dito de best
Bovino adicto
- Desde
- 8 May 2008
- Mensajes
- 813
- Tema Autor
- #1
Acongojada, lloró. Su alma hervía, no podía ya más. Pasó otra eternidad, hasta que se atrevió nuevamente a levantar el rostro. A través del agujero de la pared del bar, vio a un güero que escalaba. ¿Do you speak english?, preguntó. Yes. Era sueco y su novia tailandesa. Se llamaba Christian Abt; ella, Lyons Narumon, originaria de Phuket. Su objetivo era el mismo: ascender. Los locales decían que venía una nueva ola, tan violenta que cubriría la totalidad de Phi Phi. El pánico de morir se generalizaba.
Karen no podía ya moverse, las heridas de sus piernas eran profundas, el dolor de tantos golpes punzaba su cuerpo. Christian la jalaba, Lyons la empujaba. Ellos también se habían hospedado en un bungalow del PP Princess, pero justamente en el minuto de la devastadora ola, estaban haciendo su check out en la recepción del hotel, alejada del istmo de arena blanca. El agua no los tocó.
En aquella jungla de vegetación impenetrable, los árboles y la maleza comenzaron a volverse cada vez más espesos y abundantes. No se veía ya la playa, proliferaban los insectos y existía el temor de hallar serpientes venenosas. Las ramas latigueaban al pisarlas. Una de ellas, golpeó fuertemente en la pierna de Karen. Se le enterró en la rodilla y no había forma de parar ya el impetuoso chisguete de sangre. Christian buscó un tronco para sentarla. Traía consigo una mochilita. Le dio un Dolac y untó crema en las heridas de Karen, temía que se infectaran, había que impedir que los mosquitos siguieran acechándolas. Lloraron juntos, se abrazaron aterrorizados.
Había que seguir. Durante dos o tres horas escalaron ayudándose de lianas, ramas y piedras. La vegetación era tan espesa, que no entraba ni un rayo de luz. Olía a fresco, a mojado. A lo largo del camino, Christian iba escarbando en su mochila, buscaba su celular, estaba seguro que lo llevaba consigo, pero no lo hallaba. A medida que se aproximaban a la cima, veían más y más gente. El 95% de ellos, tailandeses. No había por dónde subir, dónde sentarse. Cada pequeño espacio estaba copado por personas traumatizadas, lloriqueantes.
Decidieron descender un poco, quizá del otro lado encontrarían refugio. En la terraza de una cabaña, escucharon el lamento de una niña tailandesa. Le contó a Lyons, que había perdido a toda su familia. Ahí llegó también un aldeano en busca de lesionados. Traía una maleta de primeros auxilios, quería ayudar. Poco a poco fueron llegando más personas. Karen era la única herida y se convirtió en el foco de atención. Sólo ella era una milagrosa sobreviviente.
Este hombre le untó mertiolate en casi todo el cuerpo, le dio toallas sanitarias para colocar sobre las profundas heridas. Ella insistía, había que localizar a Jacobo. La gente escuchaba estupefacta su historia. Lyons traducía al tailandés. De la cabaña, salió una pareja, aparentemente de franceses. Acababan de despertarse.
What happened to you?, preguntó él, con su acento francés. Para él apenas amanecía. Se aterrorizó ante el rostro de Karen. Ella se miró entonces en un espejo. Daba yo lástima, hasta a mí misma. Mi pelo esponjado era la cabellera de una leona salvaje, tenía ramas, arena, escombros. Mi cara, color papel, estaba rajada. Mi mirada, triste. Les dije que regresé de la muerte, que me explotó una bomba encima, que ellos tenían la suerte de haber estado dormidos, de no haberse enterado de nada.
No olvidaría ella el reflejo que le regresó aquel espejo. Su rostro sonámbulo, prisionero de la tragedia. Mientras usaba el baño, Christian y Lyons le relataron a esta pareja la pesadilla que padeció la isla. A Karen le ofrecieron su cama, un refresco y unas papas de alga que tenían. Hablaban en inglés. Sólo hasta un par de horas después, Karen sabría que la mujer no era francesa, que el esfuerzo por entenderse en inglés había sido inútil. Era ella latinoamericana.
Karen se recostó, pero no pudo dormir. Cada diez minutos brincaba sobresaltada, recordaba el ahogo, la desesperación bajo el agua. Las imágenes volvían una y otra vez. Necesitaba saber dónde estaba su esposo.
Salió del cuarto y vio a Christian hablando por celular. Finalmente había encontrado su aparato. Según sabrían después, sólo escasas llamadas salieron de Phi Phi, quizá no más de diez porque las líneas telefónicas se cayeron con el tsunami. Él pidió ayuda. Karen llamó a México. Eran las 4 de la mañana y su mamá contestó entre sueños. Mamá, no sé qué pasó, vino una ola, no sé si Jacobo está vivo o muerto, la isla está destrozada. Sus palabras parecían balas de metralleta. Yo estoy bien. No te entiendo, Karen, estoy dormida.
Su madre prendió CNN y comenzó a ver imágenes. Hablaron 5 o 10 minutos, Karen no paró de llorar. Algunos helicópteros sobrevolaron la isla, pero era tal la devastación, que no podían descender en ningún sitio. Karen era la única herida en la cima de la montaña. Hacían señas, querían sacar a Karen de ahí, sus heridas estaban supurantes, infectadas. Del cielo no había respuesta.
El francés optó por buscar cómo sustraer a Karen de Phi Phi por vía marítima. Regresó un par de horas después, esperanzado. Encontró el camino. Una lancha carguera, desvencijada, estaba por irse. Aceptaba llevársela. Fue una fortuna más de su destino. Si se hubiera quedado un día más, como les pasó a algunos lesionados que pasaron más de 48 horas en la isla hasta que llegó la ayuda inicial, las heridas pudieron habérsele gangrenado y hubiera ella podido sufrir la amputación de alguna de sus extremidades.
En el puerto, los muertos ya comenzaban a apilarse, algunos estaban ya cubiertos con sábanas. Una madre se arremolinaba entre ellos buscando a su bebé ahogado. Karen se iba deteniendo uno a uno, les miraba las manos, las piernas. Evitaba los rostros. Buscaba a Jacobo y él ahí no estaba. Quizá era una esperanza.
Olía a podredumbre y los moscos lo invadían todo: comida, desperdicios y muertos. El Hotel Holiday Inn, parcialmente dañado, se había convertido en hospital. Los camastros y los sillones que sobrevivieron al desastre, servían de camillas.
Eran pocos los heridos, mucha más era la gente que buscaba huir. Había filas interminables de personas con maletas. Todo en la playa estaba revuelto, era inmundo. Peces muertos, puertas rotas, vidrios, desolación, montañas de cadáveres. Más de cincuenta toneladas de basura en una isla que quedó devastada en un 70%. Nuevamente Karen iba descalza, las heridas de sus pies no soportaban ningún zapato. Tenía la sensación de pisar cuerpos enterrados en la arena. El mar, a lo lejos, lucía bello e indefenso.
Hacía 24 horas, Karen Michan había llegado a la isla paradisíaca con su esposo, Jacobo Hassan, y hoy ella, solo ella, viajaba embarcada en una pequeña lancha carguera, tan sobrecargada con una veintena de pasajeros, que estaba a escasos centímetros de hundirse en el océano. No viajaría así a Phuket, nunca llegarían. El objetivo era llevar a Karen a un ferry de turistas, para que la condujeran a un hospital lo antes posible.
Hace 24 horas, ¿cómo pude haberle dicho a Jacobo que era ése el peor día de mi vida? No sabía yo lo que decía, no conocía la palabra tragedia. Ahora no estaba él conmigo para disculparme, para decirle que ya no vomitaba ante el mareo. Ahora sí, había pasado el peor día de mi vida.
Karen no podía ya moverse, las heridas de sus piernas eran profundas, el dolor de tantos golpes punzaba su cuerpo. Christian la jalaba, Lyons la empujaba. Ellos también se habían hospedado en un bungalow del PP Princess, pero justamente en el minuto de la devastadora ola, estaban haciendo su check out en la recepción del hotel, alejada del istmo de arena blanca. El agua no los tocó.
En aquella jungla de vegetación impenetrable, los árboles y la maleza comenzaron a volverse cada vez más espesos y abundantes. No se veía ya la playa, proliferaban los insectos y existía el temor de hallar serpientes venenosas. Las ramas latigueaban al pisarlas. Una de ellas, golpeó fuertemente en la pierna de Karen. Se le enterró en la rodilla y no había forma de parar ya el impetuoso chisguete de sangre. Christian buscó un tronco para sentarla. Traía consigo una mochilita. Le dio un Dolac y untó crema en las heridas de Karen, temía que se infectaran, había que impedir que los mosquitos siguieran acechándolas. Lloraron juntos, se abrazaron aterrorizados.
Había que seguir. Durante dos o tres horas escalaron ayudándose de lianas, ramas y piedras. La vegetación era tan espesa, que no entraba ni un rayo de luz. Olía a fresco, a mojado. A lo largo del camino, Christian iba escarbando en su mochila, buscaba su celular, estaba seguro que lo llevaba consigo, pero no lo hallaba. A medida que se aproximaban a la cima, veían más y más gente. El 95% de ellos, tailandeses. No había por dónde subir, dónde sentarse. Cada pequeño espacio estaba copado por personas traumatizadas, lloriqueantes.
Decidieron descender un poco, quizá del otro lado encontrarían refugio. En la terraza de una cabaña, escucharon el lamento de una niña tailandesa. Le contó a Lyons, que había perdido a toda su familia. Ahí llegó también un aldeano en busca de lesionados. Traía una maleta de primeros auxilios, quería ayudar. Poco a poco fueron llegando más personas. Karen era la única herida y se convirtió en el foco de atención. Sólo ella era una milagrosa sobreviviente.
Este hombre le untó mertiolate en casi todo el cuerpo, le dio toallas sanitarias para colocar sobre las profundas heridas. Ella insistía, había que localizar a Jacobo. La gente escuchaba estupefacta su historia. Lyons traducía al tailandés. De la cabaña, salió una pareja, aparentemente de franceses. Acababan de despertarse.
What happened to you?, preguntó él, con su acento francés. Para él apenas amanecía. Se aterrorizó ante el rostro de Karen. Ella se miró entonces en un espejo. Daba yo lástima, hasta a mí misma. Mi pelo esponjado era la cabellera de una leona salvaje, tenía ramas, arena, escombros. Mi cara, color papel, estaba rajada. Mi mirada, triste. Les dije que regresé de la muerte, que me explotó una bomba encima, que ellos tenían la suerte de haber estado dormidos, de no haberse enterado de nada.
No olvidaría ella el reflejo que le regresó aquel espejo. Su rostro sonámbulo, prisionero de la tragedia. Mientras usaba el baño, Christian y Lyons le relataron a esta pareja la pesadilla que padeció la isla. A Karen le ofrecieron su cama, un refresco y unas papas de alga que tenían. Hablaban en inglés. Sólo hasta un par de horas después, Karen sabría que la mujer no era francesa, que el esfuerzo por entenderse en inglés había sido inútil. Era ella latinoamericana.
Karen se recostó, pero no pudo dormir. Cada diez minutos brincaba sobresaltada, recordaba el ahogo, la desesperación bajo el agua. Las imágenes volvían una y otra vez. Necesitaba saber dónde estaba su esposo.
Salió del cuarto y vio a Christian hablando por celular. Finalmente había encontrado su aparato. Según sabrían después, sólo escasas llamadas salieron de Phi Phi, quizá no más de diez porque las líneas telefónicas se cayeron con el tsunami. Él pidió ayuda. Karen llamó a México. Eran las 4 de la mañana y su mamá contestó entre sueños. Mamá, no sé qué pasó, vino una ola, no sé si Jacobo está vivo o muerto, la isla está destrozada. Sus palabras parecían balas de metralleta. Yo estoy bien. No te entiendo, Karen, estoy dormida.
Su madre prendió CNN y comenzó a ver imágenes. Hablaron 5 o 10 minutos, Karen no paró de llorar. Algunos helicópteros sobrevolaron la isla, pero era tal la devastación, que no podían descender en ningún sitio. Karen era la única herida en la cima de la montaña. Hacían señas, querían sacar a Karen de ahí, sus heridas estaban supurantes, infectadas. Del cielo no había respuesta.
El francés optó por buscar cómo sustraer a Karen de Phi Phi por vía marítima. Regresó un par de horas después, esperanzado. Encontró el camino. Una lancha carguera, desvencijada, estaba por irse. Aceptaba llevársela. Fue una fortuna más de su destino. Si se hubiera quedado un día más, como les pasó a algunos lesionados que pasaron más de 48 horas en la isla hasta que llegó la ayuda inicial, las heridas pudieron habérsele gangrenado y hubiera ella podido sufrir la amputación de alguna de sus extremidades.
En el puerto, los muertos ya comenzaban a apilarse, algunos estaban ya cubiertos con sábanas. Una madre se arremolinaba entre ellos buscando a su bebé ahogado. Karen se iba deteniendo uno a uno, les miraba las manos, las piernas. Evitaba los rostros. Buscaba a Jacobo y él ahí no estaba. Quizá era una esperanza.
Olía a podredumbre y los moscos lo invadían todo: comida, desperdicios y muertos. El Hotel Holiday Inn, parcialmente dañado, se había convertido en hospital. Los camastros y los sillones que sobrevivieron al desastre, servían de camillas.
Eran pocos los heridos, mucha más era la gente que buscaba huir. Había filas interminables de personas con maletas. Todo en la playa estaba revuelto, era inmundo. Peces muertos, puertas rotas, vidrios, desolación, montañas de cadáveres. Más de cincuenta toneladas de basura en una isla que quedó devastada en un 70%. Nuevamente Karen iba descalza, las heridas de sus pies no soportaban ningún zapato. Tenía la sensación de pisar cuerpos enterrados en la arena. El mar, a lo lejos, lucía bello e indefenso.
Hacía 24 horas, Karen Michan había llegado a la isla paradisíaca con su esposo, Jacobo Hassan, y hoy ella, solo ella, viajaba embarcada en una pequeña lancha carguera, tan sobrecargada con una veintena de pasajeros, que estaba a escasos centímetros de hundirse en el océano. No viajaría así a Phuket, nunca llegarían. El objetivo era llevar a Karen a un ferry de turistas, para que la condujeran a un hospital lo antes posible.
Hace 24 horas, ¿cómo pude haberle dicho a Jacobo que era ése el peor día de mi vida? No sabía yo lo que decía, no conocía la palabra tragedia. Ahora no estaba él conmigo para disculparme, para decirle que ya no vomitaba ante el mareo. Ahora sí, había pasado el peor día de mi vida.