis ardientes posaderas. Y por supuesto que sigo llorando por un largo rato más.
Desgraciadamente para mí, esta escena sucede casi a diario en mi departmento. No sólo en la sala, sino en cualquier habitación en la que nos encontremos. Incluso he recibido nalgadas en el cuarto de lavado, inclinada sobre la lavadora. Para ser justa, también tengo que decir que me he convertido en una mejor estudiante desde que Jacinta me castiga. Definitivamente no hubiera logrado pasar del primer semestre (estamos actualmente cursando el segundo) a no ser por los dolorosos incentivos de mi amiga (y también me ayuda a estudiar, hay que decirlo). Además, no todo es dolor: Jacinta y yo nos hacemos muy buena compañía y vamos a todas partes juntas. En verdad nos divertimos mucho todo el tiempo (excepto cuando es tiempo de bajarme los pantalones, claro). Realmente estoy disfrutando mucho esta etapa, a pesar de tanta nalgada. He llegado a aceptar que necesito este tipo de régimen disciplinario en mi vida, y qué mejor que sea mi mejor amiga la que me ayude con eso. Mi vida y mi futuro son mejores con ella y con su poderosa mano.
Contaré poco a poco más detalles y aventuras de mi vida universitaria, especialmente los relacionados con mis castigadas nalguitas.