dito de best
Bovino adicto
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- 8 May 2008
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Cuando adopté a Claudette creí que se pondría solitaria y depresiva. Ya sabía que los loros eran animales sociables, pero si apenas podía con uno me resultaba imposible adquirir otro para que le hiciera compañía. La tía June me obsequió el ave al descubrir lo enérgica y ruidosa que podía ser, pero me aseguró que Claudette era muy dependiente y estaría bien sola.
Nuestros primeros encuentros no fueron nada agradable, ella no se acostumbraba a mi presencia y a mí me aterraba su pico y garras afiladas. Supuestamente había pasado por varios hogares en sus 25 años, y siempre terminaba con un nuevo dueño por los mismos motivos que terminó conmigo. Por eso accedí a adoptarla, sentía pena por el pobre animal y quería que tuviera un hogar fijo, aunque me costara un poco.
El período de ajustes fue bastante largo, durante ese tiempo me acostumbré a ser picoteada constantemente y, aunque doloroso, poco a poco fue reconociendo la mano que le daba de comer. Cuando descubrí que se ponía feliz en el balcón, moví su jaula a este lugar y le permití que lo convirtiera en su territorio, cosa que mejoró bastante nuestra relación.
Llevó mucho tiempo, paciencia y premios pero eventualmente llegamos al punto donde Claudette volaba a mí siempre que aparecía en el lugar, y se emocionaba en mi brazo mientras comía todo lo que le daba.
Esa preocupación de que se sintiera sola cuando yo no estaba en casa, se disipó cuando noté que se había hecho amiga de unos cenzontles que habían anidado en un árbol atrás de mi apartamento, ubicado en el primer piso. Intercambiaban cantos y silbidos durante todo el día, situación que terminó molestando a algunos vecinos, pero nada que algunas galletas caseras y tarjetas de disculpa no resolvieran.
Nunca había considerado tener un loro, pero Claudette demostró ser una compañera muy dulce e inteligente, después que superamos la etapa testaruda inicial, descubrí que su vocabulario era bastante amplio y sus imitaciones excelentes. Además, también me enteré que durante todas esas horas a través de los meses en que estuve trabajando, aparentemente le enseñó algunas cosas a los cenzontles.
Una noche estaba sentada en el balcón, haciéndole cariños a Claudette antes de preparar la cena, cuando escuché una voz dulce pero muy distinta que provenía de algún punto arriba.
“¡M*erda!”, habló.
Instintivamente pegué un salto pues no había percibido a nadie cerca o aproximándose. Miré alrededor del apartamento pero todo estaba vacío y en silencio. Sobre mi regazo, Claudette empezó a balancear la cabeza mientras sus plumas se erizaron suavemente.
“¡M*erda!”, repitió aquella voz.
“¡M*erda!”, le respondió Claudette.
Claudette y la voz se respondieron varias veces, gritando con auténtico entusiasmo una de sus palabras favoritas, hasta que la vergüenza me ganó y decidí meterla para que se detuviera. No fue sino hasta que vi a uno de los cenzontles volando frente al balcón, obviamente buscando a Claudette, que comprendí la voz no era de ninguna persona incentivando su acervo de groserías; era uno de los cenzontles imitándola.
Claudette había enseñado a esos pájaros salvajes a decir groserías. Me costaría mucho más que unas galletas caseras que los vecinos pudieran perdonarme esta.
En lugar de encerrarla en el apartamento, intenté incentivarla para que repitiera palabras más neutrales y así les enseñara a los cenzontles.
“Hola”, le repetí en múltiples ocasiones.
“Hola”, respondió Claudette.
“M*erda”, respondieron los cenzontles en el árbol.
Maldita sea.
Yo no sabía que los cenzontles tenían capacidad de “hablar”, mucho menos que podían aprender palabras nuevas, entonces me dirigí a Internet a indagar, buscando alguna solución.
“Sólo repiten aquello que escuchan con frecuencia”, me dijo un aficionado a las aves en un foro. “Pronto aprenderán alguna palabra nueva. Un cenzontle no dejaba de repetir el nombre de mi perro, hasta que aprendió una nueva palabra. Buena suerte”.
Me convencí de que todo estaría bien, sólo había que esperar.
En mis ratos libres empecé a trabajar para que Claudette limpiara su vocabulario. Algunas noches me quedaba horas con ella repitiendo palabras y dándole premios cada vez que acertaba. Me tomó varios meses pero finalmente las groserías empezaron a desaparecer y no escuché a los cenzontles imitándola más, me sentía victoriosa.
Cierta mañana, cuando fui a alimentarla antes de salir al trabajo, la vi balanceando la cabeza y dando saltos para allá y para acá dentro de su jaula, algo muy normal cuando se sentía emocionada, hasta que distinguí un sonido extraño, rasguñado, como si no pudiera respirar bien.
La puse sobre mi mano y acaricié su cabeza y lomo. “¿Estás bien?”, le pregunté.
“Hola”, respondió y aquella respiración extraña se detuvo.
Esperé un poco más, casi lo suficiente para llegar tarde al trabajo, pero Claudette parecía estar bien, así que me fui a toda prisa.
Sin embargo, a la mañana siguiente el sonido ronco y ríspido volvió. Nuevamente voló hasta mi mano, estiró las alas y balanceó su cabeza, todo esto mientras hacía el sonido de una respiración pesada casi jadeando.
Afuera, los cenzontles le respondían con el extraño sonido de un click. La verdad es que no le di mucha importancia, me preocupaba demasiado lo que sucedía a mi mascota.
Nuestros primeros encuentros no fueron nada agradable, ella no se acostumbraba a mi presencia y a mí me aterraba su pico y garras afiladas. Supuestamente había pasado por varios hogares en sus 25 años, y siempre terminaba con un nuevo dueño por los mismos motivos que terminó conmigo. Por eso accedí a adoptarla, sentía pena por el pobre animal y quería que tuviera un hogar fijo, aunque me costara un poco.
El período de ajustes fue bastante largo, durante ese tiempo me acostumbré a ser picoteada constantemente y, aunque doloroso, poco a poco fue reconociendo la mano que le daba de comer. Cuando descubrí que se ponía feliz en el balcón, moví su jaula a este lugar y le permití que lo convirtiera en su territorio, cosa que mejoró bastante nuestra relación.
Llevó mucho tiempo, paciencia y premios pero eventualmente llegamos al punto donde Claudette volaba a mí siempre que aparecía en el lugar, y se emocionaba en mi brazo mientras comía todo lo que le daba.
Esa preocupación de que se sintiera sola cuando yo no estaba en casa, se disipó cuando noté que se había hecho amiga de unos cenzontles que habían anidado en un árbol atrás de mi apartamento, ubicado en el primer piso. Intercambiaban cantos y silbidos durante todo el día, situación que terminó molestando a algunos vecinos, pero nada que algunas galletas caseras y tarjetas de disculpa no resolvieran.
Nunca había considerado tener un loro, pero Claudette demostró ser una compañera muy dulce e inteligente, después que superamos la etapa testaruda inicial, descubrí que su vocabulario era bastante amplio y sus imitaciones excelentes. Además, también me enteré que durante todas esas horas a través de los meses en que estuve trabajando, aparentemente le enseñó algunas cosas a los cenzontles.
Una noche estaba sentada en el balcón, haciéndole cariños a Claudette antes de preparar la cena, cuando escuché una voz dulce pero muy distinta que provenía de algún punto arriba.
“¡M*erda!”, habló.
Instintivamente pegué un salto pues no había percibido a nadie cerca o aproximándose. Miré alrededor del apartamento pero todo estaba vacío y en silencio. Sobre mi regazo, Claudette empezó a balancear la cabeza mientras sus plumas se erizaron suavemente.
“¡M*erda!”, repitió aquella voz.
“¡M*erda!”, le respondió Claudette.
Claudette y la voz se respondieron varias veces, gritando con auténtico entusiasmo una de sus palabras favoritas, hasta que la vergüenza me ganó y decidí meterla para que se detuviera. No fue sino hasta que vi a uno de los cenzontles volando frente al balcón, obviamente buscando a Claudette, que comprendí la voz no era de ninguna persona incentivando su acervo de groserías; era uno de los cenzontles imitándola.
Claudette había enseñado a esos pájaros salvajes a decir groserías. Me costaría mucho más que unas galletas caseras que los vecinos pudieran perdonarme esta.
En lugar de encerrarla en el apartamento, intenté incentivarla para que repitiera palabras más neutrales y así les enseñara a los cenzontles.
“Hola”, le repetí en múltiples ocasiones.
“Hola”, respondió Claudette.
“M*erda”, respondieron los cenzontles en el árbol.
Maldita sea.
Yo no sabía que los cenzontles tenían capacidad de “hablar”, mucho menos que podían aprender palabras nuevas, entonces me dirigí a Internet a indagar, buscando alguna solución.
“Sólo repiten aquello que escuchan con frecuencia”, me dijo un aficionado a las aves en un foro. “Pronto aprenderán alguna palabra nueva. Un cenzontle no dejaba de repetir el nombre de mi perro, hasta que aprendió una nueva palabra. Buena suerte”.
Me convencí de que todo estaría bien, sólo había que esperar.
En mis ratos libres empecé a trabajar para que Claudette limpiara su vocabulario. Algunas noches me quedaba horas con ella repitiendo palabras y dándole premios cada vez que acertaba. Me tomó varios meses pero finalmente las groserías empezaron a desaparecer y no escuché a los cenzontles imitándola más, me sentía victoriosa.
Cierta mañana, cuando fui a alimentarla antes de salir al trabajo, la vi balanceando la cabeza y dando saltos para allá y para acá dentro de su jaula, algo muy normal cuando se sentía emocionada, hasta que distinguí un sonido extraño, rasguñado, como si no pudiera respirar bien.
La puse sobre mi mano y acaricié su cabeza y lomo. “¿Estás bien?”, le pregunté.
“Hola”, respondió y aquella respiración extraña se detuvo.
Esperé un poco más, casi lo suficiente para llegar tarde al trabajo, pero Claudette parecía estar bien, así que me fui a toda prisa.
Sin embargo, a la mañana siguiente el sonido ronco y ríspido volvió. Nuevamente voló hasta mi mano, estiró las alas y balanceó su cabeza, todo esto mientras hacía el sonido de una respiración pesada casi jadeando.
Afuera, los cenzontles le respondían con el extraño sonido de un click. La verdad es que no le di mucha importancia, me preocupaba demasiado lo que sucedía a mi mascota.