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El nuevo rostro de la pobreza

tiburonxx

Bovino de la familia
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6 Nov 2005
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Irma P. Juárez González
Milenio Diario
http://impreso.milenio.com/node/8625282

El 9 de agosto se celebró en México el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, dándose cita en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, grupos representativos tanto independientes como pro oficialistas. Entre debate y debate, no se logró una declaración crítica ante las condiciones que afectan al sector y la indiferencia o la falta de consistencia de las distintas políticas públicas para lograr una mejoría real en sus condiciones de vida y trabajo.
El único acuerdo al que se llegó fue reiterar la demanda indígena de reformar el artículo 2 de la Constitución en el cual quede asentada la autodeterminación de los indígenas y que éstos sean sujetos de derechos.
Un mes después la prensa nacional divulgó los datos de varios estudios del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) según el cual 10% de la población más pobre del país había perdido 8% de sus ingresos reales en el periodo 2006-2008 (Carrillo y Rivera, Reforma, 17 de julio). Cifras poco alentadoras cuando además se sabe que el número de pobres ya rebasa los 50 millones de mexicanos en todo el territorio.
Con esto, México se coloca en el lugar 91 de 124 países en los cuales se mide inequidad, lugar comparable al de Bolivia. Un dato que no sólo nos debe alarmar y también avergonzar, sino además nos hace preguntarnos cuál es el rostro de esta nueva pobreza. Y si bien el estudio antes mencionado habla de los ingresos del sector de asalariados, que percibió mensualmente 2,217 pesos en 2006 y 2,038 en 2008, los datos se refieren a quienes todavía tienen un salario fijo mensual.
¿Qué pasa entonces con los aún más pobres?
En 2008 colaboré en una edición de la revista Cuicuilco, de la Escuela Nacional de Antropología, dedicada a los fenómenos migratorios. Para ello, preparé un artículo derivado de mi tesis de maestría, La migración desde una perspectiva cultural. Los jornaleros agrícolas del valle de San Quintín, Baja California, en el que doy cuenta del recurrente proceso de expulsión de las comunidades rurales, con una población mestiza y/o indígena sometida durante su itinerancia a diferentes procesos de inserción laboral, cuya constante será la discriminación y la explotación laboral.
Las precarias condiciones de vida y trabajo exponen a este sector a una fuerte vulnerabilidad, en donde el continuo desplazamiento es la única opción para alcanzar ínfimos recursos de sobrevivencia. En este proceso de precarización son los niños y niñas, los jóvenes, las mujeres y ancianos de distintas etnias indígenas los que engrosan las filas de la pobreza.

Las huellas invisibles de la migración
Para comprender cómo se construye la experiencia de la migración ha sido importante reconstruir la manera en cómo cada uno de los jornaleros y jornaleras o sus familiares viven el desprendimiento del lugar de origen. También cómo en ese deambular se da un desgarramiento a raíz de alguna vivencia difícil, dolorosa, la cual marca la ruta migratoria desde un ámbito individual, subjetivo. Los testimonios recabados en diferentes estudios también nos muestran que las experiencias se construyen de maneras distintas según la edad, el género o desde el ser indígena o mestizo.
Por ejemplo: al pensar en los circuitos que emprenden los (y las) jornaleros agrícolas mixtecos, se habla de este grupo desde la descripción de los procesos de trabajo en los que se insertan, así como los procesos de movilidad social que la migración genera, lo cual puede mejorar sus condiciones de vida o bien los mantiene en un ámbito de precariedad permanente como se mencionó líneas arriba.
Lo anterior ha sido una forma importante, pero no suficiente para entender cómo se van construyendo y reforzando del individuo al grupo las identidades colectivas, que hacen diferente al sector de jornaleros mixtecos de otros paisanos: unos han optado por permanecer en la comunidad de origen y en cambio los que migran inician, como ellos dicen, la “aventura” de conocer y probar suerte en nuevas latitudes.
El proceso de construcción-deconstrucción de la identidad de este sector de asalariados agrícolas que migran a los campos del norte del país, específicamente al valle de San Quintín, en Baja California, se vuelve de vital importancia, ya que en el deambular por ciudades y regiones distintas a las suyas se someten al contacto o choque con referentes de la llamada modernidad, unos se los apropian, otros se vuelven inalcanzables o adversos desde sus mundos y entramados culturales. “Sin desdeñar el papel que las reglas, las costumbres y los esquemas simbólicos desempeñan en la vida social, la antropología de la experiencia insiste en que éstas operan en espacios de indeterminación, de ambigüedad, de incertidumbre y de manipulación” (Díaz Cruz, 1993, p. 69).
Por tanto, al estudiar los fenómenos de la migración se vuelve vital no sólo seguir la ruta física y geográfica de los jornaleros migrantes mixtecos, sino también la ruta imaginaria que los acompaña y hace a la evocación del lugar de origen, del pertenecer a su grupo de referencia, pero también de anclarse al nuevo espacio.
Y es en los intersticios, en los silencios de la ruta migratoria que desde un plano subjetivo estos grupos reconstruyen dinámicamente una identidad, que agrega en el tránsito por nuevos y diferentes lugares rasgos inéditos a su identidad étnica y grupal.

Los nuevos pobres
En el libro Jóvenes indígenas y globalización en América Latina (INAH y Conaculta, 2008), coordinado por la investigadora y experta Marta Lorena Pérez Ruiz, se compilan trece artículos cuyos autores nos brindan perspectivas analíticas diversas sobre las experiencias de jóvenes indígenas mexicanos, guatemaltecos, ecuatorianos, bolivianos y chilenos, según los estudios realizados, entre otros expertos, por la misma Pérez Ruiz, Laura Valladares de la Cruz, Milca Castro Lucic, Alexis Rivas Toledo, Eva Fisher, Maziel Terrazas Merino, Álvaro Bello Maldonado, Verónica Ruiz Lagier, Marta Romer, Rebeca Igreja, Manuela Camus y Martha Mayorga.
Nos resulta imposible reseñar aquí lo vasto de ese análisis, pero invitamos al lector a que busque este libro, con la promesa de que en una futura entrega volveremos sobre los principales aspectos destacados por los especialistas.
Como muestra, adelantamos algunos elementos que figuran en la presentación de la doctora Marta Lorena Pérez Ruiz:
“Entre las demandas de los jóvenes indígenas reseñadas en este libro destaca (…) el derecho a oponerse a los adultos, de modificar las reglas de convivencia, de divertirse, de disfrutar lo efímero, de ponerse lo que está de moda y lo que suponen los caracteriza como jóvenes, y de poder organizarse para emigrar cuando ellos lo decidan. (…) Tener el derecho a decidir su propio futuro, sin el control ni los parámetros comunitarios tradicionales (o casi sin ellos).
(…) Así que, respecto a las modificaciones del sentido de lo joven, hoy puede suceder que los jóvenes no sólo cambien o agreguen nuevos significados a la anterior definición, sino que —como sucede entre los purépechas de Nurío, los indígenas de la ciudad de Guatemala, los jóvenes de origen guatemalteco nacidos en México y los jóvenes aymaras y quechuas de Bolivia— algunos de ellos decidan afiliarse a nuevas opciones de identidad, como la de ser cholos, y a través de ellas se confronten con lo que tradicionalmente ha significado ser joven. Lo cual según algunos autores es una forma de romper con las pretensiones de homogeneidad que quieren imponer las autoridades comunitarias y familiares, una manera de diferenciarse de otros pares juveniles y también una manera especial de acercarse a la modernidad.
:cowverine:
 
De cierta forma creo que todos cuando somos jóvenes, buscamos romper la homogeneidad marcada por la sociedad en la que nos desenvolvemos, diferenciarnos de otros grupos juveniles y acercarnos a lo 'moderno', la diferencia radica en que nosotros no tenemos que emigrar ni padecer el choque cultural que ellos sufren.
 
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