Dragut
Bovino de alcurnia
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Cicatrices en el sol
Creo haberles comentado en alguna ocasión que no creo en las casualidades. Y la semana pasada me sorprendí pensando en el Padre Baba, aquel misionero navarro, bronco, duro, irónico hasta la desesperación, cuyas apariciones en mi vida, siempre insospechadas, me vacunaban contra la desesperanza y el derrotismo. Dice Javier Reverte que en África todo el mundo se vuelve a encontrar de nuevo (si no te matan antes, añadiría yo a esa premisa) lo cual, en un continente de más de 30 millones de metros cuadrados y habitado por casi mil millones de personas, no deja mucha cabida a la casualidad. Baba (que en swahilli significa igualmente Padre) y el que esto escribe se cruzaron varias veces en tierra africana pero la última vez que le vi fue postrado en la cama de un hospital en una ciudad cercana a la mía donde me enteré que había ingresado. Los médicos más optimistas no le daban más allá de tres meses, una bonita colección de enfermedades tropicales le habían agujereado el organismo. Y allí le encontré, charlando animadamente con una anciana monja ruandesa que le atendía. Tras algunos comentarios (en un lenguaje nada apropiado para un misionero, a fe mía) acerca de los médicos, los hospitales y las ciudades occidentales y de ponernos al día sobre nuestras respectivas vidas, me encontró, como casi siempre que hablábamos, con la mirada fija en la fea cicatriz que le deformaba el lado izquierdo de la cara, rompiéndole la canosa barba en dos por esa zona. Un accidente tonto me comentaba siempre y esquivaba el tema. Esta vez, sin embargo, me preguntó si mi paso por África no me había dejado cicatrices. La verdad es que me miré las manos, repasé mentalmente mi anatomía y le dije que no, que la Baraka me seguía sonriendo después de más de quince años en esto. Ahora quizás, podría añadir estúpidamente, una uña perdida en un pie. Sin embargo yo también esquivaba el tema. Y lloré serenamente junto a Baba, acordándome de Ángela, de cómo se me quedó en los brazos, la pequeña Ángela a quien no tuve cojones de salvar. La enfermera ruandesa se acercó a retirarle el termómetro; le faltaban tres dedos de la mano izquierda. Hay cicatrices y cicatrices.
Prometí a Baba volverle a visitar en unos días, y así lo hice. Pero encontré la habitación vacía: había regresado a África para morir junto a los suyos.
La semana pasada, les decía, me sorprendí pensando en él mientras el joven Jim se apartaba el ensortijado pelo de su cabeza para mostrarme la cicatriz que le regaló un machete hutu hace quince años. Jim no quiere volver a Ruanda y le estamos tramitando una petición de asilo. Por miedo al ridículo o a abrir viejas heridas no le pregunté si conocía al Padre Baba. Y esa semana pasada finalizó con un correo electrónico donde me informaban de que Baba se reunió con su Jefe (mi Jefe no está en el Vaticano, mi Jefe está en todas partes, incluso en estas tierras aunque maldita sea si lo parece) hace un mes, en una leprosería a orillas del lago Kivi, donde pasó la mayor parte de su vida y donde ahora descansa en una tumba casi anónima.
A ese correo siguió otro con una pequeña explicación reclamada: la del accidente tonto.
Corría el mes de abril de 1994, en la Ruanda del genocidio de los Grandes Lagos (esa matanza que nadie impidió y que sólo sirvió para que hicieran grotescas películas sobre ella) y Baba encabezó una columna de dos mil refugiados, en su mayoría compuesta por niños, mujeres y ancianos tutsis y hutus moderados, desde la localidad ruandesa de Witarama hasta la frontera con Uganda. Apenas medio millar llegó con vida a los campamentos de refugiados. El resto los fueron enterrando a los lados del camino, con la única pala que tenían disponible. El mango de la pala se partió; del impulso Baba cayó sobre el astil y este le rompió la cara en dos. Le imagino maldiciendo a lo divino y a lo humano mientras terminaba de cavar esa fosa con la pala sin mango.
En estos tiempos tan raros que nos ha tocado vivir, donde la mitad de los jóvenes hablan de hipotecas y la otra mitad quieren ser funcionarios, miles de Babas aprietan los dientes y se juegan el pellejo en los lugares más olvidados del planeta para que alguien pueda no vivir mejor, sino simplemente seguir vivo. Y no me malinterpreten, estas líneas no pretenden ser un réquiem ni mucho menos, pobre de mí, un homenaje para todos ellos. Simplemente son un recuerdo, de que están ahí, peleando y muriendo no por el Jefe del Vaticano, sino por el Jefe que habita en cada ser humano.
Lo último que me dijo Baba, mientras salía de aquella habitación, fue simplemente:
Sopla las nubes, sopla fuerte, hijo
He tardado mucho en descubrir qué quiso decirme y, maldita sea, no era tan difícil.
Abrazotes.
Ni ryari izuba, Rizagaruka, Hejuru yacu,
Ni nd' uzaricyeza ricyeza.
(Cuándo volverá a salir el sol para nosotros
Quién hará que vuelva a aparecer para nosotros.)
Million Voices
Ni nd' uzaricyeza ricyeza.
(Cuándo volverá a salir el sol para nosotros
Quién hará que vuelva a aparecer para nosotros.)
Million Voices
Creo haberles comentado en alguna ocasión que no creo en las casualidades. Y la semana pasada me sorprendí pensando en el Padre Baba, aquel misionero navarro, bronco, duro, irónico hasta la desesperación, cuyas apariciones en mi vida, siempre insospechadas, me vacunaban contra la desesperanza y el derrotismo. Dice Javier Reverte que en África todo el mundo se vuelve a encontrar de nuevo (si no te matan antes, añadiría yo a esa premisa) lo cual, en un continente de más de 30 millones de metros cuadrados y habitado por casi mil millones de personas, no deja mucha cabida a la casualidad. Baba (que en swahilli significa igualmente Padre) y el que esto escribe se cruzaron varias veces en tierra africana pero la última vez que le vi fue postrado en la cama de un hospital en una ciudad cercana a la mía donde me enteré que había ingresado. Los médicos más optimistas no le daban más allá de tres meses, una bonita colección de enfermedades tropicales le habían agujereado el organismo. Y allí le encontré, charlando animadamente con una anciana monja ruandesa que le atendía. Tras algunos comentarios (en un lenguaje nada apropiado para un misionero, a fe mía) acerca de los médicos, los hospitales y las ciudades occidentales y de ponernos al día sobre nuestras respectivas vidas, me encontró, como casi siempre que hablábamos, con la mirada fija en la fea cicatriz que le deformaba el lado izquierdo de la cara, rompiéndole la canosa barba en dos por esa zona. Un accidente tonto me comentaba siempre y esquivaba el tema. Esta vez, sin embargo, me preguntó si mi paso por África no me había dejado cicatrices. La verdad es que me miré las manos, repasé mentalmente mi anatomía y le dije que no, que la Baraka me seguía sonriendo después de más de quince años en esto. Ahora quizás, podría añadir estúpidamente, una uña perdida en un pie. Sin embargo yo también esquivaba el tema. Y lloré serenamente junto a Baba, acordándome de Ángela, de cómo se me quedó en los brazos, la pequeña Ángela a quien no tuve cojones de salvar. La enfermera ruandesa se acercó a retirarle el termómetro; le faltaban tres dedos de la mano izquierda. Hay cicatrices y cicatrices.
Prometí a Baba volverle a visitar en unos días, y así lo hice. Pero encontré la habitación vacía: había regresado a África para morir junto a los suyos.
La semana pasada, les decía, me sorprendí pensando en él mientras el joven Jim se apartaba el ensortijado pelo de su cabeza para mostrarme la cicatriz que le regaló un machete hutu hace quince años. Jim no quiere volver a Ruanda y le estamos tramitando una petición de asilo. Por miedo al ridículo o a abrir viejas heridas no le pregunté si conocía al Padre Baba. Y esa semana pasada finalizó con un correo electrónico donde me informaban de que Baba se reunió con su Jefe (mi Jefe no está en el Vaticano, mi Jefe está en todas partes, incluso en estas tierras aunque maldita sea si lo parece) hace un mes, en una leprosería a orillas del lago Kivi, donde pasó la mayor parte de su vida y donde ahora descansa en una tumba casi anónima.
A ese correo siguió otro con una pequeña explicación reclamada: la del accidente tonto.
Corría el mes de abril de 1994, en la Ruanda del genocidio de los Grandes Lagos (esa matanza que nadie impidió y que sólo sirvió para que hicieran grotescas películas sobre ella) y Baba encabezó una columna de dos mil refugiados, en su mayoría compuesta por niños, mujeres y ancianos tutsis y hutus moderados, desde la localidad ruandesa de Witarama hasta la frontera con Uganda. Apenas medio millar llegó con vida a los campamentos de refugiados. El resto los fueron enterrando a los lados del camino, con la única pala que tenían disponible. El mango de la pala se partió; del impulso Baba cayó sobre el astil y este le rompió la cara en dos. Le imagino maldiciendo a lo divino y a lo humano mientras terminaba de cavar esa fosa con la pala sin mango.
En estos tiempos tan raros que nos ha tocado vivir, donde la mitad de los jóvenes hablan de hipotecas y la otra mitad quieren ser funcionarios, miles de Babas aprietan los dientes y se juegan el pellejo en los lugares más olvidados del planeta para que alguien pueda no vivir mejor, sino simplemente seguir vivo. Y no me malinterpreten, estas líneas no pretenden ser un réquiem ni mucho menos, pobre de mí, un homenaje para todos ellos. Simplemente son un recuerdo, de que están ahí, peleando y muriendo no por el Jefe del Vaticano, sino por el Jefe que habita en cada ser humano.
Lo último que me dijo Baba, mientras salía de aquella habitación, fue simplemente:
Sopla las nubes, sopla fuerte, hijo
He tardado mucho en descubrir qué quiso decirme y, maldita sea, no era tan difícil.
Abrazotes.