dito de best
Bovino adicto
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bueno aca les dejo este post para que se entretengan créditos a su autor
El pequeño jardín
Si fue difícil para mí ver a mi prima Anneke acabarse poco a poco, imagino que debió ser una experiencia desgarradora para su madre, la tía Pauline. De una niña efusivamente hiperactiva, llena de una personalidad alborotadora, Anneke gradualmente se transformó es una adolescente medida, cuidadosa de cada palabra que expresaba, meticulosa con cada paso que daba y muy excesivamente cautelosa con cada nueva cosa que experimentaba.
Todos creímos que era parte de su proceso de maduración, de la pubertad golpeándola con fuerza. En mi mente, ella había pasado extrañamente rápido por esa transición de cordero a oveja. Un día estaba en el campo, saltando por aquí y por allá con las piernas en el aire, y al siguiente simplemente se le veía mirando fijamente el césped, como un cascaron vacío, sin vida en su interior.
Sin embargo, este no era el caso. El rostro perfecto de Anneke, que parecía un retrato, se volvió duro e inmutable – la falta de control sobre sus músculos faciales fueron los primeros síntomas de la enfermedad. Después su respiración empezó a entrecortarse y aquellas extremidades largas y gráciles se volvieron rígidas y débiles, al punto que casi no podía mover su pequeño cuerpo.
Mi mejor amiga de la infancia – con quién había pasado tanto tiempo jugando y explorando las propiedades de la tía Pauline – se había convertido en nada más que un cascaron humano sin movimiento, todavía con la mente sana, consciente y con un dolor psicológico terrible por entender que su vida se le escurría como el agua entre los dedos.
Eventualmente la internaron en un hospital donde recibiría un tratamiento profesional, solo la veía en raras visitas. Después de algún tiempo dejé de visitarla, pues podía sentir una mirada de envidia sobre mí mientras caminaba libremente por su habitación para colocar flores en un jarrón al lado de su cama.
Cuando la tía Pauline murió, la familia cayó como un nido de ratas rabiosas en sus propiedades, gruñendo, tomando y jugando un tira y afloja con la herencia mientras sus ojos se abrían por el deseo de tomar algo de valor. Me sentía como un personaje en un libro de Tolkien, como un testigo de la repartición de los tesoros encontrados en la Comarca de los Hobbits – pero incapaz de hacer algo por temor a que alguien hundiera sus afilados colmillos en alguna parte blanda de mi cuerpo, o por miedo a que me mataran a golpes por la fría avaricia que los había poseído.
Según la ley, todo era propiedad de Anneke, pero como vivía incapacitada, la familia consideró la muerte de Pauline como un pase libre para todos – con reuniones informales que no requirieron abogados, donde se acordó que todos recibirían un poco de lo que querían.
Mi madre me animó a tomar algo “para recordar a mi tía”, pero sentía un malestar burbujeando en mi interior mientras veía a mis parientes vaciar armarios llenos de piezas de cobre y plata en sus automóviles. Sin embargo, había algo que yo anhelaba, un objeto que me había fascinado desde pequeña.
Intacto, el terrario estaba en una pequeña mesa en el estudio de Anneke, justo al lado de su habitación. Pocos familiares habían tenido el atrevimiento de saquear su recamara, pues aún estaba con vida. Ese era el objeto que yo anhelaba rescatar de todo aquel caos y llevarlo conmigo a casa – era eso o que algún primo descuidado lo tomara y lo convirtiera en otra cosa.
Con el tamaño y la forma de una escafandra, era una esfera de cristal color ámbar llena de vida verde con una tapa de oro. Arrojando la sudadera encima del terrario, lo levanté de la mesa y lo cargué tortuosamente por un pesado tramo escaleras abajo.
“¿Conseguiste lo que querías?“, preguntó mi madre.
“Creo que sí”, le respondí y coloqué el objeto en el asiento trasero con el cinturón de seguridad alrededor.
La culpa me asediaba camino a casa, pero terminé convenciéndome de que era lo mejor antes de que otra persona lo tomara. Después de todo, yo era más cercana a Anneke que cualquier otra persona, con excepción de su madre.
Cuando niña, aquel terrario siempre me causó intriga y seguía teniendo esa fascinación peculiar. El cristal era bastante grueso, distorsionaba tanto que apenas y podía tomar una foto decente de todo lo que había allí dentro de una sola vez. Sus secciones eran amplias y se hacía posible estudiarlas por una especie de microscopio rustico, después se giraba la enorme esfera amarilla para ver la próxima sección.
Dentro había un jardín pequeño y bien elaborado.
Árboles pequeños de estilo bonsái estaban distribuidos en torno a un pequeño estanque, situado de tal forma que la condensación del terrario siempre lo dejaba lleno de agua. Tenía caminos con pequeñas piedras y zonas de césped hechas con musgo, todas salpicadas con flores diminutas que siempre florecían en determinada época del año. Era una miniatura perfecta.
Sin embargo, lo más importante era el castillo.
Se situaba en el centro, al lado de los jardines ornamentales de musgo y de un quisco hecho de palitos de cerillas. El castillo estaba construido con rocas grises y tenía alminares con banderitas de papel en la cima. Los detalles estaban muy bien definidos – pero nunca era posible apreciar todos los detalles de una sola vez debido al espesor del cristal. Anneke y yo inventábamos diversos cuentos de fantasía sobre el castillo o lo que allí vivía.
Pensar en mi prima me tranquilizaba, pero también me remordía la conciencia por el robo, así que dejé el terrario en una mesa que estaba en la terraza, situada frente a un jardín cubierto de arbustos y rosas – donde lo vería con menos frecuencia.
Pero era algo muy difícil de ignorar, tenía una presencia extrañamente imponente – un curioso talismán que representaba nuestra infancia, antes de que Anneke sucumbiera por la enfermedad.
CONTINUA ABAJO
El pequeño jardín
Si fue difícil para mí ver a mi prima Anneke acabarse poco a poco, imagino que debió ser una experiencia desgarradora para su madre, la tía Pauline. De una niña efusivamente hiperactiva, llena de una personalidad alborotadora, Anneke gradualmente se transformó es una adolescente medida, cuidadosa de cada palabra que expresaba, meticulosa con cada paso que daba y muy excesivamente cautelosa con cada nueva cosa que experimentaba.
Todos creímos que era parte de su proceso de maduración, de la pubertad golpeándola con fuerza. En mi mente, ella había pasado extrañamente rápido por esa transición de cordero a oveja. Un día estaba en el campo, saltando por aquí y por allá con las piernas en el aire, y al siguiente simplemente se le veía mirando fijamente el césped, como un cascaron vacío, sin vida en su interior.
Sin embargo, este no era el caso. El rostro perfecto de Anneke, que parecía un retrato, se volvió duro e inmutable – la falta de control sobre sus músculos faciales fueron los primeros síntomas de la enfermedad. Después su respiración empezó a entrecortarse y aquellas extremidades largas y gráciles se volvieron rígidas y débiles, al punto que casi no podía mover su pequeño cuerpo.
Mi mejor amiga de la infancia – con quién había pasado tanto tiempo jugando y explorando las propiedades de la tía Pauline – se había convertido en nada más que un cascaron humano sin movimiento, todavía con la mente sana, consciente y con un dolor psicológico terrible por entender que su vida se le escurría como el agua entre los dedos.
Eventualmente la internaron en un hospital donde recibiría un tratamiento profesional, solo la veía en raras visitas. Después de algún tiempo dejé de visitarla, pues podía sentir una mirada de envidia sobre mí mientras caminaba libremente por su habitación para colocar flores en un jarrón al lado de su cama.
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Cuando la tía Pauline murió, la familia cayó como un nido de ratas rabiosas en sus propiedades, gruñendo, tomando y jugando un tira y afloja con la herencia mientras sus ojos se abrían por el deseo de tomar algo de valor. Me sentía como un personaje en un libro de Tolkien, como un testigo de la repartición de los tesoros encontrados en la Comarca de los Hobbits – pero incapaz de hacer algo por temor a que alguien hundiera sus afilados colmillos en alguna parte blanda de mi cuerpo, o por miedo a que me mataran a golpes por la fría avaricia que los había poseído.
Según la ley, todo era propiedad de Anneke, pero como vivía incapacitada, la familia consideró la muerte de Pauline como un pase libre para todos – con reuniones informales que no requirieron abogados, donde se acordó que todos recibirían un poco de lo que querían.
Mi madre me animó a tomar algo “para recordar a mi tía”, pero sentía un malestar burbujeando en mi interior mientras veía a mis parientes vaciar armarios llenos de piezas de cobre y plata en sus automóviles. Sin embargo, había algo que yo anhelaba, un objeto que me había fascinado desde pequeña.
Intacto, el terrario estaba en una pequeña mesa en el estudio de Anneke, justo al lado de su habitación. Pocos familiares habían tenido el atrevimiento de saquear su recamara, pues aún estaba con vida. Ese era el objeto que yo anhelaba rescatar de todo aquel caos y llevarlo conmigo a casa – era eso o que algún primo descuidado lo tomara y lo convirtiera en otra cosa.
Con el tamaño y la forma de una escafandra, era una esfera de cristal color ámbar llena de vida verde con una tapa de oro. Arrojando la sudadera encima del terrario, lo levanté de la mesa y lo cargué tortuosamente por un pesado tramo escaleras abajo.
“¿Conseguiste lo que querías?“, preguntó mi madre.
“Creo que sí”, le respondí y coloqué el objeto en el asiento trasero con el cinturón de seguridad alrededor.
La culpa me asediaba camino a casa, pero terminé convenciéndome de que era lo mejor antes de que otra persona lo tomara. Después de todo, yo era más cercana a Anneke que cualquier otra persona, con excepción de su madre.
Cuando niña, aquel terrario siempre me causó intriga y seguía teniendo esa fascinación peculiar. El cristal era bastante grueso, distorsionaba tanto que apenas y podía tomar una foto decente de todo lo que había allí dentro de una sola vez. Sus secciones eran amplias y se hacía posible estudiarlas por una especie de microscopio rustico, después se giraba la enorme esfera amarilla para ver la próxima sección.
Dentro había un jardín pequeño y bien elaborado.
Árboles pequeños de estilo bonsái estaban distribuidos en torno a un pequeño estanque, situado de tal forma que la condensación del terrario siempre lo dejaba lleno de agua. Tenía caminos con pequeñas piedras y zonas de césped hechas con musgo, todas salpicadas con flores diminutas que siempre florecían en determinada época del año. Era una miniatura perfecta.
Sin embargo, lo más importante era el castillo.
Se situaba en el centro, al lado de los jardines ornamentales de musgo y de un quisco hecho de palitos de cerillas. El castillo estaba construido con rocas grises y tenía alminares con banderitas de papel en la cima. Los detalles estaban muy bien definidos – pero nunca era posible apreciar todos los detalles de una sola vez debido al espesor del cristal. Anneke y yo inventábamos diversos cuentos de fantasía sobre el castillo o lo que allí vivía.
Pensar en mi prima me tranquilizaba, pero también me remordía la conciencia por el robo, así que dejé el terrario en una mesa que estaba en la terraza, situada frente a un jardín cubierto de arbustos y rosas – donde lo vería con menos frecuencia.
Pero era algo muy difícil de ignorar, tenía una presencia extrañamente imponente – un curioso talismán que representaba nuestra infancia, antes de que Anneke sucumbiera por la enfermedad.
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