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[FONT=&quot]Que onda hermanos Muuuuuuu... aquí ando aportando con una historia original para que pasen buen rato de literatura. Saludos a todos y no sean gachos, dejen comentarios, eso es el motor de este lugar, no lo olviden.



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Aquella noche, el viento del norte soplaba con una calma inusitada ondulando suavemente la cabellera oscura de la mujer que se paraba algunos metros delante de mí, justo frente al marco del balcón. La cortina de seda blanca, algo alborotada, difuminaba la silueta de la fémina de manera turba e hipnótica.
Llevando la copa de vino tinto que portaba en su mano a sus labios, los impregnó. La textura carnosa pereció fundirse por cuestión de minutos con el delgado cristal; el líquido humectándolos pareció revitalizarlos al mismo tiempo que sus pómulos adquirían una pigmentación púrpura que exponía su rostro de manera virginal.
Me miró con cierta malicia gatuna y sonrió.
El viento continuaba sereno. La luz de la luna ayudada por las estrellas y los incontables focos luminiscentes de la ciudad, en conjunto, vestían el paraje con un tono azulino y embriagador.
Al instante, sus labios aún salpicados por el vino se juntaron a los míos. No tardé en sentir el gusto en mi paladar; su lengua me invitaba a saborearlo.
Con la sutileza que un colibrí utiliza para retirar el néctar de una flor, recorrí el delgado y bien formado cuello besándolo y mordisqueándolo; diligentemente, respondía a los estímulos.
Bajando un poco más, llegué a la base del cuello, justo donde se forma una pequeña cuenca que ávidamente besé. Un pequeño suspiro brotó de su boca. El aire que exhaló chocó en mis tímpanos como un torbellino ansioso de placer.
La tela que conformaba su vestido, ahora yacía en el piso inerte e impotente, despojada y suplantada por el lienzo natural que su dueña portaba inmaculadamente. Su vista era gloriosa, su textura, un hilo de agujas que excitaban al limite todos mis sentidos.
Hábilmente comencé a recorrer su torso, pasando una y otra vez por la firmeza que sus senos me daban; jugando con aquellos volcanes que en su cumbre bullían por una repentina erupción.
Sus manos se asieron fuertemente a mi cabeza, sus dedos, se enrollaron a mis hebras con una fuerza que me dio a entender el placer que la ceñía.
Continué hacia la planicie de su vientre, terso y rosa como la tela más fina que Salomón alguna vez portó.
Con cada lengüetazo, con cada roce de mis labios o dientes en su vientre, un rayo de protuberancias recorrían su cuerpo, su esencia, su ser.
Bajé aún más. Llegué a la fuente misma, al caudal rubicundo de vitalidad, al templo perdido que encierra mil misterios en la estrella de David y que se perdió en el tiempo de los años; en las vanalidades de los hombres. Lo redescubrí. Lo hice mío, ansié y recorrí cada uno de sus pasadizos con viril fervor hasta desentrañar todos sus misterios, hasta vencer a la serpiente y someterla al fuego de la creación.
La noche aún seguía serena, afuera, el sonido nocturno de la ciudad parecía cobrar mayor fuerza a medida que las horas avanzaban. El viento del norte ya no soplaba, la copa de los árboles permanecían estáticas, impávidas ante el descubrimiento en mi habitación. El mundo mismo pareció darse cuenta de la gloria de aquel hallazgo; afuera, la gente no se percató.

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