Micke
Bovino · ··^v´¯`×)MēxIhCah(×´¯`v^· ··
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JAVIER SICILIA - Proceso en Linea
En un penetrante ensayo escrito en 1934, Reflexiones sobre las causas de la opresión, una de las grandes místicas del siglo XX, Simone Weil, al analizar el porqué la revolución bolchevique, lejos de haber logrado instaurar la justicia, generó un sistema tan opresivo como la estructura capitalista de la que buscaba liberar al hombre, encontró que su causa radicaba en el mito de que el poder técnico desplegado en toda su potencia y conducido al servicio del hombre y no del capital podría hacernos escapar de la necesidad.
El mito, sin embargo, viene del capitalismo que, en una de sus vertientes –ahora expresada en el llamado neoliberalismo–, pensaba también que la riqueza producida por los capitalistas se derramaría lentamente a las capas de los desfavorecidos.
La debacle económica, los millones de seres humanos reducidos a la opresión de la miseria o del empleo, y la destrucción del medio ambiente, muestran, como en su momento lo mostró la Unión Soviética, la ficción.
Escapar de la necesidad es un sueño que formó parte no de las sociedades de subsistencia, sino de sociedades que buscaban un universo semejante al que habitaban los dioses. La idea griega y romana del ciudadano –el hombre libre que al escapar de la necesidad podía dedicarse a las labores de la polis– se volvió, con la noción de igualdad traída por el cristianismo y retomada por los Ilustrados y los revolucionarios de 1789, el sueño de todos.
Si el ciudadano de la Antigüedad podía habitar la libertad sostenido por la esclavitud, el ciudadano moderno pretendió, con el desarrollo de la técnica, hacer que todos, tarde o temprano, pudiéramos escapar de ella. Sin embargo, el desarrollo del poder técnico, lejos de permitirnos lograrlo, nos sometió a una opresión de otra índole.
Cualquier poder, como lo señala Weil, por el hecho mismo de ejercerse se extiende por encima de sus límites. Un poder militar, por ejemplo, multiplica las guerras para poder, como lo mostró Grecia y Roma, obtener esclavos y administrar y explotar provincias. El poder técnico de la modernidad no sólo ha aumentado las guerras y junto con ella los intercambios y la circulación de mercancías, sino que rompiendo la subsistencia ha creado un sometimiento a la máquina y al empleo que nos ha vuelto mucho más impotentes que el esclavo.
Desde que un poder sobrepasa los límites que le son impuestos por la necesidad, es decir, por la naturaleza de las cosas –y podemos decir que desde hace ya tiempo la sociedad técnica los sobrepasó– sus límites paradójicamente se vuelven más estrechos y engendran un parasitismo, un gasto y un desorden que crecen automáticamente. “De esa manera –dice Weil–, el poder romano que creyó enriquecer a Roma terminó por arruinarla; [de esa manera también] los caballeros de la Edad Media, cuyos combates habían dado una seguridad relativa a los campesinos [...] terminaron a lo largo de guerras continuas por destruir el campo que los alimentaba”; de la misma forma también, el poder técnico que desarrolló el capitalismo y habitó en la URSS –un poder mucho más poderoso que los poderes antiguos– ha arruinado las culturas, la subsistencia y la naturaleza, creando una miseria atroz de la que la crisis económica es apenas su prolegómeno.
Al considerar, como lo propone Weil, el conjunto del desarrollo humano hasta nuestros días, y al oponer a las sociedades de subsistencia, organizadas casi sin desigualdad, nuestra actual civilización técnica y aparentemente rica, vemos que el hombre, al desplegar su poder técnico para aligerar el yugo de las necesidades naturales, ha hecho más pesado y difícil el de la opresión social. Despojado de su subsistencia, de su creatividad, de sus vínculos de solidaridad, inmerso en un mundo cada vez más contaminado y preñado de asfalto y cemento, el hombre no ha escapado a esa condición servil en la que se encontraba cuando débil y desnudo estaba sometido al imperio de todas las fuerzas que componen el universo. Por el contrario, bajo el disfraz del dominio de la técnica, el poder que lo tenía arrodillado ante la naturaleza se ha transferido a la sociedad que ha formado él mismo con sus semejantes, una sociedad cuyos poderes, como dice Weil, imponen la “adoración de todas las formas que ha tomado el sentimiento religioso” a lo largo del tiempo y lo consagran al aplastamiento. El hombre dejó de obedecer a la naturaleza que Dios nos impuso para transferir su obediencia a las de las técnicas y el Mercado, que no pueden satisfacerlo y que lo oprimen más.
La crisis en la que estamos inmersos no sólo ha puesto al desnudo ese disfraz de la opresión, nos muestra también que no podemos escapar a la necesidad. Ciertamente, como lo dice mi amigo Georges Voet, la naturaleza “es dura, durísima”. Pero también es cierto, agrega, que debemos asumirla. “Si todos lo hacemos sin crear una ficción, sin desbordar los límites, moviéndonos dentro de una técnica no-violenta, hecha a escala de lo humano, mitigaremos su dureza sin abolirla, y así habremos salvado el espacio de lo político y la durabilidad del mundo y de lo humano”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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Sublime, Sublime!
En un penetrante ensayo escrito en 1934, Reflexiones sobre las causas de la opresión, una de las grandes místicas del siglo XX, Simone Weil, al analizar el porqué la revolución bolchevique, lejos de haber logrado instaurar la justicia, generó un sistema tan opresivo como la estructura capitalista de la que buscaba liberar al hombre, encontró que su causa radicaba en el mito de que el poder técnico desplegado en toda su potencia y conducido al servicio del hombre y no del capital podría hacernos escapar de la necesidad.
El mito, sin embargo, viene del capitalismo que, en una de sus vertientes –ahora expresada en el llamado neoliberalismo–, pensaba también que la riqueza producida por los capitalistas se derramaría lentamente a las capas de los desfavorecidos.
La debacle económica, los millones de seres humanos reducidos a la opresión de la miseria o del empleo, y la destrucción del medio ambiente, muestran, como en su momento lo mostró la Unión Soviética, la ficción.
Escapar de la necesidad es un sueño que formó parte no de las sociedades de subsistencia, sino de sociedades que buscaban un universo semejante al que habitaban los dioses. La idea griega y romana del ciudadano –el hombre libre que al escapar de la necesidad podía dedicarse a las labores de la polis– se volvió, con la noción de igualdad traída por el cristianismo y retomada por los Ilustrados y los revolucionarios de 1789, el sueño de todos.
Si el ciudadano de la Antigüedad podía habitar la libertad sostenido por la esclavitud, el ciudadano moderno pretendió, con el desarrollo de la técnica, hacer que todos, tarde o temprano, pudiéramos escapar de ella. Sin embargo, el desarrollo del poder técnico, lejos de permitirnos lograrlo, nos sometió a una opresión de otra índole.
Cualquier poder, como lo señala Weil, por el hecho mismo de ejercerse se extiende por encima de sus límites. Un poder militar, por ejemplo, multiplica las guerras para poder, como lo mostró Grecia y Roma, obtener esclavos y administrar y explotar provincias. El poder técnico de la modernidad no sólo ha aumentado las guerras y junto con ella los intercambios y la circulación de mercancías, sino que rompiendo la subsistencia ha creado un sometimiento a la máquina y al empleo que nos ha vuelto mucho más impotentes que el esclavo.
Desde que un poder sobrepasa los límites que le son impuestos por la necesidad, es decir, por la naturaleza de las cosas –y podemos decir que desde hace ya tiempo la sociedad técnica los sobrepasó– sus límites paradójicamente se vuelven más estrechos y engendran un parasitismo, un gasto y un desorden que crecen automáticamente. “De esa manera –dice Weil–, el poder romano que creyó enriquecer a Roma terminó por arruinarla; [de esa manera también] los caballeros de la Edad Media, cuyos combates habían dado una seguridad relativa a los campesinos [...] terminaron a lo largo de guerras continuas por destruir el campo que los alimentaba”; de la misma forma también, el poder técnico que desarrolló el capitalismo y habitó en la URSS –un poder mucho más poderoso que los poderes antiguos– ha arruinado las culturas, la subsistencia y la naturaleza, creando una miseria atroz de la que la crisis económica es apenas su prolegómeno.
Al considerar, como lo propone Weil, el conjunto del desarrollo humano hasta nuestros días, y al oponer a las sociedades de subsistencia, organizadas casi sin desigualdad, nuestra actual civilización técnica y aparentemente rica, vemos que el hombre, al desplegar su poder técnico para aligerar el yugo de las necesidades naturales, ha hecho más pesado y difícil el de la opresión social. Despojado de su subsistencia, de su creatividad, de sus vínculos de solidaridad, inmerso en un mundo cada vez más contaminado y preñado de asfalto y cemento, el hombre no ha escapado a esa condición servil en la que se encontraba cuando débil y desnudo estaba sometido al imperio de todas las fuerzas que componen el universo. Por el contrario, bajo el disfraz del dominio de la técnica, el poder que lo tenía arrodillado ante la naturaleza se ha transferido a la sociedad que ha formado él mismo con sus semejantes, una sociedad cuyos poderes, como dice Weil, imponen la “adoración de todas las formas que ha tomado el sentimiento religioso” a lo largo del tiempo y lo consagran al aplastamiento. El hombre dejó de obedecer a la naturaleza que Dios nos impuso para transferir su obediencia a las de las técnicas y el Mercado, que no pueden satisfacerlo y que lo oprimen más.
La crisis en la que estamos inmersos no sólo ha puesto al desnudo ese disfraz de la opresión, nos muestra también que no podemos escapar a la necesidad. Ciertamente, como lo dice mi amigo Georges Voet, la naturaleza “es dura, durísima”. Pero también es cierto, agrega, que debemos asumirla. “Si todos lo hacemos sin crear una ficción, sin desbordar los límites, moviéndonos dentro de una técnica no-violenta, hecha a escala de lo humano, mitigaremos su dureza sin abolirla, y así habremos salvado el espacio de lo político y la durabilidad del mundo y de lo humano”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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Sublime, Sublime!