tiburonxx
Bovino de la familia
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Roberto Blancarte
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8648895
La Iglesia quiere su lugar en el Bicentenario”, reza el atinado encabezado de MILENIO, el viernes pasado, luego de que se reseñan algunos de los esfuerzos de la jerarquía católica por reivindicar su papel en la Independencia de México. Lo curioso es que, al parecer a petición de algunos diputados, que quisieran que la Iglesia levantara la excomunión a estos héroes de la Independencia, las investigaciones eclesiales se han centrado en el interesante pero en última instancia irrelevante tema de las excomuniones de Hidalgo y Morelos y acerca de si después de ellas los próceres fueron absueltos antes de morir. Lo cual, por lo demás, indicaría la irrelevancia de ser excomulgado, si al final siempre se consigue regresar al seno de la Iglesia.
Estoy totalmente de acuerdo con monseñor Alberto Suárez Inda en que la Iglesia católica, como todas las instituciones y sectores de este país, tiene derecho a hacer su aportación a los festejos del Bicentenario de la Independencia y, por qué no, del Centenario de la Revolución (cosa que les costará más trabajo). Pero si se convoca a no ser “prisioneros del pasado” y a “emprender “la purificación de la memoria”, habría que tener cuidado de hacer realmente un balance general acerca del papel de la Iglesia en nuestra historia y no solamente revisar detalles hasta cierto punto intrascendentes.
La revisión de la historia, que ciertamente se debe hacer, tendría entonces que aclarar que si por Iglesia entendemos a todo el “pueblo de Dios” (es decir el conjunto de feligreses), concepción teológica adelantada en el Concilio Vaticano II, a fines del siglo XX, entonces ciertamente la Iglesia participó a favor de la Independencia. Pero si entendemos a la Iglesia como sus sacerdotes, la participación fue más dividida. Y si hablamos de la participación de la jerarquía católica, habrá que aclarar que fue decididamente en contra.
Hay que recordar que, cuando se estaba fusilando a Morelos, en pleno restablecimiento de sus poderes a través de la Santa Alianza, luego de haber permanecido prisionera de Napoleón Bonaparte, la Santa Sede no era particularmente receptiva a las demandas de los insurgentes americanos ni de los subsecuentes gobiernos victoriosos. Austria, Francia, Prusia y Rusia establecieron la alianza entre el Altar y el Trono en 1815 y lo ratificaron en el Tratado de Verona de noviembre de 1822. Allí, las potencias se declararon convencidas de que el sistema de gobierno representativo era incompatible con los principios monárquicos, tanto como la máxima de la soberanía del pueblo con el derecho divino. Por ello, se comprometían a “esforzarse para poner fin al sistema de los gobiernos representativos en los países de Europa donde existe y para impedir que se establezca donde todavía no es conocido”. Así que no debe extrañar que en enero de 1816 Pío VII emitiera una encíclica mediante la cual exhortara a los súbditos americanos a la obediencia a su rey, a través de la ayuda de los prelados coloniales. Dicha solicitud fue reiterada en 1822, cuando ya en la mayor parte del continente americano estaban en función gobiernos independientes. Por suerte, nuestros católicos insurgentes no le hicieron caso. Aún así, algunos enviaron diversas misiones a Roma para obtener el reconocimiento o negociar algún tipo de concordato que resolviera la cuestión del Patronato y la de las numerosas sedes episcopales vacantes. Mientras tanto, un Patronato de facto era ejercido por los nuevos gobiernos, lo cual no dejaba de irritar a un sector de los clérigos, instruidos para oponerse a cualquier pretensión jurisdiccionalista de las repúblicas independientes. Todos estos intentos, en buena medida fracasados durante los primeros años de nuestra independencia, mostrarían las dificultades de entendimiento entre los gobiernos americanos que pretendían heredar el Patronato Real y una Sede Pontificia ansiosa de recuperar su autonomía, que aborrecía a los gobiernos republicanos, pero al mismo tiempo deseaba mantener una situación social privilegiada.
La Corona española, por su parte, seguía blandiendo sus derechos y prerrogativas papales y amenazaba a la Sede Pontificia contra cualquier posible acuerdo o reconocimiento de las nuevas repúblicas americanas. Los Papas gustosamente se alinearon con estas posiciones, hasta que fue evidente que las nuevas repúblicas estaban establecidas, que no habría marcha atrás en su independencia y que no había más remedio que pactar con ellas, puesto que además la mayoría de las sedes episcopales estaban desiertas y se corría “el peligro” de que otras iglesias hicieran labor de proselitismo en tierras americanas, una vez que se levantara el monopolio religioso instaurado durante 300 años. De hecho, la Santa Sede tardó casi un siglo en romper la alianza con las monarquías y dejar de temerle a las repúblicas.
Así que, bienvenida la Iglesia católica a los festejos del Bicentenario. Nada más que, si quiere celebrar algo, tendrá que poner sus trapitos a remojar y hacer un examen de conciencia con gran humildad y enorme capacidad autocrítica. Y se va a requerir mucha para ver con perspectiva distinta su participación en estos 200 años de nuestra historia.
:mota::eolo:
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8648895
La Iglesia quiere su lugar en el Bicentenario”, reza el atinado encabezado de MILENIO, el viernes pasado, luego de que se reseñan algunos de los esfuerzos de la jerarquía católica por reivindicar su papel en la Independencia de México. Lo curioso es que, al parecer a petición de algunos diputados, que quisieran que la Iglesia levantara la excomunión a estos héroes de la Independencia, las investigaciones eclesiales se han centrado en el interesante pero en última instancia irrelevante tema de las excomuniones de Hidalgo y Morelos y acerca de si después de ellas los próceres fueron absueltos antes de morir. Lo cual, por lo demás, indicaría la irrelevancia de ser excomulgado, si al final siempre se consigue regresar al seno de la Iglesia.
Estoy totalmente de acuerdo con monseñor Alberto Suárez Inda en que la Iglesia católica, como todas las instituciones y sectores de este país, tiene derecho a hacer su aportación a los festejos del Bicentenario de la Independencia y, por qué no, del Centenario de la Revolución (cosa que les costará más trabajo). Pero si se convoca a no ser “prisioneros del pasado” y a “emprender “la purificación de la memoria”, habría que tener cuidado de hacer realmente un balance general acerca del papel de la Iglesia en nuestra historia y no solamente revisar detalles hasta cierto punto intrascendentes.
La revisión de la historia, que ciertamente se debe hacer, tendría entonces que aclarar que si por Iglesia entendemos a todo el “pueblo de Dios” (es decir el conjunto de feligreses), concepción teológica adelantada en el Concilio Vaticano II, a fines del siglo XX, entonces ciertamente la Iglesia participó a favor de la Independencia. Pero si entendemos a la Iglesia como sus sacerdotes, la participación fue más dividida. Y si hablamos de la participación de la jerarquía católica, habrá que aclarar que fue decididamente en contra.
Hay que recordar que, cuando se estaba fusilando a Morelos, en pleno restablecimiento de sus poderes a través de la Santa Alianza, luego de haber permanecido prisionera de Napoleón Bonaparte, la Santa Sede no era particularmente receptiva a las demandas de los insurgentes americanos ni de los subsecuentes gobiernos victoriosos. Austria, Francia, Prusia y Rusia establecieron la alianza entre el Altar y el Trono en 1815 y lo ratificaron en el Tratado de Verona de noviembre de 1822. Allí, las potencias se declararon convencidas de que el sistema de gobierno representativo era incompatible con los principios monárquicos, tanto como la máxima de la soberanía del pueblo con el derecho divino. Por ello, se comprometían a “esforzarse para poner fin al sistema de los gobiernos representativos en los países de Europa donde existe y para impedir que se establezca donde todavía no es conocido”. Así que no debe extrañar que en enero de 1816 Pío VII emitiera una encíclica mediante la cual exhortara a los súbditos americanos a la obediencia a su rey, a través de la ayuda de los prelados coloniales. Dicha solicitud fue reiterada en 1822, cuando ya en la mayor parte del continente americano estaban en función gobiernos independientes. Por suerte, nuestros católicos insurgentes no le hicieron caso. Aún así, algunos enviaron diversas misiones a Roma para obtener el reconocimiento o negociar algún tipo de concordato que resolviera la cuestión del Patronato y la de las numerosas sedes episcopales vacantes. Mientras tanto, un Patronato de facto era ejercido por los nuevos gobiernos, lo cual no dejaba de irritar a un sector de los clérigos, instruidos para oponerse a cualquier pretensión jurisdiccionalista de las repúblicas independientes. Todos estos intentos, en buena medida fracasados durante los primeros años de nuestra independencia, mostrarían las dificultades de entendimiento entre los gobiernos americanos que pretendían heredar el Patronato Real y una Sede Pontificia ansiosa de recuperar su autonomía, que aborrecía a los gobiernos republicanos, pero al mismo tiempo deseaba mantener una situación social privilegiada.
La Corona española, por su parte, seguía blandiendo sus derechos y prerrogativas papales y amenazaba a la Sede Pontificia contra cualquier posible acuerdo o reconocimiento de las nuevas repúblicas americanas. Los Papas gustosamente se alinearon con estas posiciones, hasta que fue evidente que las nuevas repúblicas estaban establecidas, que no habría marcha atrás en su independencia y que no había más remedio que pactar con ellas, puesto que además la mayoría de las sedes episcopales estaban desiertas y se corría “el peligro” de que otras iglesias hicieran labor de proselitismo en tierras americanas, una vez que se levantara el monopolio religioso instaurado durante 300 años. De hecho, la Santa Sede tardó casi un siglo en romper la alianza con las monarquías y dejar de temerle a las repúblicas.
Así que, bienvenida la Iglesia católica a los festejos del Bicentenario. Nada más que, si quiere celebrar algo, tendrá que poner sus trapitos a remojar y hacer un examen de conciencia con gran humildad y enorme capacidad autocrítica. Y se va a requerir mucha para ver con perspectiva distinta su participación en estos 200 años de nuestra historia.
:mota::eolo: