Dragut
Bovino de alcurnia
- Desde
- 4 Abr 2006
- Mensajes
- 2.355
- Tema Autor
- #1
A seis años del 11-M
A menudo los dictadorzuelos de todo el planeta suelen justificar sus acciones argumentando solemnemente … y si me equivoco, que Dios y la Historia me juzguen con lo cual nos están dando a entender claramente que no reconocerán otro tipo de jurisdicción a la que rendir cuentas de sus actos. Sin embargo, la miserable grandilocuencia y la retórica asesina que suelen acompañar a estos megalómanos, a veces, y muy desgraciadamente, queda apagada por el estruendo (¿imprevisible?) de la sangre ajena y da paso a una hilazón de balbuceos, excusas y pretextos. Y es que una cosa es situarse por encima del resto de los mortales, y otra situarse por encima de los restos mortales de dos centenares de votantes. ¿Por qué digo de votantes? ¿Por qué no sencillamente decir de personas?
Vayamos por partes, si me lo permiten.
Ya mucho antes de aquel maldito once de marzo, decenas de millones de españoles y españolas manifestaron inequívocamente su rechazo a que nuestras tropas engrosaran las filas de una invasión, ocupación y opresión del entonces estado soberano de Iraq en la convicción de que, más allá de la dudosa legitimidad moral de arrebatar la vida a miles de ciudadanos inocentes, mala cosa parece apedrear el tejado del vecino cuando tu propia casa es de cristal.
Cuídanos de los Idos de marzo le gritaban millones de españoles al entonces Presidente del Gobierno, José María Aznar López. Y la sordera de este hombrecillo a las peticiones de su pueblo le costó a España dos centenares de muertos tal mañana como la de hoy hace seis años.
No faltará quien a estas alturas del presente texto argumente airado que José María Aznar López no colocó ningún explosivo. Deténgase a pensar, indignado lector, que si bien no colocó las bombas, sí colocó a España en el punto de mira de quienes las colocan. Y todo ello de forma completamente gratuita y con absoluto desprecio por la voluntad popular. Doscientos muertos es el precio que el país hubo de pagar para que este personajillo pudiera jactarse de poner los pies sobre la mesa en el despacho de un genocida llamado George Bush.
El juicio de la Historia y el juicio divino suelen admitir, paradojas jurídico-metafísicas, apelaciones dogmáticas. No así el juicio del pueblo español que, tras dos frenéticos días de intentos gubernamentales de desviar la atención hacia otro tipo de terrorismo, de engaños y solapamientos a la prensa, de ocultaciones y verdades a medias, el pueblo español, digo, juzgó, sentenció y condenó a José María Aznar al retiro forzoso de la esfera pública. Huyó el personajillo doliente a lamer la mano de su amo gringo.
Y colorín colorado, este cuento no ha terminado.
Aún hoy, dos años después, José María Aznar López no ha pedido disculpas al pueblo español, ni al pueblo iraquí. Aún hoy, digo, desde su partido político, y aún habiendo sido detenidos, cautivos y confesos, más de un centenar de personas (partícipes, autores, coautores, cómplices) por el multitudinario crimen del 11 de marzo de 2004, sigue empecinado en hacernos creer que éste no se debió al odio integrista islámico sino al independentismo vasco. No es que tomen por idiotas a millones de españoles y españolas, sino, lo que es más grave, es que ese discurso cala entre los sectores de la burguesía cavernícola o neoconservadora de buena parte de nuestra sociedad.
Porque, mis indignados lectores, hagamos un pequeño ejercicio de honestidad: las encuestas electorales, justo antes de la matanza del 11 de marzo de 2004, reflejaban que la intención de voto de la mayoría de los españoles respaldaba al gobierno de José María Aznar. Es decir, nadie estaba dispuesto a retirarle las riendas del poder a este personaje a pesar de las decenas de miles de mujeres, niños o ancianos iraquíes sepultados bajo los escombros. Fue necesario que la muerte nos salpicara más de cerca, que la viéramos de una forma más real, que oliéramos la sangre, la cordita y las lágrimas en primera persona, para que nuestras conciencias se revolvieran contra el horror. ¿Cuántos realmente, antes, se detuvieron a pensar que en Iraq, cada día, era 11 de marzo?
Oh, sí, la culpa fue de los integristas islámicos (esa amalgama de fanatismo, miseria, desesperación y rabia) y la culpa es del gobierno de José María Aznar que nos colocó en el punto de mira, y la culpa es de ustedes, y la culpa es mía.
La diferencia, mi querido e indignado lector, es que usted y yo, como miembros de la sociedad española, asumimos nuestra parcela de responsabilidad e hicimos los que anduvo en nuestra mano tres días después del atentado; los autores y las personas relacionadas con la ejecución material del mismo están detenidas para ser juzgadas, o muertas.
Pero los responsables de la muerte de decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas iraquíes siguen regodeándose en la impunidad. Ojala los veamos algún día sentados, juzgados y condenados en un Tribunal Penal Internacional.
Y si después no les gusta la sentencia, que la recurran ante los tribunales de Dios y de la Historia.
A menudo los dictadorzuelos de todo el planeta suelen justificar sus acciones argumentando solemnemente … y si me equivoco, que Dios y la Historia me juzguen con lo cual nos están dando a entender claramente que no reconocerán otro tipo de jurisdicción a la que rendir cuentas de sus actos. Sin embargo, la miserable grandilocuencia y la retórica asesina que suelen acompañar a estos megalómanos, a veces, y muy desgraciadamente, queda apagada por el estruendo (¿imprevisible?) de la sangre ajena y da paso a una hilazón de balbuceos, excusas y pretextos. Y es que una cosa es situarse por encima del resto de los mortales, y otra situarse por encima de los restos mortales de dos centenares de votantes. ¿Por qué digo de votantes? ¿Por qué no sencillamente decir de personas?
Vayamos por partes, si me lo permiten.
Ya mucho antes de aquel maldito once de marzo, decenas de millones de españoles y españolas manifestaron inequívocamente su rechazo a que nuestras tropas engrosaran las filas de una invasión, ocupación y opresión del entonces estado soberano de Iraq en la convicción de que, más allá de la dudosa legitimidad moral de arrebatar la vida a miles de ciudadanos inocentes, mala cosa parece apedrear el tejado del vecino cuando tu propia casa es de cristal.
Cuídanos de los Idos de marzo le gritaban millones de españoles al entonces Presidente del Gobierno, José María Aznar López. Y la sordera de este hombrecillo a las peticiones de su pueblo le costó a España dos centenares de muertos tal mañana como la de hoy hace seis años.
No faltará quien a estas alturas del presente texto argumente airado que José María Aznar López no colocó ningún explosivo. Deténgase a pensar, indignado lector, que si bien no colocó las bombas, sí colocó a España en el punto de mira de quienes las colocan. Y todo ello de forma completamente gratuita y con absoluto desprecio por la voluntad popular. Doscientos muertos es el precio que el país hubo de pagar para que este personajillo pudiera jactarse de poner los pies sobre la mesa en el despacho de un genocida llamado George Bush.
El juicio de la Historia y el juicio divino suelen admitir, paradojas jurídico-metafísicas, apelaciones dogmáticas. No así el juicio del pueblo español que, tras dos frenéticos días de intentos gubernamentales de desviar la atención hacia otro tipo de terrorismo, de engaños y solapamientos a la prensa, de ocultaciones y verdades a medias, el pueblo español, digo, juzgó, sentenció y condenó a José María Aznar al retiro forzoso de la esfera pública. Huyó el personajillo doliente a lamer la mano de su amo gringo.
Y colorín colorado, este cuento no ha terminado.
Aún hoy, dos años después, José María Aznar López no ha pedido disculpas al pueblo español, ni al pueblo iraquí. Aún hoy, digo, desde su partido político, y aún habiendo sido detenidos, cautivos y confesos, más de un centenar de personas (partícipes, autores, coautores, cómplices) por el multitudinario crimen del 11 de marzo de 2004, sigue empecinado en hacernos creer que éste no se debió al odio integrista islámico sino al independentismo vasco. No es que tomen por idiotas a millones de españoles y españolas, sino, lo que es más grave, es que ese discurso cala entre los sectores de la burguesía cavernícola o neoconservadora de buena parte de nuestra sociedad.
Porque, mis indignados lectores, hagamos un pequeño ejercicio de honestidad: las encuestas electorales, justo antes de la matanza del 11 de marzo de 2004, reflejaban que la intención de voto de la mayoría de los españoles respaldaba al gobierno de José María Aznar. Es decir, nadie estaba dispuesto a retirarle las riendas del poder a este personaje a pesar de las decenas de miles de mujeres, niños o ancianos iraquíes sepultados bajo los escombros. Fue necesario que la muerte nos salpicara más de cerca, que la viéramos de una forma más real, que oliéramos la sangre, la cordita y las lágrimas en primera persona, para que nuestras conciencias se revolvieran contra el horror. ¿Cuántos realmente, antes, se detuvieron a pensar que en Iraq, cada día, era 11 de marzo?
Oh, sí, la culpa fue de los integristas islámicos (esa amalgama de fanatismo, miseria, desesperación y rabia) y la culpa es del gobierno de José María Aznar que nos colocó en el punto de mira, y la culpa es de ustedes, y la culpa es mía.
La diferencia, mi querido e indignado lector, es que usted y yo, como miembros de la sociedad española, asumimos nuestra parcela de responsabilidad e hicimos los que anduvo en nuestra mano tres días después del atentado; los autores y las personas relacionadas con la ejecución material del mismo están detenidas para ser juzgadas, o muertas.
Pero los responsables de la muerte de decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas iraquíes siguen regodeándose en la impunidad. Ojala los veamos algún día sentados, juzgados y condenados en un Tribunal Penal Internacional.
Y si después no les gusta la sentencia, que la recurran ante los tribunales de Dios y de la Historia.