Alej17
Bovino de la familia
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El derecho a la tristeza
Los niños tienen dos obligaciones. Una, saludable, es la obligación de crecer y dejar de ser niños. Y la otra, más complicada, es la de ser felices, o más bien, la de escenificar felicidad para los adultos. Estas dos obligaciones resultan un poco contradictorias, pues creciendo y abandonando la infancia las personas descubren, por ejemplo, que los helados no son gratis.
Así, se hace más difícil dar brincos sonriendo por los parques a la espera de que la máquina fotográfica de papá inmortalice aquel momento. En resumen, si obedezco la obligación de crecer, desobedezco la obligación de ser feliz. El descubrimiento de esta contradicción puede llevar a un niño a desistir de crecer. Y puede traer tristeza (a veces desesperación) a la vida de cualquier pequeño, preocupado por ser, para la familia entera, el representante de la felicidad que los adultos pierden (por ser adultos, por qué que la vida es dura, por qué la espalda duele, por el cansancio y el estrés, o simplemente por qué ni siquiera sabemos bien a bien lo que queremos.)
La idea de la infancia como una época específica, muy distinta a la vida adulta, sin las cadenas de los deseos sexuales, sin la fulminante necesidad de ganarse la vida, es reciente. Tiene poco más de 200 años. Idealizar la infancia como una época feliz es una pieza central del sentimiento y de la ideología de la modernidad. Resulta crucial recordar esto en el momento en que se nos invita a echar un vistazo a los índices y signos de depresión en los niños.
Y es que esa invitación es irresistible, pues un niño deprimido contraría a nuestro deseo de verlo feliz. Un niño o una niña tristes nos privan de un espectáculo al cual creemos tener derecho: el espectáculo de la felicidad a la que aspiramos, por la que nos sentimos frustrados y que relegamos a los niños como una tarea. “Mi hijo, mi hija, sean felices por mí”. Basta escuchar a los adultos hablando de sus hijos tristes para constatar que la vida de un niño es sistemáticamente desconocida por aquellos que parecen preocuparse por la felicidad de su retoño. “¿Cómo es posible? Después de todo lo que hacemos e hicimos por ella” o “¿Cómo puede ser? si no tiene preocupación alguna, apenas es un niño”. Un niño triste es visto como una especie de desertor, como alguien que abandonó su lugar en la pieza de vida de los adultos, tiró su traje de payaso.
Un consejo a los adultos (padres, terapeutas, etc.): cuando un niño parece estar deprimido, lo más urgente no es reconocer los “signos” de una enfermedad e inventar formas de devolver una sonrisa de caricatura. Lo más urgente, por su bien, es reconocer que un niño tiene el DERECHO a estar triste, porque no se trata simplemente de un muñeco cuya euforia debe resarcir los daños y pérdidas de nuestra existencia; él tiene una vida propia.
Una observación más para evitar la precipitación. Aparentemente, en las últimas décadas, la depresión se ha convertido en una enfermedad muy común. ¿Acaso somos más tristes que nuestros padres y antepasados cercanos? Creo que no. Los rumores dicen que la depresión ha sido promovida como una enfermedad por la industria farmacéutica, cuando encontraron un remedio que podían comercializar para “curarla”. Pero esto sería lo de menos. Es más importante notar que la depresión se convirtió en una enfermedad tan relevante (por el número de enfermos y por la gravedad del sufrimiento) porqué se trata de un pecado contra el espíritu del tiempo. Quien se deprime no sale de pesca y mucho menos tiene el deseo de subirse a un tranvía andando. ¿Acaso lograremos transformar también la tristeza infantil en un pecado? Por supuesto que sí. De hecho, mañana, cuando tu hijo vuelva de la escuela, además de verificar que no tiene algún moretón, también revisa si no está deprimido. Y, si fuera el caso, castígalo, y es que, después de todo, ¿cómo se atreve? si le acabas de comprar el iPhone 6. Y si el castigo no basta, entonces pastillas y terapia. Cualquier cosa para evitar terminar admitiendo que la infancia no es un paraíso.
Un texto de Contardo Calligaris
Los niños tienen dos obligaciones. Una, saludable, es la obligación de crecer y dejar de ser niños. Y la otra, más complicada, es la de ser felices, o más bien, la de escenificar felicidad para los adultos. Estas dos obligaciones resultan un poco contradictorias, pues creciendo y abandonando la infancia las personas descubren, por ejemplo, que los helados no son gratis.
Así, se hace más difícil dar brincos sonriendo por los parques a la espera de que la máquina fotográfica de papá inmortalice aquel momento. En resumen, si obedezco la obligación de crecer, desobedezco la obligación de ser feliz. El descubrimiento de esta contradicción puede llevar a un niño a desistir de crecer. Y puede traer tristeza (a veces desesperación) a la vida de cualquier pequeño, preocupado por ser, para la familia entera, el representante de la felicidad que los adultos pierden (por ser adultos, por qué que la vida es dura, por qué la espalda duele, por el cansancio y el estrés, o simplemente por qué ni siquiera sabemos bien a bien lo que queremos.)
La idea de la infancia como una época específica, muy distinta a la vida adulta, sin las cadenas de los deseos sexuales, sin la fulminante necesidad de ganarse la vida, es reciente. Tiene poco más de 200 años. Idealizar la infancia como una época feliz es una pieza central del sentimiento y de la ideología de la modernidad. Resulta crucial recordar esto en el momento en que se nos invita a echar un vistazo a los índices y signos de depresión en los niños.
Y es que esa invitación es irresistible, pues un niño deprimido contraría a nuestro deseo de verlo feliz. Un niño o una niña tristes nos privan de un espectáculo al cual creemos tener derecho: el espectáculo de la felicidad a la que aspiramos, por la que nos sentimos frustrados y que relegamos a los niños como una tarea. “Mi hijo, mi hija, sean felices por mí”. Basta escuchar a los adultos hablando de sus hijos tristes para constatar que la vida de un niño es sistemáticamente desconocida por aquellos que parecen preocuparse por la felicidad de su retoño. “¿Cómo es posible? Después de todo lo que hacemos e hicimos por ella” o “¿Cómo puede ser? si no tiene preocupación alguna, apenas es un niño”. Un niño triste es visto como una especie de desertor, como alguien que abandonó su lugar en la pieza de vida de los adultos, tiró su traje de payaso.
Un consejo a los adultos (padres, terapeutas, etc.): cuando un niño parece estar deprimido, lo más urgente no es reconocer los “signos” de una enfermedad e inventar formas de devolver una sonrisa de caricatura. Lo más urgente, por su bien, es reconocer que un niño tiene el DERECHO a estar triste, porque no se trata simplemente de un muñeco cuya euforia debe resarcir los daños y pérdidas de nuestra existencia; él tiene una vida propia.
Una observación más para evitar la precipitación. Aparentemente, en las últimas décadas, la depresión se ha convertido en una enfermedad muy común. ¿Acaso somos más tristes que nuestros padres y antepasados cercanos? Creo que no. Los rumores dicen que la depresión ha sido promovida como una enfermedad por la industria farmacéutica, cuando encontraron un remedio que podían comercializar para “curarla”. Pero esto sería lo de menos. Es más importante notar que la depresión se convirtió en una enfermedad tan relevante (por el número de enfermos y por la gravedad del sufrimiento) porqué se trata de un pecado contra el espíritu del tiempo. Quien se deprime no sale de pesca y mucho menos tiene el deseo de subirse a un tranvía andando. ¿Acaso lograremos transformar también la tristeza infantil en un pecado? Por supuesto que sí. De hecho, mañana, cuando tu hijo vuelva de la escuela, además de verificar que no tiene algún moretón, también revisa si no está deprimido. Y, si fuera el caso, castígalo, y es que, después de todo, ¿cómo se atreve? si le acabas de comprar el iPhone 6. Y si el castigo no basta, entonces pastillas y terapia. Cualquier cosa para evitar terminar admitiendo que la infancia no es un paraíso.
Un texto de Contardo Calligaris