chipo guerrero
Becerro
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- 28 Jul 2008
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“A ver, escuincle. De aquí no sales hasta que me digas que sucedió, porque tienes mucho que explicar” Le dijo su mamá, jalando una silla de la sala para que Chencho se sentara y comenzara a contar lo sucedido frente al dueño del circo, el presidente del municipio y el policía del pequeño pueblo.
Con el volante en la mano y visiblemente exaltado, llegó a su casa ayudándose de su muleta improvisada con palos de madera.
- Mamá...mamá...
¡No! Le dijo su madre al llegar a la casa – Ya sé que me vas a pedir y la respuesta es no – Le dijo tajantemente desde la cocina.
Después de algunos tropiezos con las rocas sueltas, llegó a la puerta de la carpa. Se detuvo un momento para admirar las líneas curvas y las luces que la adornaban. “Pásele, joven. El show ya comenzó pero aún puede ver el espectáculo de los leones” Chencho pagó y junto a sus pequeños envueltos en sábanas se pasaron cuidando de no ser vistos y se sentó en un espacio vacío en las gradas.
Un azote. . . . Un rugido. . . y uno de los leones saltó a través del aro de fuego. La gente aplaudía y gritaba emocionada. El muchacho no podía creer lo que veía, definitivamente las bestias eran más espectaculares vistas de cerca. Otro azote del látigo. . . . Otro rugido. . . y el segundo león se levantó en sus dos patas traseras. El domador se inclinó haciendo una reverencia al público quitándose su sombrero. El ambiente era electrizante, todos estaban en silencio, algunos con la boca abierta, como paralizados por la emoción, otros cubriéndosela por el asombro.
Otro azote del látigo. . . . Y el tigre lanzó un zarpazo al domador. Chencho vio que a la orilla de las rejas se acercaba un pequeño puerquito. Volteó rápidamente a buscar los que él traía y sólo vio los trozos de sabana vacíos. Uno de los leones que vio al cerdo, saltó del banco donde estaba sentado y golpeó la reja por accidente, haciendo que una de las paredes se soltara, dejando libre a las bestias. La gente dudó por un momento, como pensando que todo era parte del acto, pero en cuanto vieron al jefe de pista y a los payasos correr en pánico, tratando de colocar la reja de nuevo, todas las personas se levantaron rápidamente y corrieron a la puerta. Chencho se abalanzó a la pista brincando gradas, niños y gente aterrada. El león tenía acorralado al cerdito debajo de la fila delantera de asientos. Tomó una de las sillas que estaban en el escenario y con el bastón que había dejado tirado el maestro de pista, le hizo frente al león gritándole a todo pulmón “atrás” El animal le respondió rugiendo y mostrando sus dientes. Chencho le gritó de nuevo lanzándole el bastón que golpeó al felino en la nariz haciéndole retroceder. Él aprovechó la distracción, se agachó, tomó a su asustado lechón por la cola y corrió sin mirar atrás hacia la puerta de la carpa. Todos empujaban y tropezaban mientras corrían colina abajo. Entre el tumulto, Chencho vió al otro cerdito escapando por el corral donde estaban el par de elefantes. El joven se abrió camino cojeando entre la estampida de gente hasta llegar a la orilla del corral. Los elefantes, alterados, se golpeaban y barritaban levantando sus patas. El pequeño cerdo esquivaba las pisadas corriendo de un lado a otro dentro del círculo de pacas de alfalfa. El muchacho andaba al alrededor de la cerca siguiendo con la mirada al pequeño lechón, hasta que uno de los dos elefantes se soltó de las cadenas que lo sujetaban y derribó la cerca, haciendo caer a Chencho, soltando al cerdito que traía en sus brazos.
Cuando se pudo levantar, vio la silueta a contra luz del par de pequeños y gorditos puercos, alejándose entre los matorrales. Aturdido, cansado y sin sus animales, Chencho bajaba la colina ladeándose y recargándose sobre pedazo de viga. Vio a la gente afuera de sus casas hablando de todo el incidente. Vio al jefe de pista y a uno de los trapecistas llevando de regreso a algunos de los animales que había escapado. Le tomó unos quince minutos llegar a la esquina de su calle y antes de llegar a su casa, se detuvo por un momento y se dijo en voz baja – ¡maldición! Tengo mucho que explicar- juntó valor, abrió la puerta y saludó a su madre y a las personas que lo esperaban adentro.
En mil novecientos cincuenta y seis, fue la última vez que vino el circo al pueblo. Chipo Guerrero
Con el volante en la mano y visiblemente exaltado, llegó a su casa ayudándose de su muleta improvisada con palos de madera.
- Mamá...mamá...
¡No! Le dijo su madre al llegar a la casa – Ya sé que me vas a pedir y la respuesta es no – Le dijo tajantemente desde la cocina.
- - Pero Ma ¡Los hubieras visto! Iban desfilando todos en la calle, los elefantes eran enormes. Había gente lanzando fuego por la boca y leones mama; son como los del cine. Todos van a ir, no me puedes dejar aquí.
- - ¡No Fidencio! Y cuidadito con escaparte como cuando te quieres ir al cine en la plaza del pueblo.
- - ¡Pero Ma!
- - Además, tienes que cuidarlos, ayer le tocó a tu hermana; hoy te toca a ti. Y no jodas
- Le dijo su madre haciéndole saber, como era de costumbre con esa frase, que era su última palabra.
Chencho andaba entre las jaulas de los animales de la parte de atrás de su casa. Entró a una de ellas y les cambió el agua de los bebederos a las gallinas, pasó a la otra y les puso el alimento a las cabras, y todo esto lo hacía murmurando maldiciones por su mala fortuna. Desde allí se podía ver la colina donde el circo había encontrado un espacio adecuado para establecerse. Se alcanzaba a ver las familias subir en grupos, todos arreglados para la ocasión. Chencho los miraba ni atento ni distraído, buscando la forma de solucionar su problema. Su mamá le había encargado cuidar a los animales, en especial a un par de lechoncitos que habían quedado después de la venta del día anterior. Debía tener cuidado de que la madre no los aplastara, así que pensó que si podía ponerlos en un lugar seguro, podría escaparse al circo sin que su madre se diera cuenta.
Trató de ponerlos en unas cajas de zapatos con orificios de ventilación. Puso unas piedras encima para que no pudieran escapar y fue por su muleta, pero en cuanto tocó la manija de la puerta para entrar a la casa, escuchó como las piedras cayeron y vio al par de cerditos correr chillando por todo el patio. Tardó unos minutos en atraparlos. Después pensó en ponerlos juntos en un huacal con un costal de maíz encima para que no pudieran escapar pero en cuanto los tuvo dentro y colocó el costal arriba, ambos cerditos comenzaron a chillar, agitando la caja de madera. La mamá de los cerditos, que estaba en el chiquero, comenzó a empujar la reja violentamente con su trompa, tratando de salir. Atrancó la puerta del chiquero con un trozo de madera y fue a calmar al par de puerquitos.
A la distancia podía ver que no había más gente en la colina, eso indicaba que todos habían llegado al circo y que los actos ya estaban a punto de comenzar. Había probado diferentes formas de encerrarlos pero todas habían fallado, sólo le quedaba una opción. Jaló la sábana de su cama y la partió por la mitad. Tomó a los cerdos y los envolvió uno en cada trozo, dejando su cabeza de fuera para que pudieran respirar sin problemas. Anudó la tela, se los acomodó en sus hombros y junto con su muleta, se encaminó a la cima de la loma.
Después de algunos tropiezos con las rocas sueltas, llegó a la puerta de la carpa. Se detuvo un momento para admirar las líneas curvas y las luces que la adornaban. “Pásele, joven. El show ya comenzó pero aún puede ver el espectáculo de los leones” Chencho pagó y junto a sus pequeños envueltos en sábanas se pasaron cuidando de no ser vistos y se sentó en un espacio vacío en las gradas.
Un azote. . . . Un rugido. . . y uno de los leones saltó a través del aro de fuego. La gente aplaudía y gritaba emocionada. El muchacho no podía creer lo que veía, definitivamente las bestias eran más espectaculares vistas de cerca. Otro azote del látigo. . . . Otro rugido. . . y el segundo león se levantó en sus dos patas traseras. El domador se inclinó haciendo una reverencia al público quitándose su sombrero. El ambiente era electrizante, todos estaban en silencio, algunos con la boca abierta, como paralizados por la emoción, otros cubriéndosela por el asombro.
Otro azote del látigo. . . . Y el tigre lanzó un zarpazo al domador. Chencho vio que a la orilla de las rejas se acercaba un pequeño puerquito. Volteó rápidamente a buscar los que él traía y sólo vio los trozos de sabana vacíos. Uno de los leones que vio al cerdo, saltó del banco donde estaba sentado y golpeó la reja por accidente, haciendo que una de las paredes se soltara, dejando libre a las bestias. La gente dudó por un momento, como pensando que todo era parte del acto, pero en cuanto vieron al jefe de pista y a los payasos correr en pánico, tratando de colocar la reja de nuevo, todas las personas se levantaron rápidamente y corrieron a la puerta. Chencho se abalanzó a la pista brincando gradas, niños y gente aterrada. El león tenía acorralado al cerdito debajo de la fila delantera de asientos. Tomó una de las sillas que estaban en el escenario y con el bastón que había dejado tirado el maestro de pista, le hizo frente al león gritándole a todo pulmón “atrás” El animal le respondió rugiendo y mostrando sus dientes. Chencho le gritó de nuevo lanzándole el bastón que golpeó al felino en la nariz haciéndole retroceder. Él aprovechó la distracción, se agachó, tomó a su asustado lechón por la cola y corrió sin mirar atrás hacia la puerta de la carpa. Todos empujaban y tropezaban mientras corrían colina abajo. Entre el tumulto, Chencho vió al otro cerdito escapando por el corral donde estaban el par de elefantes. El joven se abrió camino cojeando entre la estampida de gente hasta llegar a la orilla del corral. Los elefantes, alterados, se golpeaban y barritaban levantando sus patas. El pequeño cerdo esquivaba las pisadas corriendo de un lado a otro dentro del círculo de pacas de alfalfa. El muchacho andaba al alrededor de la cerca siguiendo con la mirada al pequeño lechón, hasta que uno de los dos elefantes se soltó de las cadenas que lo sujetaban y derribó la cerca, haciendo caer a Chencho, soltando al cerdito que traía en sus brazos.
Cuando se pudo levantar, vio la silueta a contra luz del par de pequeños y gorditos puercos, alejándose entre los matorrales. Aturdido, cansado y sin sus animales, Chencho bajaba la colina ladeándose y recargándose sobre pedazo de viga. Vio a la gente afuera de sus casas hablando de todo el incidente. Vio al jefe de pista y a uno de los trapecistas llevando de regreso a algunos de los animales que había escapado. Le tomó unos quince minutos llegar a la esquina de su calle y antes de llegar a su casa, se detuvo por un momento y se dijo en voz baja – ¡maldición! Tengo mucho que explicar- juntó valor, abrió la puerta y saludó a su madre y a las personas que lo esperaban adentro.
En mil novecientos cincuenta y seis, fue la última vez que vino el circo al pueblo. Chipo Guerrero